Tailandia permanece dividida

 |  16 de diciembre de 2013

Tailandia afronta una crisis política de difícil resolución. Durante la última semana se han multiplicado en Bangkok las protestas antigubernamentales de los camisas amarillas, y los enfrentamientos con los camisas rojas que apoyan a la Primera Ministra, Yngluck Shinawatra. El 25 de noviembre, 150.000 camisas amarillas se manifestaron en Bangkok; el día siguiente ocuparon varias comisarías de policía y ministerios públicos ante la pasividad de los cuerpos de seguridad tailandeses. Su objetivo es lograr la dimisión de Shinawatra, que ha mostrado intención de hacer concesiones pero no de dimitir.

El detonante de las protestas es una Ley de Amnistía elaborada en noviembre y destinada a permitir el regreso a Tailandia de Thakin Shinawatra, magnate de la telefonía, hermano de Yngluck, y Primer Ministro entre 2001 y 2006. Condenado en 2008 por un caso de corrupción, Thaksin se encuentra autoexiliado en Dubai, pero no ha renunciado a sus ambiciones políticas. Ante semejante decisión las manifestaciones no se han hecho esperar, y han causado una crispación considerable. Al menos cuatro tailandeses han muerto ya durante las protestas.

Aunque los camisas amarillas puedan parecer un movimiento ciudadano reivindicativo, están lejos de ser los indignados tailandeses. En verdad son lo contrario. Su líder, Suthep Thaugsuban (en la foto), es un político envuelto en los mismos casos de corrupción que critica en la familia Shinawatra. Los camisas amarillas representan a la clase media de Bangkok, partidaria del ejército y la monarquía de Bhumibol Adulyadej. Ambas instituciones mantienen un importante control sobre la democracia del país, por lo que el experto en Tailandia Giles Ji Ungpakorn describe el enfrentamiento entre rojos y amarillos como una lucha de clases, en la que los camisas amarillas representan la dominante. Thaksin Shinawatra, que los enfureció con un programa redistributivo y la implantación de un sistema de sanidad universal, fue derrocado por el ejército en 2006.

El golpe de Estado inició un periodo convulso en Tailandia. En 2010, los camisas rojas –en su mayoría provenientes de áreas rurales pobres– se manifestaron contra el ejecutivo de Abhisist Vejjajiva. El ejército respondió entonces con una dura represión, que dejó 88 muertos y no llegó a ser investigada, a pesar de la creación de una comisión para tal fin. Las fuerzas armadas se han mantenido al margen de las protestas actuales, en parte porque el Yngluk Shinawatra se ha negado a emplearla para reprimir las protestas. Con esta medida la Primera Ministra pretende, además de evitar nuevas masacres, ahorrarse la enemistad de una institución que simpatiza con las reivindicaciones de los camisas amarillas.

La situación parece difícil de gestionar, y más aún en un momento en que decae el crecimiento económico del país. Tailandia es la segunda mayor economía del sudeste asiático, y una parte considerable de sus ingresos proviene del turismo. El gobierno teme que las protestas perjudiquen a este sector de la economía, por lo que considera urgente resolver la situación actual.

En 2011 las urnas dieron una claro mandato a Yngluck Shinawatra. Su partido, Pheu Thai, ganó una mayoría absoluta en el parlamento tailandés. Y ante este hecho resulta inaceptable pedir la intervención del ejército en política, como están haciendo los camisas amarillas. Si bien la familia Shinawatra no está por encima del bien y del mal –a la supuesta corrupción de Thaksin se suman las violaciones de derechos humanos que caracterizaron su “guerra contra las drogas”–, los métodos de la oposición son cuestionables en el mejor de los casos. Lo que es evidente es que el gobierno no dimitirá como consecuencia de las amenazas, y que una intervención del ejército dañaría profundamente la frágil democracia tailandesa.

 

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