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Personal de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) de Perú prepara el material electoral en una mesa de votación en Lima en junio de 2016, en vísperas de las elecciones generales. GETTY

Los peruanos votarán desganados en abril

En Perú, una pobre oferta electoral para la presidencia y para el Congreso produce rechazo ciudadano. La obligatoriedad de votar, bajo pena de multa, puede favorecer el voto en blanco y el voto nulo.
Luis Pásara
 |  9 de febrero de 2021

Ecuador votó el 7 de febrero para elegir presidente entre 16 candidatos, 13 de los cuales no llegaban al 2% de intención de voto, al tiempo que los otros tres despertaban apatía y un creciente quéimportismo. Según algunos sondeos, más de un tercio del electorado pensaba votar en blanco o viciar el voto. Al final, el voto nulo ha supuesto el 9,47% y el blanco, el 3,06%. El caso de Perú, sin embargo, es aún peor; acaso sea uno de los más destacados en mostrar cómo las democracias que conocemos están agotando su capacidad de contar con una oferta política atractiva.

La opinión pública lo percibe y en enero las encuestas mostraban el desdén ciudadano. De acuerdo con IPSOS, uno de cada cuatro ciudadanos no indica preferencia por ningún candidato (11%) o piensa votar blanco o viciado (14%). La tendencia es algo más acentuada según la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos: casi uno de cada cuatro encuestados (22,6%) no votaría por ninguno de los candidatos presidenciales. Ellos integran ese tercio de la población que, según el mismo sondeo, declara no tener candidato por el cual votar. Los resultados de la encuesta de CPI son similares: votos en blanco y viciados escalan hasta el 19,3% tratándose de la elección presidencial, y al 22,3% respecto de la correspondiente al Congreso; otro 30,5% de los consultados dijo no tener candidato a presidente. Además, este sondeo pidió calificar al conjunto de candidatos presidenciales usando la gradación escolar: en el conjunto del país, el 68% de los entrevistados les dieron una nota desaprobatoria.

Entre los candidatos presidenciales, las calidades de los aspirantes son escasas. César Acuña tiene un récord que incluye un grado académico obtenido en España mediante una tesis que se sirvió de un plagio debidamente demostrado. Son varios quienes tienen abiertos procesos judiciales. Entre ellos destaca Keiko Fujimori, que parece destinada a ser reconocida como la eterna candidata presidencial. Daniel Urresti está acusado en un proceso judicial sospechosamente alargado, que en algún momento deberá decidir su responsabilidad en el asesinato de un periodista. Y Ollanta Humala, cuyas relaciones con los sobornos de Odebrecht son públicamente conocidas, candidatea como si los peruanos no pudieran recordar lo que fue su gobierno (2011-16). Hernando de Soto, que se apoya en su éxito internacional, a los 78 años ofrece públicamente evidencias de desubicación o senilidad. Muchos de los restantes ni siquiera exhiben algo presentable en sus hojas de vida.

Lo que prevalece en los candidatos presidenciales es una ambición que no guarda relación con sus capacidades. Y a los peruanos se les pide elegir entre ellos al presidente que deberá conducir el país luego de los varios periodos enlodados –presidentes de la república incluidos– por escándalos de corrupción, cuyas cumbres corresponden a los sobornos pagados por la empresa brasileña Odebrecht.

Como si nada de esto fuera suficiente para producir desánimo y rechazo en el ciudadano, las listas de los candidatos al Congreso –más de 3.000 en total– muestran que algo más de 200 tienen antecedentes en materia penal o civil. Entre ellos se encuentran un centenar de sujetos en los que han recaído sentencias condenatorias “por delitos que van desde peculado, malversación, rebelión, además de lesiones, violencia y omisión a la asistencia familiar. De este centenar, treinta postulan al Parlamento nada menos que con el número uno” de sus listas. Solo uno de los grupos políticos en competencia no incluye en sus listas a ningún condenado.

Entre los aspirantes a la condición de congresistas, 80 han sido demandados por incumplimiento de pensiones alimenticias y otros cinco lo han sido para que reconozcan a un hijo. En ese listado hay que incluir a otros 11 varones que han sido denunciados por violencia intrafamiliar; de ellos, dos ocupan el primer lugar en la lista que los ha acogido. 118 candidatos, en conjunto, deben más de 600.000 euros al Estado en impuestos que no han pagado; uno de ellos adeuda 186.000 euros. Y hay que considerar que 38 aspirantes a una curul han sido multados por conducir ebrios o sin licencia.

 

Un sistema que opera sin partidos

Las agrupaciones que han inscrito candidaturas presidenciales y parlamentarias no son verdaderos partidos políticos. Como demuestran los numerosos casos de candidatos con antecedentes penales –y no se sabe cuántos los tendrán de carácter policial sin haber llegado a juicio–, lo que prevalece en ellos es la congregación de oportunistas que, en torno a un cabecilla audaz, tratan de llegar a ocupar cargos con cierto poder para desde allí usufructuar beneficios. Es eso, precisamente, lo que ha ocurrido en las últimas dos décadas en el país.

En casi todas las agrupaciones, a sus integrantes no los reúne un programa, un conjunto de propuestas, ni siquiera una idea fuerza –no digamos una visión del país y sus complejos problemas–. Solo los congrega una ambición relativamente compartida, porque incluso ir en una misma lista es algo accidental: gracias al voto preferencial que permite al elector escoger a su candidato, cada uno hará campaña por sí mismo y, llegado el caso, una vez elegido cambiará de bancada en otra maniobra guiada por su propia conveniencia. De hecho, muchos de ellos ya han cambiado de camiseta varias veces antes de la que hoy lucen.

Al parecer, la democracia en Perú consiste en tener que escoger –porque el voto, que es un derecho, ha sido convertido en deber por una desafortunada disposición constitucional– entre incapaces y corruptos, a ver si el azar, o un giro impredecible del destino, produce mejores resultados que aquellos que en los últimos 40 años ha ocasionado el derecho-deber del voto.

Otro problema del sistema es la obligatoriedad del voto: el elector menor de 70 años está obligado a votar bajo pena de multa. No obstante, un elector con criterio tiene opciones. En Perú, la opción de la abstención cuesta pero el voto en blanco y el viciado, no.

El antecedente de Bolivia puede ser ilustrativo. Los electores fueron convocados para elegir en 2011 a las cúpulas del sistema de justicia, fórmula ideada por el MAS de Evo Morales para colocar en esos cargos a gentes de su confianza, por incapaces que fueran. El pueblo intuyó el engaño: uno de cada cinco electores no compareció y de aquellos que sí fueron a votar, entre el 57 y el 61% –según las plazas a elegir– lo hicieron en blanco o viciaron el voto. Resultado: el sistema judicial apareció deslegitimado. Se logró que las aberraciones de los jueces no se ampararan mentirosamente en “la voluntad popular”.

Si la mayoría de quienes voten el 11 de abril en Perú decidieran votar en blanco o viciar su voto, el sistema quedaría al desnudo. Esto es, se pondría de manifiesto que el país carece de una dirigencia política capaz de conducirlo, realidad dolorosa que hasta ahora los resultados electorales –producidos por la resignación ciudadana a elegir al “menos malo”– han ocultado, dándole al ganador la engañosa apariencia de estar respaldado por la voluntad del pueblo.

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