POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 62

Retrato de Alexis de Tocqueville, por Théodore Chassériau (1819-1859). WIKIMEDIA COMMONS

El surgimiento de las democracias no liberales

Durante el siglo XX, y en Occidente, la democracia ha ido de la mano del liberalismo constitucional: el Estado de Derecho y de los derechos humanos. Sin embargo, en el resto del mundo, estos conceptos van por separado. La democracia sin liberalismo constitucional produce regímenes centralizados.
Fareed Zakaria
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El diplomático norteamericano Richard Holbrooke reflexionaba sobre el problema en vísperas de las elecciones bosnias de septiembre de 1996. “Supongamos –dijo– que los comicios se declararan libres e imparciales y que los elegidos fueran racistas, fascistas y separatistas, públicamente opuestos [a la paz y la reintegración]. Ese es el dilema”. Lo es, ciertamente, y no sólo en la antigua Yugoslavia, sino cada vez más en todo el mundo. Regímenes elegidos democráticamente, que con frecuencia han sido reelegidos o reafirmados mediante referendos, ignoran sistemáticamente los límites constitucionales de su poder y privan a sus ciudadanos de derechos y libertades básicos. Desde Perú a la Autoridad Palestina, desde Sierra Leona a Eslovaquia, desde Pakistán a Filipinas, vemos el ascenso de un fenómeno perturbador en la vida internacional: la democracia no liberal.

Ha sido difícil reconocer este problema porque, durante casi un siglo, en Occidente, democracia ha significado democracia liberal, sistema político caracterizado no sólo por elecciones libres y justas, sino también por el imperio de la ley, la separación de poderes y la protección de las libertades básicas de expresión, reunión, religión y propiedad. En realidad, este último conjunto de libertades –que puede denominarse liberalismo constitucional– es teórica e históricamente distinto de la democracia. Como ha señalado el politólogo Philippe Schmitter, “el liberalismo, bien sea como concepto de libertad política, bien como doctrina acerca de la política económica, puede haber coincidido con el ascenso de la democracia. Pero nunca ha estado vinculado inmutablemente o sin ambigüedades a su práctica”. Hoy, las dos ramas de la democracia liberal, entrelazadas en el tejido político occidental, se están desgajando en el resto del mundo. La democracia florece, el liberalismo constitucional no.

Actualmente, 118 de los 193 países del mundo son democráticos y abarcan una mayoría de su población (54,8 por cien para ser exactos), lo que supone un enorme crecimiento en tan solo un decenio. Sin embargo, hay una creciente inquietud ante la rápida difusión de elecciones pluripartidistas por Europa central, Asia, África y Latinoamérica, quizá por causa de lo que ocurre después de las elecciones. Dirigentes populares como Boris Yeltsin en Rusia o Carlos Menem en Argentina eluden sus Parlamentos y gobiernan por decreto presidencial, deteriorando las prácticas constitucionales básicas. El Parlamento iraní, elegido con más libertad que la mayoría de los de Oriente Próximo, impone rígidas restricciones de expresión, reunión e incluso vestimenta, con lo que reduce la ya escasa dosis de libertad del país.

Naturalmente, hay todo un espectro de democracias no liberales que van desde los transgresores modestos, como Argentina, a las cuasi-tiranías como Kazajstán y Bielorrusia pasando por países intermedios como Rumania y Bangladesh. En buena parte del espectro, las elecciones son rara vez tan libres y equitativas como en Occidente hoy, pero reflejan la realidad de la participación popular en la política y el apoyo a los elegidos. Y los ejemplos no son aislados ni atípicos.

 

«La democracia no liberal es una industria en crecimiento»

 

El informe elaborado entre 1996 y 1997 por Freedom House, Freedom in the world, tiene diferentes clasificaciones para las libertades políticas y las civiles, que corresponden más o menos con la democracia y con el liberalismo constitucional, respectivamente.1 De los países que se encuentran entre la dictadura confirmada y la democracia consolidada, el cincuenta por cien respeta más las libertades políticas que las civiles. En otras palabras, la mitad de los países “democráticos” del mundo de hoy son democracias no liberales. La democracia no liberal es una industria en crecimiento. Hace siete años, sólo el veintidós por cien de los países democráticos podría haber sido calificado así; hace cinco años, esa cifra había subido a un 35 por cien.2 Y hasta la fecha pocas democracias no liberales han madurado para convertirse en democracias liberales; en todo caso, están avanzando hacia un no liberalismo potenciado. Lejos de ser un estado temporal o de transición, parece que muchos países están consolidándose en una forma de gobierno que combina un grado apreciable de democracia con un grado considerable de no liberalismo. De la misma forma que hay naciones que han llegado a sentirse cómodas con muchas variedades de capitalismo, bien pueden adoptar y sostener diversas formas de democracia. La democracia liberal occidental puede no ser el destino final de la vía democrática, sino sólo una de sus muchas y posibles salidas.

 

Democracia y libertad

Desde los tiempos de Herodoto, la democracia ha significado, en primer lugar y ante todo, el gobierno del pueblo. Este concepto de la democracia como un proceso de selección de los gobiernos, expresada por estudiosos que van desde Alexis de Tocqueville a Joseph Schumpeter y Robert Dahl, es el que normalmente usan los sociólogos. En The third wave, Samuel P. Huntington explica el motivo: “Las elecciones, abiertas, libres y justas son la esencia de la democracia, el inevitable sine qua non. Los gobiernos producidos por elecciones pueden ser ineficaces, corruptos, miopes, irresponsables, dominados por intereses creados e incapaces de adoptar la política que exige el bien público. Esas cualidades hacen que tales gobiernos sean indeseables pero no los hacen dictatoriales. La democracia es una virtud pública, no la única, y la relación de la democracia con otras virtudes y vicios públicos sólo puede entenderse si se distingue claramente la democracia de las otras características de los sistemas políticos”.

