El regreso arrollador de Donald Trump a la Casa Blanca, con su avalancha de órdenes ejecutivas presidenciales y una guerra arancelaria en la que no distingue entre amigos y adversarios, monopoliza la actualidad informativa en los meses transcurridos desde su toma de posesión el 20 de enero. A la hiperactividad del presidente norteamericano se suman una guerra cronificada en suelo del viejo continente y los muy graves acontecimientos en el cercano Oriente Medio. Ante semejantes desafíos, tan inmediatos y cercanos, en Europa apenas quedan fuerzas para preocuparse de los más de medio centenar de conflictos armados activos en el mundo, entre ellos el del subcontinente indio, con epicentro en la región de Cachemira. Resulta, pues, casi inevitable caer en la tentación de ignorarlos en el rincón de los asuntos secundarios. No deberíamos.
Hay poderosas razones para prestar atención al desarrollo de los acontecimientos en Cachemira. Tanto por la entidad de los contendientes directamente implicados, dos gigantes demográficos dotados de armas nucleares, como por el entorno regional inmediato, dominado por una República Popular China dispuesta a hacer valer su condición de gran potencia comercial y tecnológica, pero sin descartar su creciente superioridad militar convencional y, por supuesto, también nuclear.
La conflictividad en la región tiene raíces históricas de largo recorrido desde ya antes de la independencia de ambos países en 1947. La partición de esta colonia británica en esa fecha derivó, desde los primeros momentos, en disputas étnicas y religiosas, y en desplazamientos masivos de poblaciones que han proporcionado el caldo de cultivo en el que se han gestado las múltiples crisis posteriores, de mayor o menor gravedad, y las cuatro guerras resueltas siempre de manera insatisfactoria y, por eso mismo, provisional. La de 1971 se saldó con la independencia de Bangladesh, hasta entonces Pakistán Oriental, y con el establecimiento, en…
