El rey Carlos III pasa por delante del Arco de Wellington durante el funeral de Estado de la reina Isabel II el 19 de septiembre de 2022 en Londres, Inglaterra / GETTY

Monarquías en el siglo XXI

Uno de cada cinco países del mundo tiene un sistema monárquico y de las diez democracias más avanzadas, seis son monarquías constitucionales. ¿Qué explica la pervivencia de una institución que parecía llamada a desaparecer?
Julio Crespo-MacLennan
 |  6 de mayo de 2023

La coronación del rey Carlos III de Inglaterra unos meses después del funeral de la reina Isabel II muestra una vez más toda la pompa y ceremonia de la que es, sin duda, la monarquía más famosa del mundo, aportando a Reino Unido una proyección internacional extraordinaria. Millones de espectadores de todo el mundo han sido testigos en pleno siglo XX de la grandiosidad que representa la monarquía, al reflejar ritos, tradiciones y símbolos nacionales cuidadosamente conservados desde la antigüedad. Después de un espectáculo tan singular, cabe preguntarse por el papel que le corresponde a la monarquía en diversas partes del mundo en el siglo XXI, y ante una modernidad en la que los pilares sobre los que tradicionalmente se asientan las sociedades han sido cuestionados.

El siglo XX fue desastroso para las monarquías, especialmente las europeas. En 1914 todos los países europeos, salvo Francia y Suiza, eran monarquías; hoy sobreviven 12, incluidos los principados de Mónaco y Liechtenstein, una diarquía, la de Andorra, y una monarquía vitalicia electiva, la del Vaticano. El siglo XX también dejó sin corona a países con tradiciones monárquicas antiquísimas como Rusia, China, Turquía, Persia, Etiopía y los principados de India. De todos esos reinos e imperios no queda más que sus grandes palacios, donde en la actualidad líderes como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan y Xi Jinping intentan revivir el esplendor de los emperadores autócratas que les precedieron y emulan también su mando autoritario. En la actualidad, Asia conserva el último emperador, el de Japón, y hay monarquías en Tailandia, Bután y Camboya.

En el mundo islámico, Arabia Saudí, Omán, Bahréin, Kuwait y Catar son monarquías absolutas. Emiratos Árabes Unidos es una monarquía electiva, Jordania, constitucional, como lo son también Marruecos y Malasia, aunque en estos tres casos los monarcas tienen mucho más poder que sus homólogos europeos, y en el de Malasia los reyes son elegidos entre miembros de la familia real y sustituidos cada cinco años.

En África quedan pequeños reinos subnacionales en Suráfrica, Benín, Nigeria y Ghana. Por último, 15 países del antiguo imperio británico son monarquías bajo Carlos III, entre ellos naciones tan importantes como Canadá, Australia y Nueva Zelanda.

Ante los cambios revolucionarios del siglo XX se impuso la idea de que las monarquías eran un anacronismo incompatible con el principio de igualdad y el espíritu democrático que avanzaba con más fuerza. Sin embargo, es tan erróneo pensar que las monarquías están condenadas a desaparecer ante el avance del sentir republicano como lo era creer que las revoluciones comunistas eran inevitables en todo el mundo, o la idea que más recientemente se propagó por Occidente de que la democracia liberal inexorablemente iba a extenderse en todo el mundo debido a su teórica superioridad frente al resto de sistemas políticos, con lo que alcanzaríamos el “fin de la historia”. Como decía Karl Popper, los hechos son tozudos: y lo cierto es que en la actualidad uno de cada cinco países en el mundo se rige por una monarquía; si bien nada garantiza que estas continúen a largo plazo, lo mismo ocurre con las repúblicas, pues no siempre es verdad que la caída de una monarquía es irreversible. De hecho, recordemos que dos de los países con más tradición monárquica, como son Reino Unido y España, recuperaron la corona tras experiencias republicanas. La monarquía fue restaurada en Inglaterra en 1689 después de una república y anteriormente haber llegado incluso a decapitar a un rey. En España, la monarquía borbónica fue restaurada en dos ocasiones: en 1874, tras una república, y en 1975, tras una dictadura. En 1993, la monarquía retornaba a Camboya, lo cual resultaba harto improbable después de haber pasado por uno de los regímenes comunistas más opresivos.