Esta definición está también de acuerdo con la visión lógica del término. Si un país mantiene elecciones competitivas y pluripartidistas, lo llamamos democrático. Cuando aumenta la participación pública en la política, por ejemplo gracias a la concesión de derechos políticos a la mujer, se le considera más democrático. Por descontado, las elecciones deben ser abiertas y justas, y esto requiere alguna protección para la libertad de expresión y de reunión. Pero ir más allá de esta definición minimalista y calificar de democrático a un país sólo si garantiza un amplio catálogo de derechos sociales, políticos, económicos y religiosos convierte la palabra “democracia” en una enseña de honor más que en una categoría descriptiva. Después de todo, Suecia tiene un sistema económico que, según mantienen muchos, coarta los derechos de propiedad individuales; Francia, hasta hace poco, mantenía un monopolio estatal de la televisión, y Gran Bretaña posee una religión establecida. Pero todas ellas son clara y visiblemente democracias. Hacer que democracia signifique, subjetivamente, “un buen gobierno” es analíticamente inútil.

 

«El liberalismo constitucional mantiene que los seres humanos tienen ciertos derechos naturales y que los gobiernos deben aceptar una ley fundamental que limite sus poderes y los garantice»

 

El liberalismo constitucional, por otra parte, no se refiere a los procedimientos para seleccionar gobiernos, sino más bien a los objetivos del gobierno. Se refiere a la tradición, enraizada en la historia occidental, que intenta proteger la autonomía y la dignidad de los individuos contra la coerción, cualquiera que sea su origen: Estado, Iglesia o sociedad. El término vincula dos ideas estrechamente relacionadas. Es liberal porque se apoya en la veta filosófica, iniciada por los griegos, que insiste en la libertad individual.3 Es constitucional porque descansa sobre la tradición, iniciada por los romanos, del imperio de la ley. El liberalismo constitucional se desarrolló en Europa occidental y Estados Unidos como una defensa del derecho del individuo a la vida y la propiedad y a la libertad de religión y de palabra. Para garantizar estos derechos, insiste en los controles sobre el poder de cada rama del gobierno, igualdad bajo la ley, cortes y tribunales imparciales, y separación de la Iglesia y del Estado. Entre sus figuras más destacadas se encuentran el poeta John Milton, el jurista William Blackstone, estadistas como Thomas Jefferson y James Madison y filósofos como Thomas Hobbes, John Locke, Adam Smith, el barón de Montesquieu, John Stuart Mill y sir Isaiah Berlin. En casi todas sus variantes, el liberalismo constitucional mantiene que los seres humanos tienen ciertos derechos naturales (o “inalienables”) y que los gobiernos deben aceptar una ley fundamental que limite sus poderes y los garantice. De este modo, en 1215, en Runnymede, los barones de Inglaterra forzaron al Rey a acatar la ley consuetudinaria y establecida del país. En las colonias americanas, esas leyes se hicieron explícitas, y en 1638 la ciudad de Hartford adoptó la primera Constitución escrita de la historia moderna. En los años setenta, las naciones occidentales codificaron normas de comportamiento para los regímenes de todo el mundo. La Carta Magna, la Constitución de Estados Unidos y el Acta Final de Helsinki son, todas, expresiones de liberalismo constitucional.

 

La vía hacia la democracia liberal

Desde 1945, los gobiernos occidentales han incorporado, en su mayor parte, democracia y liberalismo constitucional. Es difícil imaginar separados a ambos, bajo la forma de democracia no liberal o de autocracia liberal. En realidad, ambas existieron en el pasado y subsisten en el presente. Hasta el siglo XX, la mayoría de los países de Europa occidental eran autocracias liberales o, en el mejor de los casos, semidemocracias. Los derechos políticos estaban estrechamente restringidos, y las legislaturas elegidas tenían poco poder. En 1830, Gran Bretaña, en algunos sentidos la nación europea más democrática, permitía escasamente al dos por cien de su población votar para elegir una de las dos cámaras del Parlamento; esa cifra subió a un siete por cien después de 1867 y llegó a un cuarenta por cien, aproximadamente, en el decenio de 1880. Sólo a finales de los años cuarenta, la mayoría de los países occidentales llegaron a ser democracias plenas, con sufragio universal entre los adultos. Pero cien años antes, a finales de 1840, la mayoría había adoptado importantes aspectos del liberalismo constitucional: el imperio de la ley, los derechos de propiedad privados y, de modo creciente, la separación de poderes y la libertad de palabra y reunión. Durante buena parte de la historia moderna, lo que caracterizó a los gobiernos de Europa y EE UU y los diferenció de los del resto del mundo no fue la democracia, sino el liberalismo constitucional. El mejor símbolo del “modelo occidental” no es el plebiscito de masas sino el juez imparcial.

La historia reciente de Asia oriental sigue el itinerario europeo. Después de un breve coqueteo con la democracia pasada la Segunda Guerra mundial, la mayoría de los regímenes de Asia oriental se hicieron autoritarios. Con el tiempo, pasaron de la autocracia a la autocracia liberalizante y, en algunos casos, hacia la semidemocracia liberalizante.4 La mayoría de los regímenes de Asia oriental siguen siendo sólo semidemocráticos, con patriarcas o sistemas de un solo partido que hacen de las elecciones ratificaciones de su poder, en vez de competiciones genuinas. Pero estos regímenes han otorgado a sus ciudadanos un creciente número de derechos económicos, civiles y religiosos, y unos derechos políticos limitados. Como en Occidente, la liberalización en Asia oriental ha incluido la liberalización económica, que es fundamental para promover tanto el crecimiento como la democracia liberal. Históricamente, los factores más estrechamente asociados con las democracias liberales plenas son el capitalismo, la existencia de una burguesía y una elevada renta per cápita. Actualmente, los gobiernos de Asia oriental son una combinación de democracia, liberalismo, capitalismo, oligarquía y corrupción, muy a la manera de los gobiernos occidentales de 1900.

