AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 65

Mujer caminando por El Aaiún, (Sáhara Occidental, el 7 de mayo de 2013). Whitney Shefte/The Washington Post vía Getty Images.

El Sáhara en el laberinto

Si las dos primeras décadas del siglo XXI fueron las de los nuevos conflictos en el mundo árabe, esta parece confirmar la tendencia del resurgimiento de los “conflictos encallados” en el Mediterráneo. El del Sáhara Occidental, en el que España juega indudablemente un papel principal, es una “patata caliente” de la que apenas se hablaba y en la que el statu quo preservaba un frágil equilibro entre las partes y los países interesados.
Editorial
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Nunca ha sido fácil para España navegar en las arenas movedizas del Sáhara, donde su impronta colonial apela a una responsabilidad frente a la población saharaui. Así, los partidos políticos españoles han ido matizando su posición en función del puesto que ocupaban: más prosaharauis en la oposición, más promarroquíes cuando estaban en el gobierno. En este delicado vaivén, España iba desempeñándose entre la indispensable complicidad y relación con Marruecos y la indiscutible relación energética con Argelia. Si bien con el primero los vínculos eran más intensos y marcados por el pasado colonial, con Argelia la relación ha sido menos acomplejada y sentida, pero igualmente necesaria.

La postura ambivalente y de amparo bajo el paraguas de Naciones Unidas había servido a España para esquivar, no sin sustos, las turbulencias. Desde la Guerra de las Arenas en 1963-64, pasando por los enfrentamientos militares entre Marruecos y el Polisario, hasta el cierre de fronteras entre Marruecos y Argelia en 1994, la situación del Sáhara se había mantenido en gran medida sin cambios hasta otoño de 2020.

Bajo el liderazgo de James Baker III, 2003 fue el momento más prometedor en décadas pero la imposibilidad de avanzar frente al bloqueo de las partes hizo que el impulso de Naciones Unidas, oficialmente responsable del futuro del Sáhara Occidental, quedara relegado al mantenimiento de la MINURSO. Poco después, Marruecos puso en marcha su iniciativa del plan de autonomía, una propuesta que sobre el papel parecía una forma práctica de resolver un problema que todo el mundo parecía querer esquivar. Sin embargo, la credibilidad del plan se vio cuestionada, puesto que la promesa procedía de un gobierno cuyo crédito democrático estaba por demostrar. Y este sigue siendo uno de los principales escollos: ¿qué autonomía tendría tal autonomía? ¿qué capacidad de satisfacer las demandas de los saharauis podría tener una autonomía gestionada desde un centro de poder aun muy centralizado y en una transición democrática que se resiste a desembocar en una democracia plena?

Lo cierto es que la comunidad internacional ha demostrado ser incapaz de abordar muchos de los conflictos en curso, y cuando las soluciones no llegan, la realidad sobre el terreno cambia y se impone. La Administración Trump dictó, a su manera y por sus razones, su propia solución para el Sáhara y abrió camino a un pragmatismo que otros países o bien ya habían iniciado, como Francia, o que posteriormente han ido adoptando, como Alemania y ahora España. El statu quo no favorece a los miles de refugiados que ven generación tras generación su futuro atrapado en la hamada, pero apartarse del marco de la legalidad internacional tampoco les proporciona garantías de un futuro mejor.

Es indiscutible que el llamado “colchón de intereses” entre España y Marruecos pesa mucho y que la situación de ruptura de las relaciones bilaterales era insostenible. La necesaria cooperación en materia de control de fronteras, el desgaste progresivo del derecho internacional y de los mecanismos internacionales de resolución de conflictos han permitido decantar la balanza hacia la promesa de la autonomía. Sin embargo, sería conveniente asegurarse de que la prometida autonomía no es un canto de sirenas en un contexto en el que la transición hacia la democracia es un camino que se anda pero que no parece lograr su destino. Sin duda, es pronto para calibrar las consecuencias –o incluso para analizar los incentivos– del gesto de apoyo por parte del gobierno español al plan de autonomía. También parece difícil plantearse una marcha atrás. Por ello, es más crucial que nunca que España –y la Unión Europea– acompañe a Marruecos en este tránsito. No solo por el bien de las relaciones vecinales, no solo por el bien de los marroquíes sino, sobre todo, por su responsabilidad hacia la población saharaui a la que, de algún modo, debe responder./