 

Monarquías en tiempos modernos

Bien es cierto que la fórmula que ha permitido al sistema monárquico prosperar en tiempos modernos, y convivir con el principio de igualdad entre los ciudadanos, es el de la monarquía constitucional. Esta fórmula se extiende en Europa desde el siglo XIX, como la mejor para garantizar la estabilidad de un país y permitir el avance de la democracia, evitando a la vez el enfrentamiento o la revolución: el rey reina pero no gobierna, representa así la herencia del pasado y la tradición nacional, pero deja la responsabilidad de gobernar a un primer ministro elegido democráticamente.

Bajo numerosas turbulencias políticas, y reyes buenos y malos, la monarquía constitucional ha ido reformándose y modernizándose. El tiempo ha demostrado que donde existe una tradición monárquica –es muy difícil exportar la monarquía constitucional– esta puede ser la mejor fórmula para garantizar la estabilidad de una nación y también su prosperidad. La prueba está en que, de las 10 democracias más avanzadas del mundo, seis son monarquías constitucionales. Todas las monarquías europeas figuran entre los 30 países con mayor índice de desarrollo humano; en el caso concreto de las monarquías escandinavas, cabe destacar el hecho de que Suecia, Dinamarca y Noruega siempre han figurado no solo entre los países con la mejor calidad de democracia, sino también con los estados de bienestar más desarrollados; Japón, por su parte, ha sido un ejemplo de desarrollo económico, modernidad y estabilidad.

En el mundo árabe, las monarquías del golfo Pérsico han alcanzado en las últimas décadas altas cotas de modernización y prosperidad económica, a pesar de que persisten muchas desigualdades. En el caso de las monarquías constitucionales de Jordania y Marruecos, han logrado eludir los problemas asociados al integrismo islámico y la represión de dictadores como Sadam Husein en Irak, Muamar el Gadafi en Libia y Bachar el Asad en Siria. La prueba más reciente fue la primavera árabe en 2010 que tumbó a varias dictaduras como la de Gadafi, mientras que el rey Abdalá II de Jordania y Mohamed VI de Marruecos sobrevivieron haciendo cambios en la Constitución.

 

«La clave del vigor de la monarquía en el siglo XXI es que el rey sea percibido como una figura unificadora, por encima de las diferencias históricas entre pueblos»

 

La clave del vigor de la monarquía en el siglo XXI es el hecho de que el rey sea una figura unificadora que representa la unidad nacional por encima de diferencias históricas entre pueblos. Esto es importante en naciones como España, Reino Unido o Bélgica, donde surgen de la fusión de antiguos reinos y pueblos con diversas lenguas y tradiciones, y que difícilmente permanecerían unidos sin la figura del rey.

En otros casos, el soberano tiene una autoridad tal que le permite tomar decisiones trascendentales que marcan una nación sin llevar al enfrentamiento civil. Japón logró la transición de un imperio agresivo y autoritario a la democracia moderna y pacífica tras la Segunda Guerra Mundial gracias al prestigio del emperador Hirohito. Algo parecido ocurrió en España en 1975, cuando el rey Juan Carlos I logró dirigir la transición de la dictadura a la democracia y fue un factor clave para su consolidación. El prestigio actual de estas monarquías se debe en gran parte a esos logros.

En las monarquías constitucionales el rey aporta moderación y neutralidad frente a los partidos políticos. Representa los intereses generales de la nación por encima de los partidistas y también el porvenir a largo plazo; un rey piensa en la generación siguiente, la de su heredero, un dirigente político no tiene perspectivas mucho más allá de su horizonte electoral de cuatro años, y se debe más a su partido, del que depende su carrera política, que a su nación. Ante la creciente polarización y crispación políticas en gran parte de las democracias occidentales, el poder moderador del monarca tiene cada vez más importancia.

Estos factores que explican por qué la opción monárquica ha triunfado sobre la republicana en muchos países no bastan para mantener la popularidad de la corona ante las exigencias del siglo XX. Las familias reales viven expuestas al escrutinio de los medios de comunicación y sometidos a una opinión pública cada vez más exigente y crítica. Esto explica por qué, al menos en el caso de las monarquías europeas, las reformas en su estructura y en su procedimiento son constantes, hasta el punto de que “vivir como un rey” tiene en la actualidad connotaciones muy distintas a las tradicionales.

