Es casi imposible no volver a esos dieciséis largos, o diecisiete cortos, al sofá de adolescencia imberbe, al calor de una manta tejida a mano y al olor de unas palomitas recién hechas que manchan el papel donde, poco a poco, y conforme avanzaba en la lectura, rellenaba un árbol genealógico que estructuraba el mundo más fascinante que había encontrado, después del que le rodeaba, aunque no por mucha diferencia. Macondo era más o menos así, cálido y colorido, aunque eso lo supo luego. Entonces, no tenía aún las referencias suficientes sobre los pueblos del Caribe colombiano. Los pueblos eran todavía monocromáticos, pequeños, castellanos, menos exuberantes y menos vivos. Luego, con algo de curiosidad y mundo, buscaba Macondos allá donde iba, porque siempre sería mejor que encontrar Comalas.
«Es inútil comparar la serie con el libro. Es ridículo pensar que una adaptación audiovisual puede recoger toda la obra de García Márquez»
La adaptación que nos propone Netflix de Cien Años de Soledad, el clásico de Gabriel García Márquez, nos devuelve necesariamente al momento en que leímos el libro. Yo no lo olvidaré nunca, porque nunca habría podido pensar, durante esa adolescencia imberbe, que hubiera mundos tan fascinantes, familias tan largas, Úrsulas y José Arcadios o Aurelianos en Colombias tan lejanas; y nunca habría podido pensar, sobre todo, que se pudieran hacer esas cosas que hacía el autor con el idioma.
Es inútil comparar la serie con el libro. Es ridículo pensar que una adaptación audiovisual puede recoger todo lo que contiene ese libro. Y por eso los directores encuentran fórmulas híbridas entre la adaptación audiovisual y el respeto literario. Hay un narrador que va leyendo pasajes literales de la novela y escenas y diálogos que nos devuelven al Macondo que vemos ante nuestros ojos. ¿Funciona? Pues depende de lo que se espere. Ni se revive la obra ni te devuelve a esas primeras sensaciones que tuviste al leerlo; pero le pone casas, calles y color a Macondo. Lo llena de vida y de Buendías, y nos enseña a Pilar Ternera. La adaptación está bien ejecutada, al menos durante esta primera temporada que cubre los primeros cincuenta años de los cien años de soledad a los que está condenada la estirpe.
Cien Años de Soledad es una superproducción donde casi todo funciona: el reparto, la fotografía, el vestuario, la dirección, el guion, la ambientación, los cambios de actores, el retrato nacional de Colombia, el retrato regional de América Latina. Hasta el realismo mágico. Pero claro, no es Cien Años de Soledad. Aunque es la mejor de las adaptaciones, con vocación de fidelidad, y podría disfrutarla alguien que no conociera nada del libro.
Se hace justo decir que el rato compensa porque América Latina siempre compensa. Y porque la serie recorre muchos años, que son pocos, pero que son y serán siempre los mismos, enfermos de todos los males que han aquejado a la región desde que el mundo es mundo o, al menos, desde que lo sabemos contar. La desigualdad, el conflicto, la pobreza, la lucha eterna para salir adelante, la corrupción y la frustración resuenan en Macondo como resuenan en tantos otros sitios, porque cómo no pensar en algún Macondo sometido a la tiranía, por ejemplo, en la Venezuela de hoy.
Pero además, recorre muchos de sus bienes, o de sus “antimales”, en la eterna añoranza de aquella primera arcadia, la de José Arcadio, en la que todo era felicidad en Macondo, hasta que llegaron los venenos de la sociedad, la política y el progreso.
«La serie ha llevado Macondo al podio internacional de la producción cinematográfica»
Hay mucho que agradecer a esta adaptación. La serie ha llevado Macondo a las televisiones de todo el mundo, y a nuevas generaciones de lectores. Y ha situado lo hispanoamericano en el podio internacional de la producción cinematográfica. Y como hay un pedacito de España en Macondo, y de Macondo en España, y es imposible ser ajenos al viaje. Desde esta orilla, y con la mirada hermana de siempre, vamos a ser los primeros en celebrarlo.