En el universo desquiciado de esta Casa Blanca, el bombardeo de insultos suele preceder al despido. GETTY

Rexit

Jorge Tamames
 |  17 de octubre de 2017

Pobre Rex Tillerson. Hace menos de un año, el presidente de Exxon Mobil lo tenía todo. El poder y prestigio que conlleva dirigir una empresa del tamaño de un Estado –más de 80.000 empleados, operaciones en casi 200 países–, con una jubilación dorada (compensación de 180 millones de dólares, fortuna de 300, tiempo de sobra para cazar en sus múltiples ranchos) esperándole a la vuelta de la esquina. La buena vida. O, por lo menos, la concepción que de ella tiene un multimillonario texano hecho a sí mismo. En ese momento cometió el error de su vida: aceptó convertirse en el secretario de Estado de Donald Trump.

Hoy Tillerson se encuentra en una tesitura lamentable. Intenta sobrevivir en una administración que un influyente senador republicano acaba de definir como una “guardería para adultos”, a punto de embarcarse en “la tercera guerra mundial”. La relación con su jefe es pésima. Según NBC, Tillerson se planteó dimitir este verano. Frustrado por las arengas de Trump a un grupo de boy scouts (inadmisibles para un incondicional de esta organización) y su intento de multiplicar por diez el arsenal nuclear estadounidense, el texano terminó por describir a su jefe como un «fucking moron«. Un puto cretino, en román paladino. Pero el 5 de octubre se desdijo: en una rueda de prensa humillante, Tillerson alabó al presidente y aseguró que no planea abandonar su cargo.

Rexit pospuesto, pero no por mucho tiempo. Trump continua humillando públicamente a su secretario de Estado. El 10 de octubre, en una entrevista con la revista Forbes, le sugirió realizar un test de coeficiente intelectual para establecer quién de los dos es el fucking moron. En el universo desquiciado de esta Casa Blanca, el bombardeo de insultos suele preceder al despido.

 

 

No es difícil compadecerse de la posición en que se encuentra Tillerson. Representar internacionalmente a una administración con problemas de imagen inmensos es una tarea ingrata. Más aún cuando la política exterior de Trump, que da bandazos a golpe de tuit y depende de asesores sin experiencia como su yerno Jared Kushner, le impide desarrollar una acción exterior coherente. En más de un frente –ante la guerra civil siria o el tratado nuclear con Irán–, la postura de Tillerson, de por sí agresiva, se ha visto completamente socavada por acciones beligerantes de Trump. En un extenso reportaje publicado recientemente por The New Yorker, un diplomático asiático cuestiona la utilidad de la diplomacia estadounidense en la era de Trump: “¿Para qué llamar a la embajada cuando lo único que importa es lo que tuitea el presidente?”.

El mismo párrafo de ese reportaje recoge fracasos considerables del propio Tillerson. Cinco meses después de las elecciones surcoreanas y ante el estallido de tensión con Corea del Norte, Seúl continúa sin un embajador estadounidense y Tillerson no ha nombrado a un subsecretario de Estado para Asia y el Pacífico. En el Senado, Tillerson solo ha confirmado 30 de 148 nombramientos políticos para su departamento. La falta de personal es acuciante desde su llegada al departamento. Siguiendo instrucciones de Trump, Tillerson apoyó recortar en casi un tercio el presupuesto de la diplomacia estadounidense. Una medida que dejó al departamento de Estado profundamente desmoralizado y frustrado con Tillerson, que lo dirige a través de un grupo reducido de asesores.

Rich Lowry, editor de la revista National Interest, señala que los secretarios de Estado republicanos se dividen entre los que logran el respeto de su departamento a costa del de sus superiores y los que desarrollan la relación contraria. El problema de Tillerson es que ha decepcionado tanto al cuerpo diplomático como al presidente. Y no puede exhibir logros para contener este doble rechazo. La artífice del endurecimiento de sanciones a Corea del Norte es Nikki Haley, embajadora de EEUU ante la ONU. Los militares que rodean a Trump, como el secretario de Defensa James Mattis y el Consejero de Seguridad Nacional, H. R. McMaster, han sido más hábiles a la hora de moderar las ocurrencias de Trump y obtener el respeto de sus subordinados. Tillerson, que dedicó su carrera a Exxon, no está acostumbrado a que se cuestionen sus decisiones ni a maniobrar en el ecosistema de Washington, D.C.

Esta mezcla de torpeza y prepotencia le ha granjeado un rechazo casi unánime en la capital. Como señala Jonathan Swan, a Tillerson se le acumulan los enemigos. La prensa, sulfurada por su falta de transparencia, le tiene poca simpatía. El Congreso le está perdiendo el respeto, al igual que varias figuras clave en la administración. Y el conjunto del establishment de política exterior aconseja su dimisión: desde el neoconservador Max Boot (“ha sido mucho peor de lo que imaginaba, y no era un fan para empezar”) al exasesor de Obama, Ilan Goldenberg (“será recordado como el peor secretario de Estado de la historia”), pasando por Lowry y Richard Haass, director del influyente Council on Foreign Relations.

 

 

A estas alturas el relevo de Tillerson parece inevitable. La cuestión es si su sustituto (podría ser Haley, pero también suena Mike Pompeo, director ultraconservador de la CIA) será capaz de dirigir a la diplomacia estadounidense con un mínimo de sensatez. El listón que deja Tillerson es fácil de rebasar. Lo que no parece factible en la era Trump es el desarrollo de secretarios de Estado eficaces y una acción exterior coherente.

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