Para empezar, las casas reales son cada vez más austeras y se han visto sometidas a continuos recortes. Las monarquías escandinavas y también la holandesa han sido descritas como “monarquías en bicicleta”, debido a su sencillez; la española también se caracteriza por la austeridad. La crítica tradicional de que la monarquía es más cara que la república no se corresponde con la realidad en Europa, donde el gasto de un presidente de la república, como por ejemplo el de Francia, es muy superior al de muchas casas reales. La única excepción en Europa es la monarquía británica, ya que se mantiene principalmente con sus medios, y aún así ha sido obligada a vivir de las rentas de su patrimonio minimizando el coste para los ciudadanos. Las familias reales son también menos extensas, y tienden a estar formadas exclusivamente por los reyes y sus hijos. En varios casos recientes hemos visto cómo cualquier escándalo o rebeldía de alguno de sus miembros supone la exclusión: la nueva regla de las familias reales es que solo pueden figurar como miembros los que trabajan para ella y llevan una vida ejemplar. Este modelo de familia real reducida no solo supone un gasto mucho menor, sino también una menor exposición a posibles escándalos.

La abdicación entre los reyes más ancianos es una opción cada vez más frecuente con el fin de mantener el vigor de la institución monárquica. En los últimos años han abdicado Beatriz de Holanda, Alberto de Bélgica y Juan Carlos I, aunque en este último más por asuntos personales que por motivos de salud. El caso de la reina Isabel II, que reinó hasta el último día de su larga vida, ha sido excepcional. Hoy se asume que un soberano debe tener las condiciones físicas y mentales para llevar el peso de la jefatura de Estado a avanzada edad.

La preparación de un heredero a la corona es cada vez más exigente, respondiendo así a la crítica de que el talento no se hereda y de que un príncipe puede heredar un trono sin mostrar capacidad para reinar. Ya no basta con ser el primogénito varón, ya que este principio se ha suprimido en atención a la igualdad entre hombres y mujeres, y se cuida más que nunca la educación y la preparación del heredero; no solo se espera que estudie en las fuerzas armadas como es tradicional, sino también en la universidad, incluyendo a menudo estancias de posgrado en el extranjero.

La corona debe ser un símbolo de excelencia y calidad. En un mercado en el que empresas compiten por crear marcas globales, las casas reales europeas tienen una gran ventaja, pues ya son marcas internacionalmente reconocidas. En tiempos modernos, uno de los principales cometidos de la monarquía es representar lo mejor de su país: por ello, las familias reales aparecen en los actos más emblemáticos, y logran estar inexorablemente asociados a ellos: la familia real británica en las carreras de Ascot, el rey de Suecia en los premios Nobel, el rey de España en los premios Princesa de Asturias etcétera. Las familias reales están presentes en cualquier competición internacional en las que participen sus países, especialmente los Juegos Olímpicos, incluso algunos miembros, desde Harald de Noruega, el príncipe Alberto de Mónaco o el entonces príncipe de Asturias han pertenecido a equipos olímpicos. Por último, la corona otorga el sello de calidad a las principales instituciones y empresas de un país, concediendo el calificativo de Real y permitiendo usar el símbolo de la corona. Son de esta forma un estímulo para la sociedad civil.

Estos cambios han tenido lugar en las monarquías europeas y también en Japón, pero no se han reproducido en el resto del mundo. Hay reyes cuyos modos de vida son altamente cuestionados, como Mohamed VI o Rama X de Tailandia, y por supuesto casas reales como las del golfo Pérsico o el sultán de Brunéi, uno de los hombres más ricos del mundo, que no se rigen por protocolos de transparencia ni mucho menos de austeridad económica, sino todo lo contrario, muestran sin rubor la mayor opulencia.

