Oriente Próximo (Oriente Medio es un anglicismo) ha sido, durante siglos, espacio de conquista y de conflicto. A partir de Mahoma y el Corán en el siglo VII, desde la actual Arabia Saudí, el mundo árabe y el Islam se expandieron por toda la región y también por el norte de África y la península Ibérica (único lugar en el que el Islam retrocedió por la Reconquista).
Esta expansión continuó por pueblos no árabes, en buena parte de África, la actual Turquía, el sureste europeo y, hacia el este, por Asia Central, Irán, Pakistán, India y buena parte del Sureste Asiático. El momento de máximo esplendor histórico para los árabes llegó con el Califato de Bagdad, que acabó en el siglo XIII con las conquistas mongolas y, ya a principios del siglo XVI, con la incorporación de la región al Imperio Otomano, después de la derrota bizantina y la caída de Constantinopla.
Desde entonces, lo que hoy llamamos el mundo árabe ha estado sometido a una potencia no árabe (los mongoles y luego los otomanos), con presencia creciente de las potencias europeas (especialmente, Francia y Reino Unido). Con la desaparición del Imperio Otomano, después de la Primera Guerra Mundial y el establecimiento de la República Turca en 1923, la región pasó a depender fundamentalmente del colonialismo francés y británico (los acuerdos Sykes-Picot son su paradigma) y, en mucha menor medida, de Italia o España. Además de su interés geopolítico, como escenario de disputa entre las potencias europeas, se suma la importancia vital desde el punto de vista geoeconómico, al disponer de enormes reservas de hidrocarburos fósiles, fundamentales para el crecimiento de los países occidentales.
Los procesos de descolonización posteriores a la Segunda Guerra Mundial dan lugar al establecimiento de diferentes Estados independientes que son los que hoy conocemos. Sin embargo, Occidente (incluido en el pasado más reciente, Estados Unidos) ha mantenido su influencia en la región, propiciando regímenes aliados (incluidos Irán y Turquía) y apoyando sistemas políticos autoritarios (y corruptos) pero que garantizaban la estabilidad de los suministros energéticos necesarios para sus economías. Fueron unas independencias “tuteladas”, aunque cada vez más mediatizadas en el contexto de la guerra fría, que abrió pronto dinámicas diferentes que, en buena medida, subsisten hoy.
«Tras las independencias, Occidente mantuvo su influencia en la región, propiciando regímenes aliados y apoyando sistemas políticos autoritarios (y corruptos) pero que garantizaban la estabilidad de los suministros energéticos»
La más importante tiene su punto de ignición en Egipto, después del derrocamiento del rey Faruk por los “oficiales libres”, liderados por el nacionalista panárabe Gamal Abdel Nasser, quien proclamó la república, en 1953. En 1956, Nasser decreta la nacionalización del Canal de Suez, bajo control de Francia y Reino Unido hasta entonces. La respuesta fue la intervención militar franco-británica (con la ayuda de Israel), hasta que son obligados a retirarse por el presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower, quien no quería enajenarse una región que podía caer rápidamente bajo la órbita soviética.
Tal desenlace, percibido como un gran triunfo, enardece el nacionalismo panárabe, de naturaleza laica y prosocialista, y que tiene a Nasser como su gran héroe y adalid. No en vano, Egipto es el país árabe más populoso y con gran capacidad de influencia sobre el conjunto. Tal efecto difusor se concreta en la aparición de regímenes de naturaleza inicial similar (a través del partido Baaz) en Siria, Irak, Libia o Sudán, además de los surgidos de la descolonización francesa, como Argelia y Túnez, y de inspirar el movimiento palestino, a través de Al Fatah.
Todos ellos, de forma más o menos expresa, se encuadran en el llamado Movimiento de Países No Alineados (próximos en diferente grado a la Unión Soviética) frente a EEUU, gran valedor y protector de Israel. Algunos de estos países propician movimientos de unidad árabe entre diferentes Estados, aunque ninguno de ellos cuaja ante los nacionalismos locales. En cualquier caso, es el auge del panarabismo, en el que el componente religioso es importante pero lo es más el nacionalismo y la recuperación de la autoestima después de siglos de sometimiento a potencias foráneas.