El liberalismo constitucional ha llevado a la democracia, pero la democracia no parece llevar al liberalismo constitucional. En contraste con las vías occidental y asiática oriental, durante los dos últimos decenios en Latinoamérica, África y partes de Asia, dictaduras con poco historial de liberalismo constitucional han dado paso a la democracia. Los resultados no son alentadores. En el hemisferio occidental, donde se han celebrado elecciones en todos los países excepto Cuba, un estudio realizado en 1993 por el tratadista Larry Diamond determinó que diez de los veintidós principales países latinoamericanos “padecen niveles de atentados contra los derechos humanos, que son incompatibles con la consolidación de la democracia [liberal].”5 En África, la democratización ha sido extraordinariamente rápida. En seis meses, en 1990, una gran parte del África francófona levantó su prohibición sobre política de partidos. Pero, aunque se han celebrado elecciones en la mayoría de los 45 Estados subsaharianos desde 1991 (dieciocho sólo en 1996), ha habido retrocesos para la libertad en muchos países. Uno de los observadores más atentos de África, Michael Chege, investigó la ola de democratización y extrajo la lección de que el continente había “subrayado en exceso las elecciones multipartidistas (…) y en la misma proporción abandonado los principios básicos del gobierno liberal”. En Asia central, las elecciones, incluso cuando son razonablemente libres, como en Kirguizia y Kazajstán, han creado poderes ejecutivos fuertes, legislativos y judiciales débiles y pocas libertades civiles y económicas. En el mundo islámico, desde la Autoridad Palestina hasta Irán o Pakistán, la democratización ha llevado al crecimiento de la política teocrática, con desgaste de tradiciones ancestrales de secularismo y tolerancia. En muchas partes de ese mundo, como Túnez, Marruecos, Egipto y algunos de los Estados del golfo Pérsico, si se celebrasen elecciones mañana, los regímenes resultantes serían casi con seguridad menos liberales que los actuales.

Por otra parte, muchos de los países de Europa central han pasado con éxito del comunismo a la democracia liberal, tras haber atravesado la fase de liberalización sin democracia que han vivido otros países europeos durante el siglo XIX. En efecto, el imperio austro-húngaro, al cual pertenecía la mayoría, era una clásica autocracia liberal. Incluso fuera de Europa, el politólogo Myron Weiner advirtió una llamativa relación entre el pasado constitucional y el presente democrático liberal. Indicó que, en 1983, “cada país del Tercer Mundo que hubiera salido de un régimen colonial desde la Segunda Guerra mundial con una población de por lo menos un millón de personas (y también casi todas las colonias menores) con una experiencia democrática continua era una antigua colonia británica.”6 El gobierno británico no significaba democracia –el colonialismo es, por definición, antidemocrático–, sino liberalismo constitucional. La herencia británica jurídica y administrativa ha resultado más benéfica que la política francesa de ir concediendo derechos políticos a algunas de sus colonias.

Aunque pueden haber existido en el pasado autocracias liberales, ¿son imaginables actualmente? Hasta ahora, un ejemplo pequeño pero convincente floreció en el continente asiático: Hong Kong. Durante 156 años, hasta el 1 de julio de 1997, fue dirigido por la Corona británica con un gobernador general. Hasta 1991, nunca se habían celebrado elecciones significativas, pero su gobierno era un compendio de liberalismo constitucional, protegiendo los derechos básicos de sus ciudadanos y administrando un equitativo sistema judicial y burocrático. Un editorial publicado el 8 de septiembre de 1997 por el Washington Post sobre el futuro de la isla llevaba el ominoso título de: “Se deshace la democracia de Hong Kong”. Realmente, Hong Kong tenía poca democracia que deshacer; lo que tiene es un marco de derechos y leyes.

 

Soberanía absoluta

John Stuart Mill inició su clásica obra Sobre la libertad destacando que, al tiempo que los países se hacían democráticos, la gente tendía a creer “que se ha concedido demasiada importancia a las limitaciones del propio poder. Aquello (…) fue una respuesta contra gobernantes cuyos intereses se oponían a los del pueblo”. Cuando los pueblos se hicieron cargo de sí mismos, la precaución fue innecesaria. “La nación no necesitó protegerse de su propia voluntad”. Como si fuera una confirmación de los temores de Mill, hay que considerar las palabras de Alexandr Lukashenko después de ser elegido presidente de Bielorrusia por una mayoría aplastante en unas elecciones libres celebradas en 1994, cuando le preguntaron sobre una limitación de sus poderes: “No habrá dictadura. Soy del pueblo y voy a estar a favor del pueblo”.

La tensión entre el liberalismo constitucional y la democracia se centra en el alcance de la autoridad gubernamental. El liberalismo constitucional se centra en la limitación del poder, la democracia en su acumulación y uso. Por esta razón, muchos liberales de los siglos XVIII y XIX vieron en la democracia una fuerza que podría minar la libertad. James J. Madison explicaba en El federalista que “el peligro de opresión” en una democracia procedía de “la mayoría de la comunidad”. Tocqueville advertía contra “la tiranía de la mayoría” y escribía: “La propia esencia del gobierno democrático consiste en la absoluta soberanía de la mayoría.”