 

Política exterior y proyección internacional

Un factor clave para explicar el vigor de las monarquías y su creciente popularidad en general es la política exterior y la proyección internacional. En el siglo XXI, toda nación que se precie debe hacer un mayor esfuerzo por mantener una presencia global, con el fin de defender sus intereses, vender sus productos y mantener la imagen adecuada para el país. En este ámbito, las monarquías cuentan con muchas ventajas frente a las repúblicas: tienen un boato y un protocolo ceremonial que hacen que las visitas de Estado para estrechar lazos entre países adquieran una especial relevancia: una cena en Buckingham, en el Palacio Real de Madrid o en el Palacio Imperial de Tokio no es comparable a la sobriedad del protocolo de una república. Donald Trump puso mucho empeño en ser invitado a una visita de Estado a Reino Unido, al igual que varios de sus antecesores en la Casa Blanca: el gobierno británico es consciente del gran activo que supone la Corona para su política exterior, como los son otros gobiernos de monarquías constitucionales, aunque no todos tengan la misma habilidad para sacarle partido.

La experiencia internacional común a casi todos los monarcas, al igual que la red de contactos, no suele ser comparable a la de un jefe de gobierno o un presidente de república que, generalmente, ocupa el cargo ocho años como máximo. Ningún jefe de Estado ha disfrutado de tanta celebridad internacional y por tanto tiempo como Isabel II. Durante décadas, el rey Juan Carlos I fue definido como el mejor embajador de España en su historia, a juzgar por los cambios en el estatus internacional del país durante su reinado. Si bien estos pueden considerarse casos excepcionales, el hecho es que Carlos III ha heredado el reconocimiento internacional de su madre, al igual que Felipe VI se ha convertido, en nueve años de reinado, en un activo indispensable en la proyección exterior de España.

 

«La imagen de riqueza y prosperidad de los países del Golfo no hubiera sido posible sin la determinación de sus soberanos»

 

En el mundo islámico el contraste en la proyección internacional entre las monarquías árabes y las repúblicas es notable. La imagen de riqueza y prosperidad que tienen los países del Golfo no hubiera sido posible sin la determinación de sus soberanos. El hecho de ser reyes absolutos les ha permitido, además, llevar a cabo estos procesos de transformación tan notables sin que nada interceda en su camino; son llamados reyes ejecutivos, y ellos se ven a sí mismos como presidentes de una gran empresa que debe cumplir los objetivos más ambiciosos. La familia real de Emiratos Árabes Unidos ha transformado Dubai en uno de los grandes centros de inversión del mundo y ha culminado este proceso de modernización enviando un astronauta al espacio. El actual emir de Catar fue el principal artífice de que el Mundial de Fútbol de 2022 se celebrara en su país; el rey de Arabia Saudí no solo logró que su país fuera incluido en el G20, sino que incluso ejerció la presidencia del grupo ese año. Con respecto a los reyes constitucionales, tanto el de Jordania como el de Marruecos han conseguido atraer más inversión y apoyo internacional para sus países que las repúblicas que los rodean.

Cuando analizamos la proyección de pequeños países, sobre todo principados, el papel de sus soberanos es especialmente importante. En Brunéi, el sultán ha puesto especial empeño en que la riqueza generada por el petróleo no solo sirva para sufragar su opulento tren de vida sino que sus habitantes disfruten de una envidiable renta per cápita. En Liechtenstein y Mónaco, su imagen de pequeños paraísos de bienestar está estrechamente asociada al protagonismo de sus soberanos.

La relación entre las propias casas reales es generalmente buena, sobre todo entre las europeas, pues muchos de sus miembros están unidos por lazos familiares. Este factor ha contribuido a estrechar relaciones diplomáticas y económicas entre monarquías. Sin embargo, no existe una “internacional monárquica” ni nada parecido, aunque algunos lo hayan insinuado. De hecho, conviene recordar que, a pesar de que las casas reales europeas eran una gran familia a comienzos del siglo XX, esto no sirvió para impedir el estallido de la Primera Guerra Mundial, que acabó con varias de las principales monarquías europeas. Los reyes actuales son conscientes de que, en última instancia, las monarquías se deben a su pueblo y que los problemas no los van a resolver sus hermanos monarcas.

En el mundo actual, hay monarquías de muy diversa índole. Su denominador común es que pueden considerarse factores clave para la modernización y el bienestar de sus países. Tienen además una personalidad especialmente útil para lograr que sus naciones brillen en las relaciones internacionales, lo que supone un gran valor en estos tiempos de desorden multilateral. Aunque, tanto hoy como ayer, como escribió William Shakespeare, la cabeza coronada nunca descansa con tranquilidad.

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