Órdago de Putin en Crimea

 |  4 de marzo de 2014

 

Mark Twain dijo que la historia no se repite, pero rima. Así ocurre con la intervención militar rusa en la península de Crimea. Quienes presienten una segunda guerra fría ven en Ucrania la Hungría de Imre Nagy o la Checoslovaquia de Alexander Dubček –aunque, a diferencia de Praga, los rusos han sido recibidos con los brazos abiertos–. Los nostálgicos del siglo XIX pensarán en la guerra de Crimea, cuando Francia y Gran Bretaña arrebataron el control del mar Negro a la Rusia zarista. Por encima de todo, 2014 es el 100 aniversario de la Primera Guerra mundial, y los eventos en Ucrania constituyen, tanto para Moscú como para Kiev, un casus belli de mayor peso que el asesinato de Franz Ferdinand.

La situación en Ucrania se deteriora a marchas forzadas. El 21 de febrero, en lo que parecía un éxito de las protestas del Euromaidan, desaparece el presidente Viktor Yanukóvich. Ante la aparente victoria de los ucranianos proeuropeos que dominan el oeste del país, estallan los enfrentamientos con los prorusos en el este y sur. Especialmente en la península de Crimea. Tras una serie de enfrentamientos entre tártaros y rusos en Smiferópol, grupos armados toman el Parlamento regional. Al mismo tiempo Rusia, declarando Ucrania en manos de “neofascistas”, realiza ejercicios militares. El 28 de febrero, tropas sin identificación se hacen con el control de los dos aeropuertos de la península. Ese mismo día, el Senado ruso autoriza, en una sesión extraordinaria, el envío de tropas rusas a Ucrania. Se estima que Rusia ya ha desplegado 15.000 soldados en Crimea.

Mantener el control de la península es un imperativo estratégico para Vladimir Putin. La región, antiguo balneario de la aristocracia zarista –tras la Conferencia de Yalta, Winston Churchill la describió como “la riviera del Hades”–, formó parte de Rusia desde su anexión en 1783 hasta su cesión a Ucrania durante el mandato de Nikita Kruschev. Un 60% de la población es rusa. Por encima de todo, Sebastopol es la sede de la flota rusa en el mar Negro. Ante este hecho, la idea de una Ucrania anclada en la órbita occidental es inaceptable –no solo para Putin, sino para el conjunto de la clase política rusa–. Siguiendo el precedente de Osetia del sur –la región de Georgia que Rusia invadió en 2008 con el pretexto de proteger a su población rusa–, Putin intenta poner coto a las ambiciones occidentales.

La posición de Ucrania es aún más desesperada. Arseni Yatseniuk, primer ministro desde el 27 de febrero, ha calificado la intervención rusa como un acto de guerra. El ejército ha movilizado a sus reservistas y el ministro de Exteriores, Sergei Deshchiritsya, ha pedido a la OTAN que salvaguarde la integridad territorial de su país. Se trata de una reivindicación de un acuerdo firmado en Budapest hace 20 años por los gobiernos estadounidense, británico y ruso, comprometiéndose a respetar la independencia y soberanía de Ucrania.

El Memorando de Budapest es papel mojado para Rusia. La cuestión es si lo es para Europa y Estados Unidos, en vista de que no existe una posición común a ambos lados del Atlántico. Alemania no quiere poner en peligro su relación comercial con Rusia. Tampoco Londres, convertido en un paraíso fiscal para oligarcas rusos, quiere adoptar una línea dura con Moscú. La posición americana es menos transigente. Tras una conversación de 90 minutos con Putin, Barack Obama ha advertido que la intervención rusa en Ucrania tendrá un precio elevado. John Kerry, secretario de Estado americano, ha amenazado con sanciones económicas y el boicoteo de la conferencia del G-8 en Sochi. John McCain, senador y antiguo aspirante a la presidencia, ha criticado al ejecutivo por ser demasiado laxo con Putin. Pero incluso McCain descarta la posibilidad de una intervención militar para defender a Ucrania. A la hora de la verdad, para occidente el Memorando de Budapest también es papel mojado.

La intervención rusa desata ecos de 1956 y 1968. Pero ni la Unión Europea ni Estados Unidos están exentos de culpa. Al asumir que Ucrania deseaba acercarse a la UE de forma unánime; al apoyar las protestas contra el gobierno sin imaginar que pudieran desatar una intervención militar, Washington y Bruselas han actuado de manera irresponsable. Ante el órdago de Putin, Occidente se ha quedado sin cartas. Y son los ucranianos quienes cargarán con las consecuencias.

 

Para más información:

Ignacio Ibáñez Ferrándiz, «Análisis de riesgo en la región del mar Negro». Política Exterior 153, mayo-junio 2013.

Jesús López-Medel, «Las dos almas de Ucrania: el cangrejo y el futuro». Política Exterior 149, septiembre-octubre 2013.

José Enrique de Ayala, «Carta de Europa: Unión Europea-Rusia, una convergencia necesaria». Política Exterior 146, marzo-abril 2012.

Carmen Claudín y Valeria Shamray, «Ucrania: algo más que el gas para la UE». Política Exterior 134, marzo-abril 2010.

 

 

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