El canto de cisne de este movimiento se produjo en 1967, durante la guerra de los Seis Días, en la que Israel obtiene una gran victoria sobre Egipto, Jordania y Siria, provocando el fin de la estrella de Nasser, quien dimite aunque la presión militar y popular le lleva a dar marcha atrás a esa dimisión. Nasser fallece poco después, en 1970, y es sustituido por su mano derecha, Anwar el Sadat. A partir de entonces, se inicia el declive imparable del panarabismo y el ascenso del panislamismo como elemento aglutinador de la región (y más allá, especialmente después de la proclamación de la República Islámica de Irán, en 1979, derrocando al Sha Reza Pahlevi, gran aliado de EEUU).
La ruptura definitiva del sueño panárabe viene de la mano de Sadat, después de la guerra del Yom Kippur, en 1973, que termina prácticamente en tablas y que lleva a Sadat a alejarse de la Unión Soviética y acercarse a EEUU. La conclusión fue la Paz de Camp David entre Israel y Egipto, la ruptura del bloque árabe y el abandono del liderazgo mantenido hasta entonces por Egipto. A ese nuevo alineamiento se sumaría Jordania en 1994. Por cierto, a Sadat tal audaz movimiento le costó que la Liga Árabe expulsara a Egipto y se desplazara de El Cairo a Túnez; y también su propia vida en manos de un militante islamista en 1981.
«La ruptura definitiva del sueño panárabe viene de la mano de Sadat, después de la guerra del Yom Kippur, que termina prácticamente en tablas y que lleva a Sadat a alejarse de la Unión Soviética y acercarse a EEUU»
Desde entonces, el panarabismo no ha levantado cabeza, a pesar de que el resto del mundo árabe no haya reconocido a Israel mientras no se solucionara el problema palestino sobre la base de los dos Estados.
La región ha vivido en las últimas tres décadas varios acontecimientos dramáticos y disruptivos, desde la primera guerra del Golfo (1991), para retrotraer la invasión de Kuwait por el Irak de Sadam Hussein, a las llamadas Primaveras Árabes de 2010-11, que afectaron fundamentalmente a los regímenes republicanos, autoritarios y corruptos y que, tras diversas vicisitudes, con la frágil excepción de Túnez, han devenido en golpes militares (como en Egipto) o en trágicas guerras civiles, como en Libia o Siria. Sin olvidar el tremendo trauma que ha supuesto la intervención militar britano-estadounidense en Irak y Afganistán.
Todo ello ha desembocado en un nuevo escenario que se caracteriza por el repliegue de EEUU de la zona, el papel irrelevante de la Unión Europea y la entrada en liza –de nuevo– de potencias no árabes, con pretensiones de influencia cuando no hegemónicas, como Rusia, Turquía o Irán.
El marco es la pugna geopolítica entre Irán, Turquía y Arabia Saudí, para ejercer su supremacía sobre el mundo musulmán. Desde una potencia chií, una potencia suní no árabe y un régimen árabe suní (Guardián de los Santos Lugares), cada uno de ellos con su juego de alianzas, muchas veces de geometría variable y no siempre homogéneas. En eso estamos ahora, ya sea en Yemen, en Siria o en Libia.
A este escenario se han sumado los Acuerdos de Abraham, que han permitido a buena parte del mundo árabe desvincularse del conflicto palestino para normalizar su relación con Israel. Un nuevo paradigma que hay que analizar a fondo, aunque las motivaciones hayan sido muy distintas según los casos.
El llamado “mundo árabe” solo subsiste en las calles y en algunas élites intelectuales. En la política, prima la pugna geopolítica sobre un sentimiento panarabista o panislámico. Este segundo sentimiento corre el evidente riesgo de derivar hacia el panislamismo radical y convertirse en el campo de batalla entre las diferentes potencias en presencia. El primero fue pero ya no es. La alianza subordinada entre Egipto y Arabia Saudí (regímenes muy distintos que comparten enemigo común) es buena muestra de ello. En el futuro, es probable que el panarabismo pueda resucitar desde Egipto. Hoy por hoy, sin embargo, no podemos vislumbrarlo más que en un horizonte incierto y lejano.