El legado invisible de la descolonización
The End of Empires and a World Remade es un libro bien documentado que a veces corre el riesgo de sucumbir bajo el peso de su propia erudición. Pero merece la pena leerlo, aunque solo sea porque pocos políticos y académicos occidentales aprecian hoy hasta qué punto la descolonización forjó el proceso de globalización tras la caída de los imperios británico, francés, belga y holandés después de la Segunda Guerra Mundial. Nuestro mundo se reorganizó radicalmente, ya que la globalización prometía a las naciones recién independizadas un mayor acceso a los recursos esenciales, a redes de influencia más amplias y a un público mundial. Martin Thomas, sostiene, no obstante, que la variante neocolonial de la globalización “ha reforzado las desigualdades económicas y las formas imperiales de influencias políticas y culturales”.
El lector no tiene por qué estar de acuerdo con todos los argumentos del autor, pero debe aceptar que este relato de las causas y consecuencias de la descolonización permite comprender mejor el cambiante orden mundial configurado por el auge de “el Resto” o el “Sur global”, que ha sorprendido tanto a los medios de comunicación como a los políticos occidentales.
La negativa de India, Brasil y Sudáfrica, por no hablar de China, a respaldar los intentos de Occidente de aislar a Rusia tras la invasión de Ucrania en 2022, sorprendió a muchos medios y políticos que habían dado por hecho que los puntos de vista de Estados Unidos y Europa seguirían prevaleciendo. Quedaron asombrados, y a menudo espantados, al descubrir que el apoyo aparentemente ciego de Occidente a la represalia israelí contra la población civil de Gaza tras el ataque de Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023, fue denunciado en todo el mundo, mucho más allá de Oriente Medio.
La guerra está más cerca que nunca de Europa desde 1945. El nivel de violencia en Ucrania y Gaza ha pillado por sorpresa a los observadores occidentales. Podrían hacer algo peor que leer a Thomas, quien sostiene que “para la potencia imperial, la partición fue una lección sobre cómo tergiversar, superar y negar la culpabilidad”. Su descripción del cinismo británico en el subcontinente indio es científica. También lo es su narración de los años previos a la creación de Israel en 1948. El autor resume la política del nuevo Estado de la siguiente manera: “A los palestinos no solo había que expulsarlos, sino también negarles su experiencia geográfica… (su) experiencia estaba más cerca de la limpieza étnica sistémica que la aterradora mezcla de inseguridad, connivencia, violencia retributiva y confiscaciones oportunistas practicadas en India”.
Las particiones complicaron la descolonización. Durante la Primera Guerra Mundial, los gobiernos otomanos “movilizaron las fricciones interétnicas para justificar el control imperial central. Irónicamente, los adversarios franceses y británicos de los otomanos hicieron algo parecido”. La división del territorio colonial se convirtió en otro instrumento político dentro de una geopolítica más amplia de descolonización que incluía intercambios de población, reasentamientos masivos y protección de las minorías dentro de los nuevos “Estados sucesores”. India, Palestina, Irlanda, Vietnam y Chipre pagaron el precio.
Palestina pagó un precio muy alto por los “abismos interpretativos” opuestos: para aquellos en Europa, Norteamérica y la Unión Soviética “para quienes el Holocausto tuvo una importancia suprema como exponente del mal, los derechos de los judíos a asentarse en Palestina parecían evidentes. Los anticolonialistas árabes estaban menos convencidos. El FLN argelino, por ejemplo, insistía en que la partición nunca podría ser una vía hacia la autodeterminación porque su principio operativo era que el derecho de las minorías a la condición de nación suplantaba al de la mayoría nativa”. Me viene a la mente otro paralelismo con Argelia. En la década de 1950, los “oficiales y mandos de las fuerzas francesas todavía objetivaban a la población argelina como una pizarra emocional en blanco sobre la que se podían dibujar soluciones políticas y sociológicas francesas”. Hoy en día, muchos medios de comunicación y políticos occidentales parecen considerar que los palestinos son pizarras emocionales en blanco.
París y Londres hicieron todo lo posible por ocultar el enorme nivel de violencia infligido a la población civil por franceses y británicos en Vietnam, Madagascar, Kenia y Argelia, pero en este último caso, el millón de reclutas franceses enviados al norte de África contribuyó a romper el manto de silencio. El autor insiste en la indiferencia ante estas noticias en Reino Unido cuando se hicieron públicas. En su opinión, únicamente el racismo puede explicar esta indiferencia relativa. Lo mismo ocurrió en Bélgica después de las guerras que asolaron la antigua colonia de Congo tras su independencia en 1958. Lo mismo ocurrió con el genocidio de Ruanda 40 años después. La cuestión es si está ocurriendo lo mismo hoy con Gaza. La violencia de los días coloniales posteriores a 1945 ha dejado un extraordinario legado de desprecio hacia las normas internacionales. Estados Unidos y sus principales aliados europeos no parecen haber aprendido las lecciones de aquella guerra, ni tampoco de la Primera Guerra Mundial. El autor tampoco oculta que los nuevos Estados no han sido más respetuosos con estas normas que el antiguo colonizador.
Este libro es un auténtico tesoro lleno de historias que a menudo no se conocen bien, o se han ocultado deliberadamente. Al insistir en que la descolonización es un fenómeno global a largo plazo, desordenado, normalmente violento y aún incompleto, que no puede comprenderse adecuadamente centrándose en casos aislados de imperialismo, Martin Thomas presta un enorme servicio a sus lectores. El autor escribe que “desafiando las protestas estadounidenses, el 16 de octubre de 1962, el presidente argelino puso fin a sus primeras conversaciones con el gobierno de Kennedy no volviendo a su país, sino viajando directamente desde Nueva York hasta La Habana”. El autor olvida que, en plena crisis de los misiles de Cuba, Kennedy pidió a Ahmed Ben Bella que llevara una última advertencia a Fidel Castro. El “imperialismo revolucionario” personificado por Ben Bella era un velo de realpolitik en estado puro.
Esto son nimiedades cuando se comparan con las cualidades generales del libro. Cada día, el ascenso del Resto recuerda a Europa que su sueño de un Mediterráneo unido y próspero, promovido a través del Proceso de Barcelona, está hecho trizas; que su desprecio, durante décadas, por el destino del pueblo palestino sembró las semillas de su inseguridad futura y la de Oriente Próximo; que su ignorancia voluntaria de la historia de Rusia corre el riesgo de llevarla a un callejón sin salida en Ucrania. Ninguna política exterior digna de tal nombre, ya sea en Europa o en la república imperial de Washington, puede permitirse ignorar la historia hasta el punto en que lo han hecho sus dirigentes desde la caída de la Unión Soviética.