Según la Unesco, la región invierte de media en educación el 4,3 % del PIB, muy por debajo del 6% que la ONU considera deseable. Mientras que Haití solo alcanza el 1,2 %, Bolivia ronda el 8%. Pero en casi todos los casos los sistemas cuentan con serias deficiencias de calidad. Estas explican entre otras cosas, el estancamiento de la productividad laboral, el escaso valor agregado de las exportaciones y el hecho de que en torno al 30% de las empresas no encuentre trabajadores calificados.
Argentina, Brasil y México ofrecen matrículas gratuitas –o tasas simbólicas– en universidades públicas de primer nivel. La otra cara de la moneda es que la argentina UBA, la brasileña USP o la mexicana UNAM, solo admite al 8% de postulantes al año.
Los precios de las tasas no incluyen gastos indirectos –transporte, materiales, alojamiento…– que suelen representar el 30% de los ingresos de los hogares más pobres. En Chile, los costes asociados a la educación superior pueden superar los 2.500 dólares anuales por estudiante, prohibitivos para el 40% más pobre. Según el Banco Mundial, el 10% más rico concentra el 55% de los ingresos.
Sin transformación industrial local de las exportaciones, el mejor medio de añadirles valor y de crear empleo de calidad, los empleos disponibles se crean en sectores extractivos o agrícolas, generalmente inestables y mal remunerados. Aunque hay excepciones –el sector automotriz mexicano o el aeroespacial brasileño, por ejemplo– la región vive de los recursos que proporcionan la tierra y el subsuelo y no de lo que sus universidades y centros de innovación aportan.
Los bajos sueldos y la escasez de oportunidades impulsan, a su vez, la fuga de talentos. Más de la mitad de los ocho millones de venezolanos que abandonaron su país tienen educación superior. Es un caso extremo, pero no…
