Supermayoría: la larga década de la oposición venezolana

Carmen Beatriz Fernández
 |  11 de diciembre de 2015

“No hay plenas garantías de que el voto sea secreto, el árbitro está parcializado, hace lo que le viene gana y siempre juega a favor del oficialismo. En esas condiciones no vale la pena participar, pues hacerlo implicaría legitimar por la vía democrática a un presidente que tiende a lo autoritario”. Corría 2005 y esos eran los argumentos que se imponían al seno de la oposición en Venezuela. Cerca de la mitad de los votantes opositores desconfiaban de Consejo Nacional Electoral y se resistían a ir a votar.

Entre la dirigencia del partido opositor Primero Justicia venía dándose una fuerte discusión puertas adentro sobre si concurrir o no a las urnas electorales. La corriente que lideraba Julio Borges enfatizaba la necesidad de participar, mientras que la de Leopoldo López se resistía a ello y consideraba que dejar de hacerlo terminaría debilitando al gobierno nacional ante los ojos del mundo. A solo una semana de la cita electoral, el partido Acción Democrática retiró a sus candidatos y esa fue la clara señal de partida para que el resto de las candidaturas opositoras también lo hicieran. Más de 500 candidatos se retiraron esa semana de la contienda. Pero la elección continuó con el mismo cronograma originalmente previsto y el 4 de diciembre de 2005 el chavismo se hizo con los 167 escaños del parlamento nacional.

Diez años después, las condiciones electorales objetivas habían empeorado: hubo gerrymandering o arreglos circuitales a conveniencia, las reglas del juego electoral se cambiaron con harta frecuencia durante el proceso, una opción electoral chavista clonaba la tarjeta opositora y hacía campaña electoral a favor de una falsa oposición, desde la Contraloría General de la Nación se inhabilitó a varios candidatos opositores en plena campaña, y había más de 80 presos políticos. El chavismo había consolidado su ansiada hegemonía comunicacional y vociferaba desde un amplio entramado de medios de comunicación que incluía más de 250 emisoras radiales, cuatro canales de televisión, numerosos medios impresos y una autocensura en los medios privados que copiaba la línea editorial oficialista. Todo ello hacía del discurso electoral un mensaje recurrente y onmipresente. El árbitro siguió estando parcializado, actuó con frecuencia como un jugador más a favor del oficialismo y de forma deliberada emitía con regularidad un mensaje descorazonador: “Sí. Estamos parcializados. ¿Y qué?”.

Se dio la más desbalanceada contienda de la historia reciente venezolana. Aún así, cada abuso, cada afrenta, cada arbitrariedad, era visto por el elector como un motivo de resiliencia personal y de terquedad democrática. El elector opositor estuvo fuertemente comprometido a votar y sus niveles de participación fueron mucho más altos que entre el chavismo tradicional. Con más de dos millones de votos y casi veinte puntos de holgura, la oposición consiguió hacerse con las dos terceras partes del parlamento.

Los anglosajones llaman a esto supermayoría. El término me resulta apropiado, pues es exactamente eso: una mayoría todopoderosa; así la concibe la Constitución. Para entender su magnitud puede bastar recordar que el Hugo Chávez, con todo su enorme poder, nunca logró una mayoría de 2/3 en la Asamblea Nacional.

 

Oposición dividida

Llegar hasta este punto implicó recorrer un camino espinoso y lleno de dificultades en el interior de la propia Mesa de Unidad Democrática. Las diferencias internas son muchas y la oposición es muy variopinta en lo ideológico y lo personal. Más allá de las pugnas de 2005 que anticipaban lo que sería una permanente distinción, durante la década pasada se dieron interminables discusiones sobre el mejor camino por recorrer. El camino institucional y electoral era visto con desprecio por algunos que animaban los atajos no institucionales. Y la lucha cívico-electoral era vista por otros como cosa de timoratos, ante la posibilidad de acciones de calle más agresivas. Aún así, la convicción de que el enemigo externo era poderoso e inescrupuloso hizo posible la tan necesaria unidad: unidad de propósito en el activismo y unidad perfecta en lo electoral.

Hoy el cambio es un anhelo consensuado de toda la sociedad venezolana: chavistas, neutros y opositores. Los que votaron y también quienes se abstuvieron como postura de rebeldía ante el gobierno. ¿Qué puede hacer esa supermayoría? Casi que de todo. Puede censurar ministros, puede objetar endeudamientos, puede impedir que el presidente salga de viaje, puede reinstitucionalizar el país a partir de la constitución de nuevos poderes públicos. Y puede también promover la salida de Nicolás Maduro de la presidencia de la República. ¿Debe hacer esto ultimo? A mi juicio no. Es un error poner el foco en lo político, cuando la crisis es sistémica y tan grave en lo socioeconómico. El país requiere una pausa política. Sin embargo, si el oficialismo rechaza los controles y exigencias que le impone el nuevo Parlamento, y de alguna manera impide el cambio necesario, la destitución terminará ocurriendo.

Este final del ciclo debe poner las bases para un mejor país: más próspero en lo económico y más tolerante en lo político. Los nuevos parlamentarios están obligados a actuar a partir de esta premisa. El oficialismo deberá entenderse a sí mismo como minoría política y actuar apegado a los controles y exigencias que le imponga el nuevo Parlamento. Por su parte, la nueva mayoría opositora debe entender su condición mayoritaria con sentido de grandeza y amplitud. Comprender que la justicia no tiene que ver con la venganza y evitar repetir esos abusos de las mayorías que por tanto tiempo cometió el chavismo. La nueva mayoría opositora está obligada a mantenerse como Unidad y como mayoría. Y postergar todo elemento de desunión, que tiene siempre que ver con las apetencias electorales/presidenciales de cada quien, para concentrarse en las urgentes demandas de un país que vive la más espantosa de las crisis.

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