La tendencia de los gobiernos democráticos a creer que tienen soberanía (es decir, poder) absoluta puede dar origen a la centralización de la autoridad, a menudo por medios extraconstitucionales y con resultados siniestros. A lo largo del último decenio, gobiernos elegidos que pretenden representar al pueblo han usurpado sistemáticamente los poderes y derechos de otros elementos de la sociedad, usurpación que es tanto horizontal (de otras ramas del gobierno nacional) como vertical (de autoridades regionales y locales, así como de empresas privadas y otros grupos no gubernamentales). Lukashenko y el peruano Alberto Fujimori son sólo los peores ejemplos de esta práctica. (Aunque las acciones de Fujimori –disolver el Congreso y suspender la Constitución entre otras– hacen difícil llamar democrático a su régimen, merece la pena advertir que ganó dos elecciones y que ha sido extraordinariamente popular hasta hace poco.) Incluso un reformador de buena fe como Menem ha dictado cerca de trescientos decretos presidenciales en sus ocho años de presidencia, tres veces más que todos los presidentes argentinos anteriores juntos, desde 1853. Askar Akayev, presidente de Kirguizia, elegido por un sesenta por cien de los votantes, propuso ampliar sus poderes en un referéndum que se aprobó con facilidad en 1996. Entre sus nuevas atribuciones figura el nombramiento de todos los altos funcionarios excepto el primer ministro, aunque puede disolver el Parlamento si éste rechaza a tres de los que él proponga para ese puesto.

La usurpación horizontal, habitualmente por presidentes, es más visible, pero la usurpación vertical es más común. En los tres últimos decenios, el gobierno indio ha disuelto sistemáticamente las asambleas de diversos Estados con endebles razones, colocándolos bajo la autoridad directa de Nueva Delhi. En una actuación menos llamativa pero típica, el gobierno elegido de la República Centroafricana puso fin recientemente a la tradicional independencia de su sistema universitario, haciéndolo parte del aparato de Estado central.

 

«Los sistemas presidenciales tienden a producir dirigentes fuertes que creen hablar en nombre del pueblo, incluso cuando han sido elegidos por una mayoría relativa»

 

La usurpación está particularmente extendida en Latinoamérica y las repúblicas de la antigua Unión Soviética, quizá porque ambas regiones en su mayor parte tienen presidencias. Estos sistemas tienden a producir dirigentes fuertes que creen hablar en nombre del pueblo, incluso cuando han sido elegidos por una mayoría relativa. (Como señala Juan Linz, Salvador Allende fue llevado a la presidencia de Chile en 1970 por sólo el 36 por cien de los votos. En circunstancias semejantes, un primer ministro tendría que compartir el poder en un gobierno de coalición.) Los presidentes nombran gabinetes de amigos más que de destacadas figuras del partido y mantienen escaso control interno del poder. Y cuando sus opiniones entran en conflicto con los del poder legislativo, o incluso con los tribunales, los presidentes tienden a “consultar con la nación”, saltándose la pesada tarea de regatear y formar una coalición. Aunque los especialistas debaten los méritos del sistema presidencial de gobierno frente al parlamentario, la usurpación puede ocurrir bajo cualquiera de ellos cuando están ausentes centros alternativos del poder bien desarrollados, tales como legislaturas fuertes, tribunales, partidos políticos, gobiernos regionales, universidades y medios de comunicación independientes. Latinoamérica combina actualmente sistemas presidenciales con representación proporcional, produciendo dirigentes populistas y partidos múltiples, lo que constituye una combinación inestable.

Muchos gobiernos y analistas occidentales han alentado la creación de Estados firmes y centralizados en el Tercer Mundo. Los dirigentes de aquellos países han aducido que necesitan autoridad para deshacer el feudalismo, quebrar coaliciones arraigadas, dominar los intereses creados y poner orden en sociedades caóticas. Pero así se confunde la necesidad de un gobierno legítimo con la de uno poderoso. Los gobiernos que se consideran legítimos habitualmente pueden mantener el orden y proseguir una política dura, aunque sea lentamente, creando coaliciones. Después de todo, hay pocos que pretendan que los gobiernos de países en desarrollo no deban tener poderes policiales adecuados; lo malo procede de los demás poderes políticos, sociales y económicos que acumulan. En situaciones tales como las guerras civiles, los gobiernos constitucionales pueden no ser capaces de gobernar con eficacia, pero la alternativa –Estados con vastos aparatos de seguridad que suspenden los derechos constitucionales– no suele producir ni orden ni buen gobierno. Con frecuencia, tales Estados se han hecho agresivos, manteniendo alguna clase de orden pero también deteniendo a los opositores, amordazando la disconformidad, nacionalizando las industrias y confiscando la propiedad. Aunque la anarquía tiene sus peligros, las mayores amenazas contra la libertad y la felicidad humanas en este siglo no han sido causadas por el desorden, sino por Estados brutalmente fuertes y centralizados, como la Alemania nazi, la Rusia soviética y la China maoísta. El Tercer Mundo está sembrado de sangrientas obras de Estados fuertes.

Históricamente, la centralización sin control ha sido el enemigo de la democracia liberal. A lo largo del siglo XIX, la participación política aumentaba en Europa, asentándose suavemente en países como Inglaterra y Suecia, donde asambleas medievales, gobiernos locales y consejos regionales se habían mantenido firmes. Por otra parte, países como Francia y Prusia, donde la monarquía había centralizado eficazmente el poder (tanto horizontal como verticalmente), terminaron siendo no liberales y antidemocráticos. No es una coincidencia que en la España del siglo XX la avanzadilla del liberalismo estuviera en Cataluña, que durante siglos fue una región pertinazmente independiente y autónoma. En Estados Unidos, la presencia de una rica variedad de instituciones –estatales, locales y privadas– hizo que fuera mucho más fácil acomodar las rápidas y grandes ampliaciones del sufragio que se fueron viendo durante el siglo XIX. Arthur Schlesinger ha demostrado cómo, durante los primeros cincuenta años de vida de Estados Unidos, virtualmente cada Estado, diversos grupos de intereses y facciones intentaron debilitar e incluso quebrantar el gobierno federal.7 Más recientemente, la democracia semiliberal de la India ha sobrevivido por (y no a pesar de) sus poderosas regiones y variados lenguajes, culturas e incluso castas. La cuestión es lógica, incluso tautológica: el pluralismo del pasado contribuye a garantizar el pluralismo político del presente.

