Política como vocación: Hans-Dietrich Genscher

Marcos Suárez Sipmann
 |  4 de abril de 2016

La Alemania de posguerra no podría entenderse sin el gran número de políticos llegados del Este tras la división del país. El ejemplo quizá más claro es Hans-Dietrich Genscher, que cruzó a la República Federal en 1952. Una vez establecido en el Oeste, dedicó su vida a la “política profesional”, oficio en la actualidad objeto de descrédito debido al mal ejemplo de muchos líderes.

El hogar ideológico de Genscher fue el Partido Liberal Demócrata. Convirtió esta formación en verdadero “partido bisagra” y elemento clave hasta el final de la era de Helmut Kohl. Fue el liberal más influyente de las últimas décadas. Entre 1974 y 1985 presidió el partido representado con el amarillo, el color del tradicional jersey que acostumbraba a vestir.

Sin su empeño para lograr la coalición entre socialdemócratas y liberales, probablemente Willy Brandt nunca hubiera llegado a ser canciller. Genscher ocupó en aquel gobierno (1969-74) la cartera de Interior. Como menciona en su libro Mi visión de las cosas (publicado en septiembre de 2015 por la editorial Propyläen), durante esa etapa ocurrió el hecho más dramático de su carrera: el secuestro y posterior asesinato de 11 integrantes del equipo israelí en los Juegos Olímpicos de 1972. “Fue el peor día como miembro del gobierno federal”. Él mismo se ofreció como rehén en lugar de los deportistas. Siempre fue reacio a expresarse en público sobre este terrible acontecimiento. Al igual que sobre su labor política.

Genscher puso su cargo a disposición del canciller. Brandt fue el jefe de gobierno con el que mejor se llevó y no aceptó la dimisión. El fracaso del ataque de la policía para liberar a los israelíes tuvo como consecuencia la creación al año siguiente de la unidad antiterrorista de operaciones especiales GSG 9.

Entre 1974 y 1992 fue ministro de Asuntos Exteriores y simultáneamente vicecanciller. Primero en el gabinete de Helmut Schmidt. En 1982 dio la espalda a esa coalición y se alió con los conservadores de Kohl. Una decisión que disgustó a muchos en su partido. En la socialdemocracia se vivió como una traición.

Genscher apostó en todo momento por el fin de la guerra fría. Su disposición al diálogo era permanente y legendaria. Su habilidad consistía en saber “aproximarse al otro”: escuchar, desarrollar empatía y hablar.

Aun discrepando con Kohl siguió en la década de los años ochenta con la Ostpolitik de Brandt siendo, por ello, el primero en percibir un cambio en la política de Moscú. La Unión Soviética quería implementar reformas económicas y políticas. Y en ese contexto, Genscher supo ver que los países del Pacto de Varsovia tendrían asimismo un mayor margen de maniobra.

 

Administrador de silencios

En general podemos afirmar que dominaba mejor el arte de callar y administrar los silencios que el de hablar. Sus metas en política exterior eran claras: la reunificación alemana y la distensión europea. ¿Cuál fue su estrategia para conseguirlas? La constante búsqueda del equilibrio entre Estados Unidos y la URSS y sus respectivos bloques. Esto marcó su estilo que –recordemos– no gustó a muchos de sus aliados. La expresión “genscherismo” fue acuñada, de forma despectiva, por halcones como Margaret Thatcher y Ronald Reagan para referirse a una actitud según ellos débil y de concesiones; la diplomacia ambigua y sin rumbo fijo de un socio poco fiable. No obstante, fue esa actitud dialogante –pese a su claridad, como cuando condenó la invasión soviética de Afganistán en 1979– la que a la postre llevó al éxito.

