País doliente: resignificar la violencia

Irmgard Emmelhainz
 |  7 de julio de 2015

Para muchos, la violencia en el México contemporáneo es lo que nos define como país, ya que está presente en la vida cotidiana, en las calles de ciudades, sembradíos en el campo y en los medios de comunicación, en el ámbito de la cultura “alta” y la popular, en la planeación urbana, en escuelas privadas y públicas, en relaciones interpersonales en el ámbito laboral y doméstico, al igual que en los medios masivos de comunicación, Internet, cine y, por tanto, en la mente de todos. El problema de la violencia, por un lado, se percibe como originado en la guerra entre los narcotraficantes y la “guerra contra el narcotráfico”, y se ha intentado darle voz a la queja y al reclamo de las víctimas (vivas y muertas), es decir, mostrar el lado humano de las tragedias. Es por ello que en el espacio sensible ha habido un desfile de víctimas que se nombran para hacerles el duelo colectivamente o que denuncian, reclaman restitución, justicia y visibilidad más allá del desfile mediático de cadáveres.

Podríamos considerar a la violencia en México como la versión local del “nuevo orden mundial”, la manifestación de procesos globales; por ejemplo, la pérdida de competitividad de México con Asia en la última década, el recrudecimiento de las leyes de migración en Estados Unidos, fluctuaciones de precios en Wall Street de alimentos, minerales y otros recursos extraídos por corporaciones trasnacionales en México, la reconfiguración momentánea de las redes operativas del narcotráfico manifestada en una guerra molecular; la crisis alimentaria global y la incipiente imposición de la agroindustria en el campo mexicano, etcétera. Es decir, la violencia en México no es el resultado del funcionamiento anómalo o fallido del Estado, sino una de las múltiples expresiones del actual orden mundial que resulta de la forma de gobernar de las democracias regidas por la economía política neoliberal, ilustrando lo que Aiwha Ong llama “soberanía calculada”. Según esta teoría, en algunas áreas el Estado es sólido y protege (por ejemplo, la industria maquiladora en Ciudad Juárez no fue afectada por la violencia en la ciudad), mientras que en otras está casi ausente –y a veces es sustituido por formaciones privadas de defensa, como las autodefensas o los paramilitares–. De cualquier manera, este mecanismo tiene el doble propósito de permitir que algunas áreas sean flexibles con respecto a los mercados –si no correrían el riesgo de perder su relevancia estructural en la economía neoliberal– y de impedir que no sean un obstáculo para el flujo (legal e ilegal) de mercancías, recursos, dinero y personas.

Con el espacio público y privado saturados de violencia estilizada, realista o minimalista-conceptual, el cuerpo social está en shock permanente (muchos por procuración, aunque en realidad quedan pocas familias que no hayan sido tocadas por la violencia en mayor o menor grado). En este contexto, las expresiones colectivas de duelo son quejas que buscan catalizar el dolor aludiendo a un poder que nos rebasa. En general, los excluidos sociales, la underclass y los pobres están en la situación de la queja, y esta puede servir de oportunidad para alcanzar visibilidad o un lugar en la sociedad.

La identidad de víctima tiene una gran potencia movilizadora: una persona que sufre una pena pasa por una des-subjetivización, e identificarse como víctima implica construir un campo en el que se pueda recuperar la subjetividad cobrando conciencia de sí a partir del dolor. Es decir, la víctima incorpora el daño a su identidad, al tiempo que se empodera aunado a un sentimiento de virtuosidad o heroísmo. Sin embargo, aunque la queja vaya dirigida al poder, en vez de subjetivación política, tiende a ser inscrita dentro del marco de los derechos humanos y de crisis humanitaria. Por tanto, el sufrimiento se convierte en una experiencia cultural y social que no implica disenso o antagonismo, sino proclamarse como excepción. Y aunque cada uno merece ser escuchado, hay épocas terribles en las que la compasión y la empatía no alcanzan para todos los reclamos, como relata el premio Nobel de Literatura, J.M. Coetzee en su novela La edad de hierro.

A pesar de sus poderes terapéuticos momentáneos, la condolencia es queja y, por tanto, ruido que necesita transformarse en discurso político. Las declaraciones colectivas y públicas de excepción opacan, por un lado, las condiciones de reproducción de la violencia: en México, las estructuras de base de la violencia sistémica están emplazadas desde hace 500 años y por eso se han hecho invisibles. Por ejemplo, el racismo inherente al sistema colonial de castas imperante hace que se obstruya la empatía, que el etnocentrismo y el clasismo sean inescapables y que azucen el deseo de los más privilegiados de aislarse en comunidades urbanas cerradas y vigiladas. Lo mismo sucede con las escisiones a partir de clase, raza y cultura en los sectores de protesta entre los “radicalizados” (sindicatos de profesores, viejos grupos guerrilleros en el campo, normalistas, estudiantes), que consideran que la acción directa es necesaria, y la sociedad civil urbana que, aunque en solidaridad, demanda que el movimiento popular de resistencia modere su radicalización.

Debido a la historia de  colonización de México no hay un pacto social por el bien común, y esta es una de las razones que explican la ineficiencia y corrupción de la justicia. Lo que se necesita para combatir la violencia, además de un pacto social en pro del bien común que trascendiera diferencias de clase y de raza, son salarios decentes, que la gente pueda prosperar, organizar sindicatos, establecer controles medioambientales, tener opciones reales en cuanto a transporte y otros bienes de consumo, igualdad en acceso y calidad de mercancías y servicios, etcétera.

Es urgente resignificar la violencia para estimular nuestra capacidad de ver más allá de las tumbas o de su ausencia, eliminando la temporalidad de lo observado: un juego de figurabilidad y de legibilidad, de creación o de cristalización de un discurso. En vez de reclamar o decirle la verdad al poder, la situación demanda darle la espalda con la elocuencia de los Bordadores por la paz y con la tenacidad de los pueblos purépechas en Uruapan que se han autoorganizado para mantener a raya al mandato nacional, estatal y al crimen organizado. Es urgente también poner sobre la mesa los valores que queremos rijan nuestra sociedad, considerando el bagaje colonial y el sistema de castas que la estructuran y el modelo neoliberal extractivo que nos gobierna, si creemos en defender el bien común, a qué nivel y con qué medios.

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