Nicolás Maduro, durante una ceremonia en el ministerio de Defensa, en Caracas, Venezuela, el 24 de mayo de 2018. GETTY

Venezuela: la frontera final de la utopía

Carmen Beatriz Fernández
 |  25 de mayo de 2018

El día 19 de mayo, en vísperas de las elecciones presidenciales convocadas por la Asamblea Constituyente de Nicolás Maduro, un tópico se hizo tendencia en Venezuela en las redes sociales durante todo el sábado: #RoyalWedding. Ello por sí solo es indicador de lo poco interesantes que eran las votaciones a las que estaban convocados los venezolanos al día siguiente, que en cifras oficiales arrojaron un 52% de abstención.

La coletilla “oficial” en el dato de participación es relevante, porque las cifras no oficiales reportadas por Reuters a las 6 de la tarde (hora formal del cierre de las mesas) eran del 32%. Unas horas después, cuando se anunció el primer parte, el dato subió hasta el 48%. Aún dándolo por bueno, un 52% de abstención es marca récord en la que fue la democracia más antigua de la región. En 1958 se estrenó la democracia venezolana con apenas un 6,6% de abstención. Y fue creciendo en procesos subsiguientes: en 1963 al 7,8%; en 1968, 3,3%; en 1973, 3,5%; en 1978, 12,5%; en 1983, 12,3%; en 1988, 18,1%; en 1993, 39,9%; en 1998, la primera victoria de Hugo Chávez tuvo un 36,5% de abstención; en 2000, 43,4%; en 2006, 25,3%; en 2012, la de Henrique Capriles contra Chávez, alcanzó un 19,5%; y en 2013, cuando Maduro fue anunciado ganador, el 21,4 %.

La abstención es la expresión de apatía y descontento de la mayoría del electorado a una convocatoria írrita en otro intento de Maduro por “huir hacia adelante”. Convocó a unas presidenciales adelantadas mientras se negociaban las condiciones electorales en República Dominicana y a espaldas de estas, como ardid que buscaba atropellar el proceso de diálogo. El llamado a las urnas fue hecho por la Asamblea Nacional Constituyente, que a su vez había sido otra huida hacia adelante madurista para escapar del referéndum revocatorio.

Los partidos de la Mesa de la Unidad Democrática, con los ahora ilegalizados Primero Justicia y Voluntad Popular a la cabeza, así como la Iglesia y un amplio conglomerado de fuerzas sociales agrupadas bajo la denominación común de Frente Amplio, decidieron no participar electoralmente. Han clamado fraude de la convocatoria, del proceso y de las propias elecciones. No están solos: 44 países han hecho lo mismo, incluidos los multilaterales G7 y Grupo de Lima.

 

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Pero cantar fraude suele ser común entre quienes pierden elecciones. ¿Qué es lo que lo hace diferente esta vez? Bien sabemos que no hay elecciones totalmente perfectas. No las hubo en la democracia venezolana, y desde 1998 se han ido haciendo progresivamente más imperfectas. Todos los políticos se aferran al mando y son las instituciones las que le ponen freno a las desmedidas apetencias del poder, naturales en el ethos del político. Podríamos decir que “los políticos son chavistas por natura”, parafraseando al politólogo polaco Adam Przeworki. Pese a su retórica utópica, o más bien por ella misma, desde la llegada de Chávez a la presidencia su mayor empeño estuvo en la destrucción del andamiaje institucional.

El símil de la cancha inclinada que tanto se usa para definir sistemas electorales desequilibrados es muy bueno: la cancha se ha ido progresivamente inclinando hasta hacerle prácticamente imposible al jugador opositor meter goles. Pero ahora se ha ido más lejos en tres sentidos muy perversos. En primer lugar, el gobierno se abrogó la potestad de escoger a su contendor. Cualquier opositor con estatura suficiente como para poder retarle en una contienda presidencial está preso, exiliado, inhabilitado o muerto. Segundo, esta vez los electores están incompletos. Se calcula que unos cuatro millones de venezolanos, o hasta el 20% del padrón electoral, han salido de las fronteras nacionales. En teoría tendrían derecho a voto, pero solo 100.000 están registrados para hacerlo, pues las trabas administrativas para hacerlo son muchas y variadas. Tercero, la hiperinflación impide cualquier rastro de normalidad electoral. Es un proceso que lleva a millones de personas a no aspirar diariamente a ir más allá de la mera subsistencia. En este contexto, el gobierno instaló un sistema de electoral que es en realidad un aparato de dominación social basado en el hambre. La hiperinflación venezolana es un monstruo de proporciones apocalípticas que genera muerte, destrucción y éxodo a su paso ¿Cómo puede el responsable de ese monstruo haber sido reelecto? Solo con un fraude de similar tamaño.

 

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Fuente: The Washington Post

 

Pocos países del mundo han reconocido al mandatario “re-electo”. Rusia, China, Cuba, Turquía, Siria, Irán, Bielorrusia, Nicaragua y Bolivia son algunas excepciones. El listado parece el de miembros de un sórdido club de autoritarismos, pero un esfuerzo por detener la catástrofe venezolana deberá incluir a alguno de estos países, probablemente a la propia Cuba, como actor clave.

El futuro no luce prometedor en el corto plazo. La presión poselectoral seguirá, vendrán más sanciones, la asfixia financiera se consolidará, habrá más episodios de enajenación de activos petroleros y se profundizará el éxodo de venezolanos por tierra, con fuertes presiones demográficas a otras naciones de la subregión. Cada “huida hacia delante” de Maduro ha conducido al país, y a sí mismo, a un abismo más profundo. Finalmente, se impondrá el equilibrio tras un costoso proceso, que nadie puede prever en detalle pero que ya se asoma en las presiones internacionales, los movimientos institucionales de la Asamblea Nacional y la profunda inquietud en el sector castrense.

Quedará una certeza: Chávez soñó la utopía y Maduro hizo realidad la distopía.

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