En sus memorias confiesa que entre las muchas personalidades que trató la que más le impresionó fue el expresidente egipcio Anuar el Sadat. Compartía con él la convicción de que el futuro de la región pasaba por la paz con Israel. Relata la última vez que se vieron en El Cairo: en la despedida, Sadat le miró a los ojos y retuvo su mano un tiempo entre las suyas. Al marchar, Genscher comentó al embajador alemán que le acompañaba: “Acabo de decir adiós a una persona a la que nunca volveré a ver”. Pocos meses después Sadat moría víctima de un atentado.

En Alemania el incansable diplomático ocupó durante 33 años su escaño en el Bundestag. ¿Fue un político querido por la población? No sería exacta una respuesta afirmativa. En el ámbito doméstico, sus bandazos resultaron demasiado contradictorios; sus motivos, opacos; su persona, reservada. Aunque sus amistades y colegas destacan un enorme sentido del humor.

Sí fue, por el contrario, un político popular. Una conocida y cariñosa caricatura lo presentaba como el elefante volador en referencia a sus prominentes orejas: “Genschman”, el salvador del mundo.

 

 

Reunificación alemana

Hay una escena grabada en la memoria colectiva de los alemanes. Cuando en el balcón de su embajada en Praga, el 30 de septiembre de 1989, comunicó a miles de alemanes orientales: “Hemos venido a informarles que su salida…”. El resto de la frase se perdió en una indescriptible explosión de júbilo. El propio Genscher explica en la obra mencionada: fue “el momento más conmovedor de mi vida política”.

Sin duda, la coronación y obra maestra de su trayectoria fue el Tratado 2+4: el acuerdo firmado en 1990 entre las dos Alemanias y las potencias Francia, Reino Unido, EEUU y URSS daba luz verde a la reunificación. Genscher insistió en este orden y no 4+2, centrando así el protagonismo en Alemania y no en las antiguas fuerzas de ocupación que daban su consentimiento.

En aquel año recibió el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional por su “decisiva actitud en los procesos de desarme, su esfuerzo por crear un sistema de seguridad paneuropeo en el marco de los Acuerdos de Helsinki y su defensa de los derechos humanos”. Genscher siempre puso de relieve que la caída del Telón de Acero solo fue posible gracias al proceso iniciado en 1975 mediante la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, institucionalizada como organización 20 años después.

En abril de 1992 abandonó de modo súbito el cargo. Se especuló sobre su política hacia la antigua Yugoslavia, que le valió muchas críticas. En particular, el reconocimiento ¿precoz? de Eslovenia y Croacia durante la guerra de 1991. Lo único cierto es que se hubiera reducido el daño con una intervención a tiempo. Y, desde luego, su papel en el conflicto ha sido sobrevalorado. No fue él quien destruyó Yugoslavia. Fiel a sus silencios, Genscher se limitó a decir: “Lo más importante para un político es saber cuándo ha de marcharse”. Con toda probabilidad las razones fueron ver cumplidos sus sueños de reunificación y distensión.

Su peso internacional volvió a quedar demostrado en 2013, cuando logró la liberación del opositor ruso Mijail Jodorkovski de la cárcel y su salida de Rusia rumbo a Berlín, donde mantuvo un encuentro con él.

Sus sucesores: Klaus Kinkel, Joschka Fischer y el recientemente fallecido Guido Westerwelle siguieron su ejemplo buscando solucionar los conflictos por vías del consenso y la armonía. También el actual titular de Asuntos Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, como muestra su negociación con Rusia para frenar la guerra civil en Ucrania.

Sin embargo, pacifismo y moderación encuentran sus límites en la era de la globalización. La lucha contra el terrorismo, la crisis del euro, los refugiados… llevan a una política exterior alemana más firme. La diplomacia de Berlín, muy influida por Genscher, se prepara para estos cambios.

Genscher conformó de manera decisiva la historia alemana y europea del último tercio del siglo XX. El ministro de Exteriores de un Estado democrático no es imprescindible. Nadie lo es. Pero podemos afirmar que el hecho de que la revolución de 1989 transcurriera pacíficamente se debe en buena medida a él. Solo esa razón es ya suficiente para estarle agradecidos.

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