Hace 50 años, los políticos del mundo en desarrollo querían poseer poderes extraordinarios para poner en práctica doctrinas económicas que entonces estaban de moda, como la nacionalización de las industrias. Hoy, sus sucesores quieren poderes semejantes para privatizar aquellas mismas industrias. La justificación de Menem para sus métodos es que se necesitan desesperadamente para imponer enérgicas reformas económicas. Iguales argumentos empleó Abdalá Bucaram en Ecuador y sigue usando Fujimori en Perú. Instituciones crediticias como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han visto con simpatía estas pretensiones, y el mercado de valores ha sido positivamente exuberante. Pero, excepto en emergencias como la guerra, los procedimientos no liberales son a la larga incompatibles con los fines liberales. El gobierno constitucional es, en realidad, la clave de una política de reformas con éxito. Las experiencias de Asia oriental y Europa central dan a entender que cuando los regímenes –bien sean autoritarios, como en Asia oriental, bien democráticos liberales, como en Polonia, Hungría y la República Checa– protegen los derechos individuales, incluidos los de propiedad y comercio, y crean un marco jurídico y administrativo, el capitalismo y el crecimiento son el siguiente paso. En un discurso pronunciado en el Centro Internacional Woodrow Wilson de Washington, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, afirmaba: “El mecanismo conductor de una economía de libremercado (…) es una declaración de derechos vigilada por una judicatura imparcial”. Finalmente –y quizá sea lo más importante– el poder acumulado para obrar bien se puede utilizar ulteriormente para obrar mal. Cuando Fujimori disolvió el Parlamento, su índice de aprobación subió más que nunca. Pero las encuestas recientes sugieren que la mayoría de los que aprobaban sus acciones desean ahora que fuera más moderado. En 1993, Boris Yeltsin atacó el Parlamento, inducido por las propias acciones inconstitucionales de éste. Más tarde, suspendió el Tribunal Constitucional, desmanteló el sistema de gobierno local y destituyó a varios gobernadores provinciales. Desde la guerra en Chechenia a sus programas económicos, Yeltsin ha exhibido una sistemática falta de respeto hacia los procedimientos y límites constitucionales. Puede que sea un demócrata liberal de corazón, pero sus acciones han creado una superpresidencia rusa. Esperemos que su sucesor no abuse de ella.

 

Conflictos étnicos y guerra

El 8 de diciembre de 1996, Jack Lang hizo un dramático viaje a Belgrado. El célebre político francés, antiguo ministro de Cultura, se sentía inspirado por las manifestaciones, en las que participaban decenas de millares de estudiantes, contra Slobodan Milosevic, un hombre al que Lang y muchos intelectuales occidentales consideraban responsable de la guerra de los Balcanes. Lang quería llevar su apoyo moral a la oposición yugoslava. Los dirigentes del movimiento lo recibieron en sus oficinas –el departamento de filosofía– sólo para despacharlo, declararlo “enemigo de los serbios” y ordenarle que abandonara el país. Los estudiantes no se oponían a Milosevic por comenzar la guerra, sino por no haberla ganado.

La confusión de Lang subraya dos presunciones comunes y con frecuencia equivocadas: que las fuerzas de la democracia son las fuerzas de la armonía étnica y de la paz. Ninguna de ellas es necesariamente verdadera. Las democracias liberales maduras suelen albergar divisiones étnicas sin violencia o terror y viven en paz con otras democracias liberales. Pero sin un historial de liberalismo constitucional, la introducción de la democracia en sociedades divididas ha fomentado el nacionalismo, los conflictos étnicos e incluso la guerra. El torrente de elecciones que se celebraron inmediatamente después del hundimiento del comunismo fueron 132 Política Exterior ganadas en la Unión Soviética y en Yugoslavia por separatistas nacionalistas y culminó con la desintegración de aquellos países. Ello no fue por sí mismo malo, puesto que ambos se habían mantenido unidos por la fuerza. Pero las rápidas secesiones sin garantías instituciones ni poder político para las muchas minorías que viven en los nuevos países, han causado una espiral de rebeliones, represión y, en lugares como Bosnia, Azerbaiyán y Georgia, guerra.

 

«Al examinar el desplome de las democracias de África y Asia en los años sesenta, dos estudiosos dedujeron que la democracia ‘sencillamente no es viable en un entorno de intensas preferencias étnicas’»

 

Las elecciones requieren que los políticos compitan por los votos del pueblo. En las sociedades que poseen fuertes tradiciones de grupos multiétnicos o de asimilación, es fácil organizar el apoyo siguiendo líneas raciales, étnicas o religiosas. En cuanto un grupo étnico llega al poder, tiende a excluir a todos los demás. El compromiso parece imposible; se puede regatear en asuntos materiales como la vivienda, los hospitales y las subvenciones ¿pero cómo se reparte la diferencia en una religión nacional? Una competición política tan divisoria puede degenerar rápidamente en violencia. Los movimientos de oposición, las rebeliones armadas y los golpes de Estado en África se han dirigido a menudo contra regímenes de base étnica, muchos de los cuales llegaron al poder mediante elecciones. Al examinar el desplome de las democracias de África y Asia en los años sesenta, dos estudiosos dedujeron que la democracia “sencillamente no es viable en un entorno de intensas preferencias étnicas”. Recientes estudios, practicados en particular sobre África y Asia central, han confirmado este pesimismo. Un distinguido experto en conflictos étnicos, Donald Horowitz, concluía: “Frente a esta recapitulación bastante sombría (…) de los fallos concretos de la democracia en sociedades divididas (…) se siente la tentación de darse por fracasado. ¿Qué objeto tiene celebrar elecciones en Zambia, si todo lo que a fin de cuentas hacen es sustituir un régimen dominado por Nyanja por otro dominado por los Bemba, los dos igualmente estrechos, o un régimen septentrional por otro meridional en Benin, ninguno de los cuales incorpora a la otra mitad del Estado?”.8

