La quimera del proceso de paz

 |  17 de enero de 2014

¿Ha pivotado la política exterior estadounidense hacia Asia? La preferencia que asignó a la región Hillary Clinton, Secretaria de Estado entre 2009 y 2013, estaba más que justificada: en la región se encuentran la segunda y tercera potencias económicas del planeta, además de dos tercios de su población. Pero al año de su retiro, y tras haber pasado las riendas de la diplomacia americana a manos de John Kerry, Washington vuelve a volcarse en Oriente Medio. Concretamente en Israel, país que Kerry ha visitado diez veces en los últimos doce meses. El propósito, como es de esperar, es impulsar el proceso de paz entre Israel y Palestina. Kerry, un peso pesado en el mundo de la política exterior estadounidense, cuenta ahora con un equipo de 160 expertos para intentar reconducir el proceso de paz. Al frente de la iniciativa está John Allen, previamente al mando de la misión de la OTAN en Afganistán.

Se trata de un compromiso serio con el proceso de paz, y por lo tanto  de una apuesta arriesgada. La solución al conflicto entre Israel y Palestina es una quimera que múltiples presidentes americanos persiguen durante sus segundos mandatos. La solución, al menos en papel, parece sencilla: el retorno a las fronteras de 1967 y reconocimiento de Palestina como un Estado independiente con capital en Jerusalén este por parte de Israel, a cambio de la normalización de las relaciones entre Israel y sus vecinos. En eso consiste el Plan de Paz Saudí de 2002. Pero el diablo, como dicen los ingleses, está en los detalles. En concreto, en los de desalojar cientos de asentamientos ilegales que Israel no tiene ninguna intención de abandonar. Ello, unido a la considerable influencia que ejerce Tel Aviv sobre Washington, y que convierte a Estados Unidos en un mediador sesgado, ha hecho descarriar las iniciativas anteriores.

Esta vez la solución se presenta especialmente escurridiza. Mahmud Abbas carece de legitimidad entre los palestinos, y Benjamin Netanyahu de voluntad política para evacuar los asentamientos. La relación entre el Primer Ministro israelí y Barack Obama es pésima. Netanyahu controla un gobierno que sería considerado ultraderechista de no ser Israel un firme aliado de Estados Unidos, y varios de sus compañeros de partido y ministros ya han intentado que las negociaciones hagan agua. Es el caso de Yuval Steinitz, que caracterizó las intenciones americanas como obsesivas y repletas de fervor mesiánico. O el de Moshe Yaalon, Ministro de Defensa, que ha criticado duramente las propuestas de seguridad de Allen (“valen menos que el papel en que están escritas”). La perenne exhortación a que los palestinos reconozcan Israel como un “Estado judío” es otro impedimento: como observa Juan Cole, se trata de una construcción torpe y excluyente, igual que definir a EE UU como un Estado blanco. Sobre todo es la negativa de frenar la extensión de sus asentamientos –entre ellos el de Ariel, especialmente polémico– lo que condena las negociaciones al fracaso.

Así las cosas, la única variable capaz de alterar el curso de las negociaciones será la dinámica política en que se ve envuelta la región. Israel ha valorado con cautela el desarrollo de la Primavera Árabe. En Siria la desestabilización de Bachar el Assad es recibida con regocijo, pero el posible ascenso al poder de islamistas radicales constituye un motivo de alarma. Es por eso que Israel no se verá arrastrado al conflicto, manteniéndose neutral y permitiendo que sus enemigos se eliminen entre sí. En Egipto, la situación desde junio de 2013 también es favorable a Israel. El golpe de Estado de las fuerzas armadas acabó con la amenaza en potencia que representaba una Hermandad Musulmana cercana a Hamás, capaz de prestar más atención a las reivindicaciones palestinas que el ejército.

A pesar de todo, la posición del país continúa siendo precaria. El balance de fuerza en la región continua siendo favorable al poderoso ejército israelí, pero las relaciones con los vecinos son, en el mejor de los casos, gélidas. La alianza con Turquía se ha arruinado, en gran medida porque la torpeza diplomática de Israel ha puesto la ruptura en bandeja al Primer Ministro turco, Recep Tayyip Erdogan. Pero es la lenta normalización de las relaciones entre Irán y Occidente lo que realmente alarma a Israel. Un Irán con energía nuclear –y tal vez capacidad latente– se consolidaría como principal potencia de la región, formando un frente chiíta que podría extenderse desde Teherán a Beirut. En ese caso, el margen de maniobra de Israel para realizar intervenciones militares en Gaza o Líbano se vería reducido considerablemente.

Ante la incapacidad de la diplomacia israelí de detener un proceso al que se opone, la única alternativa a largo plazo consiste en establecer bases mínimas para la convivencia en la región. Para lograr tal fin es imprescindible encauzar el proceso de paz. Lamentablemente, la posición actual de Israel dificulta el entendimiento. Y ante la fragmentación de Cisjordania en guetos y asentamientos, la solución de los dos Estados cada vez resulta menos realista. La alternativa es un Estado único y multicultural, en el que los palestinos tengan voz. Eso, o un nuevo apartheid.

 

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