En el decenio pasado, uno de los debates más animados entre los estudiosos de las relaciones internacionales se centró en la “paz democrática”, la afirmación de que no hay dos democracias modernas que hayan ido a la guerra entre sí. El debate plantea interesantes cuestiones sustantivas (¿cuenta la guerra civil norteamericana?, ¿explican mejor la paz las armas nucleares?) e incluso los hallazgos estadísticos han planteado interesantes discrepancias. Pero aunque las estadísticas sean correctas, ¿qué las explica? Kant, el primer proponente de la paz democrática, mantenía que en las democracias los que pagan las guerras –es decir, el pueblo– toman las decisiones, por lo cual son comprensiblemente cautelosos. Pero esa pretensión da a entender que las democracias son más pacíficas que otros Estados. En realidad, son más belicosas y van a la guerra con más frecuencia y con mayor intensidad que la mayoría de los Estados. Sólo mantener la paz con las otras democracias.

Cuando se sondean las causas de esta correlación, una cosa se ve clara: la paz democrática es en realidad la paz liberal. Kant, en el siglo XVIII, creía que las democracias eran tiránicas y las excluía específicamente de su concepto de gobiernos “republicanos”, que vivían en una zona de paz. Para Kant, republicanismo significa separación de poderes, imperio de la ley, protección de los derechos individuales y algún tipo de representatividad en el gobierno (aunque no sufragio universal). Las demás explicaciones de Kant de la “paz perpetua” entre las repúblicas están relacionadas con su naturaleza liberal y constitucional: un respeto mutuo por los derechos de sus ciudadanos, un sistema de separación de poderes que garantiza que ningún dirigente pueda arrastrar a su país a la guerra y una política económica liberal clásica –lo más importante, el libremercado– que crea una interdependencia que hace costosa la guerra y útil la cooperación. Michael Doyle, el más destacado estudioso del tema, confirma en su reciente libro Ways of war and peace que, sin el liberalismo constitucional, la propia democracia no tiene cualidades que induzcan a la paz: “Kant desconfiaba del mayoritarismo sin trabas y democrático, y sus argumentos no ofrecen apoyo para la pretensión de que todas las políticas participatorias –las democracias– deben ser pacíficas, bien en general bien entre parientes democráticos. Muchas políticas participativas han sido no liberales. Durante dos mil años antes de la edad moderna, el gobierno popular se asociaba generalmente con la agresividad (Tucídides) o el éxito imperial (Maquiavelo) (…) La influencia decisiva del votante común puede muy bien incluir la limpieza étnica por encima de otras políticas democráticas”.

La distinción entre democracias liberales y no liberales arroja luz sobre otra llamativa correlación estadística. Los politólogos Jack Snyder y Edward Mansfield mantienen, valiéndose de una impresionante colección de datos, que en los últimos doscientos años los Estados democratizantes fueron a la guerra bastante más a menudo que las autocracias estables o las democracias liberales. En los países no asentados sobre el liberalismo constitucional, la ascensión de la democracia lleva consigo a menudo el hipernacionalismo y la belicosidad. Cuando el sistema político se abre, diversos grupos con intereses incompatibles ganan acceso al poder y presionan en favor de sus exigencias. Los dirigentes políticos y militares, que a menudo son restos del antiguo orden autoritario, se dan cuenta de que para tener éxito deben reunir a las masas en una causa nacional. El resultado es invariablemente una retórica y una política agresivas, que a menudo llevan a los países a la confrontación y a la guerra. Ejemplos notables son la Francia de Napoleón III, la Alemania del káiser Guillermo, el Japón Taisho y los países que figuran en los periódicos de hoy, como Armenia y Azerbaiyán, o la Serbia de Milosevic. La paz democrática tiene poco que ver con la democracia.

 

La ruta norteamericana

Un tratadista norteamericano viajó recientemente a Kazajstán en una misión patrocinada por el gobierno de Estados Unidos, con el fin de ayudar al nuevo Parlamento a redactar sus leyes electorales. Su homólogo, miembro destacado del Parlamento kazajo, desechó las muchas opciones que el experto norteamericano indicaba y dijo enfáticamente: “Queremos que nuestro Parlamento sea exactamente como su Congreso”. El tratadista se sintió horrorizado y recordaba más tarde: “Intenté decir algo que no fueran las tres palabras que me acudieron impetuosamente a la mente: no lo hagan”. Este punto de vista no es insólito. Los norteamericanos que se ocupan de la democracia tienden a ver su propio sistema como un torpe artilugio que ningún otro país debe imitar. De hecho, la adopción de ciertos aspectos de su marco constitucional podría mejorar muchos de los problemas asociados con la democracia no liberal. La idea que late tras la Constitución de Estados Unidos, que es el temor a la acumulación de poder, es tan pertinente ahora como lo era en 1789. Kazajstán, por su parte, se sentiría muy bien servido con un Parlamento fuerte –como el Congreso norteamericano– para controlar el insaciable apetito de su presidente.

Es extraño que EEUU sea tan a menudo el defensor de elecciones y democracias plebiscitarias en el extranjero. Lo característico de su sistema no radica en lo democrático que es, sino más bien en lo antidemocrático que es, por disponer, como lo hace, de múltiples cortapisas a las mayorías electorales. De sus tres ramas de gobierno, una –posiblemente la suprema– está encabezada por nueve hombres y mujeres no elegidos en un puesto vitalicio. Su Senado es la cámara alta menos representativa del mundo, con la única excepción de la Cámara de los Lores británica, que no tiene poderes. (Cada Estado envía dos senadores a Washington sin su población: los 30 millones de personas de California tienen tantos votos en el Senado como los 3,7 millones de Arizona, lo que significa que unos senadores que representan cerca del 16 por cien del país pueden bloquear cualquier ley que se presente.) De modo semejante, en las asambleas legislativas de todo EEUU, lo llamativo no es el poder de la mayoría, sino el de las minorías. Para contrarrestar aún más el poder nacional, los Estados y gobiernos locales son fuertes y combaten duramente cada intrusión federal en su campo. Las empresas privadas y otros grupos no gubernamentales, a los que Tocqueville llamó asociaciones intermedias, componen otro estrato de la sociedad.

El sistema norteamericano se basa en una concepción declaradamente pesimista de la naturaleza humana, según la cual no se puede confiar el poder a las personas. “Si los hombres fueran ángeles –según la famosa frase de Madison– ningún gobierno sería necesario”. El otro modelo de gobierno democrático en la historia occidental se basa en la Revolución Francesa. El modelo francés pone su fe en la bondad de los seres humanos. Puesto que el pueblo es la fuente del poder, éste debe ser ilimitado para que pueda crear una sociedad justa. (La Revolución Francesa, como observó lord Acton, no trata de la limitación del poder soberano, sino de la abrogación de todos los poderes intermedios que se le colocan delante.) La mayoría de los países occidentales ha adoptado un modelo francés –en pequeña medida porque a las elites políticas les gusta la perspectiva de dar más poder al Estado, ya que esto equivale a darse más poderes a sí mismas– y la mayoría ha sufrido paroxismos de caos, tiranía o incluso ambos. Esto no debe sorprender. Después de todo, desde su revolución, la propia Francia ha pasado por dos monarquías, dos imperios, una dictadura protofascista y cinco repúblicas.9

 

«Debe acometerse la labor intelectual de recuperación de la tradición liberal constitucional, clave de la experiencia occidental y del desarrollo del buen gobierno en todo el mundo»

 

Las culturas varían, y sociedades diferentes requieren diversas formas de gobierno. No se trata, por ello, de adoptar totalmente el modelo norteamericano, sino de tener en cuenta otra concepción de la democracia liberal. Antes de adoptar nuevas políticas debe acometerse la labor intelectual de recuperación de la tradición liberal constitucional, clave de la experiencia occidental y del desarrollo del buen gobierno en todo el mundo. El progreso político en la historia occidental ha sido el resultado de un creciente reconocimiento, a lo largo de los siglos, de que, como expresa la Declaración de independencia, los seres humanos tienen “ciertos derechos inalienables” y que “para garantizar estos derechos se instituyen los gobiernos”. Si una democracia no preserva la libertad y la ley, poco consuelo es que sea una democracia.

 

Liberalización de la política exterior

Una apreciación adecuada del liberalismo constitucional tiene una diversidad de implicaciones para la política exterior de Estados Unidos. En primer lugar, sugiere cierta humildad. Aunque es fácil imponer elecciones a un país, es más difícil imponer el liberalismo constitucional a una sociedad. El proceso de genuina liberalización y democratización es gradual y a largo plazo, en el que una elección es sólo un paso. Sin la adecuada preparación, puede incluso ser un paso en falso. Reconociéndolo, los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales están promoviendo cada vez más una amplia serie de medidas destinadas a robustecer el liberalismo cultural en los países en desarrollo.

El National Endowment for Democracy fomenta el libremercado, los movimientos sindicales independientes y los partidos políticos. La Organización para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos patrocina judicaturas independientes. Sin embargo, al final, los comicios lo cambian todo. Si un país celebra elecciones, Washington y la comunidad internacional toleran muchas cosas al gobierno resultante, como lo han hecho con Yeltsin, Akayev y Menem. En una época de imágenes y símbolos, las elecciones son fáciles de captar en película. (¿Cómo se televisa el imperio de la ley?) Pero la vida sigue después de las elecciones, especialmente para las personas que viven allí.

Por el contrario, la ausencia de elecciones libres y justas debe considerarse como una tara, no la definición de tiranía. Las elecciones son una importante virtud de gobernación, pero no la única virtud. Los gobiernos deben ser juzgados también con medidas de liberalismo constitucional. Las libertades económicas, civiles y religiosas están en el centro de la autonomía y dignidad humanas. Si un gobierno con democracia limitada amplía constantemente estas libertades, no se le debe calificar de dictadura.

A pesar de la reducida elección política que ofrecen países como Singapur, Malasia y Tailandia proporcionan mejor entorno para la vida, libertad y felicidad de sus ciudadanos que las dictaduras como Irak y Libia o democracias no liberales como Eslovaquia o Ghana; y las presiones del capitalismo global pueden impulsar hacia adelante el proceso de liberalización. Los mercados y la moral pueden trabajar unidos. Incluso China, que sigue siendo un régimen profundamente represivo, ha dado a sus ciudadanos más autonomía y libertad económica de la que han tenido en generaciones. Tiene que cambiar mucho más China antes de que pueda llamársele siquiera autocracia liberalizante, aunque no debe enmascararse el hecho de que ha cambiado mucho.

 

«El mayor peligro que plantean las democracias no liberales –aparte del que representan para sus pueblos– es que desacreditan a la propia democracia liberal, proyectando una sombra sobre la gobernación democrática»

 

Finalmente, debemos hacer revivir el constitucionalismo. Un efecto del énfasis exagerado sobre la pura democracia es que se hace poco esfuerzo en la creación de constituciones imaginativas para países en vías de desarrollo. El constitucionalismo, tal como lo entendieron sus mayores exponentes del siglo XVIII, como Montesquieu y Madison, es un complicado sistema de controles y equilibrios destinado a evitar la acumulación de poder y su abuso. Esto no se hace sencillamente escribiendo una lista de derechos, sino construyendo un sistema en el que el gobierno no viole esos derechos. Diversos grupos deben quedar incluidos y recibir poderes porque, como explicó Madison, “hay que hacer que la ambición contrarreste a la ambición”. Las constituciones tenían también el objeto de moderar las pasiones del pueblo, creando gobiernos no sólo democráticos sino deliberativos. Desgraciadamente, la rica variedad de cargos no elegidos, votos indirectos, disposiciones federales y controles y equilibrios que caracterizaron a tantas de las constituciones formales y no formales de Europa se ve ahora con suspicacia. Lo que puede llamarse síndrome de Weimar –así llamado por la Constitución alemana de entreguerras, tan bellamente construida, que no consiguió evitar el fascismo– ha hecho que la gente mire las constituciones como simple papel que no puede significar mucha diferencia. (Como si cualquier otro sistema en Alemania hubiera podido fácilmente la derrota militar, la revolución social, la gran depresión y la hiperinflación.) Los procedimientos que inhiben la democracia directa se consideran falsos amordazando la voz del pueblo. Hoy vemos en todo el mundo variaciones de la misma cuestión mayoritaria. Pero lo malo de estos sistemas en los que el ganador se lo lleva todo es que, en la mayoría de los países democratizantes, el ganador se lleva realmente todo.

Vivimos en una época democrática. A lo largo de una gran parte de la historia humana, el peligro para la vida, libertad y felicidad de un individuo procedía del absolutismo de las monarquías, el dogma de las iglesias, el terror de las dictaduras y la mordaza del totalitarismo. Todavía subsisten dictadores y unos pocos regímenes totalitarios aislados, pero cada vez más resultan anacronismos en un mundo de mercados, información y medios globales. Ya no hay alternativas respetables a la democracia; es parte del atavío a la moda de la modernidad. Así pues, los problemas de la gobernación en el siglo XXI serán probablemente problemas dentro de la democracia. Esto hace que sean más difíciles de tratar, revestidos, como están, de la capa de la legitimidad.

Las democracias no liberales obtienen legitimidad, y por lo tanto la fuerza, por el hecho de que son razonablemente democráticas. A la inversa, el peligro mayor que plantean las democracias no liberales –aparte del que representan para sus propios pueblos– es que desacreditan a la propia democracia liberal, proyectando una sombra sobre la gobernación democrática. Esto no deja de tener precedentes. Cada oleada de democracia ha precedido a retrocesos en los que se ha considerado inadecuado el sistema y ambiciosos jefes e inquietas masas han buscado nuevas alternativas. El último de tales períodos de desencanto, en la Europa de los años de entreguerras, fue aprovechado por demagogos, muchos de los cuales fueron inicialmente populares e incluso elegidos. Hoy, frente a un difundido virus de antiliberalismo, el papel más útil que la comunidad internacional y, con mayor importancia, Estados Unidos, puede desempeñar –en vez de buscar nuevos territorios que democratizar y nuevos lugares en los que celebrar elecciones– es consolidar la democracia donde ha arraigado y estimular el gradual desarrollo del liberalismo constitucional en todo el mundo. La democracia sin liberalismo constitucional no sólo es inadecuada, sino peligrosa, y lleva consigo la erosión de la libertad, el abuso del poder, la división étnica e incluso la guerra. Hace ochenta años, Woodrow Wilson introdujo a Estados Unidos en el siglo XX con una consigna: hacer el mundo seguro para la democracia. Al acercarnos al próximo siglo, nuestra tarea es hacer a la democracia segura para el mundo.

 

Notas:

  1. Roger Kaplan, ed. Freedom around the world, 1997, Nueva York: Freedom House 1997, págs. 21-22. El examen clasifica a los países en dos escalas de siete puntos, en cuanto a derechos políticos y libertades civiles (lo más bajo es mejor). He considerado a todos los países con una gradación combinada de entre cinco y diez para la democratización. Los números de porcentaje se basan en los números de Freedom House, pero en el caso de ciertos países no me he adherido estrictamente a sus clasificaciones.‘ Aunque el Informe es un extraordinario logro –amplio e inteligente–, su metodología compara ciertos derechos constitucionales con procedimientos democráticos, lo que confunde los asuntos.
  2. Freedom in the World: The Annual Survey of Political Rights and Civil Liberties, 1992-93, Freedom in the World, 1989-90.
  3. El término “liberal” se utiliza aquí en su antiguo sentido europeo, que actualmente se suele llamar liberalismo clásico. En Estados Unidos ha llegado a significar hoy algo muy distinto, es decir la política que defiende el Estado benefactor moderno.
  4. Indonesia, Singapur y Malasia son ejemplos de autocracias liberalizantes, mientras Corea del Sur, Taiwán y Tailandia son semidemocracias liberales. Ambos grupos, sin embargo, son más liberales que democráticos, lo cual es también cierto en lo que respecta a la única democracia liberal de la región: Japón. Papúa Nueva Guinea y, en menor medida, Filipinas, son los únicos ejemplos de democracia no liberal de Asia oriental.
  5. Larry Diamond, “Democracy in Latin America”, en Tom Faren, ed., Beyond sovereignty: collectively defending democracy in a world of sovereign States. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1996, pág. 73.
  6. Myron Weiner, “Empirical democratic theory”, en Myron Weiner y Ergun Ozbudun, eds. Competitive Elections in Developing Countries, Durham: Duke University Press, 1987, pág. 20. Realmente hay democracias en el Tercer Mundo que no son antiguas colonias británicas, pero la mayoría lo fueron.
  7. Véase Arthur Schlesinger, New viewpoints in American History, Nueva York: Macmillan, 1922, págs. 220-240.
  8. Véase Alvin Rabushka y Kenneth Shepsle, Politics in plural societies: A theory of democratic instability, Columbus: Charles E. Merrill, págs. 62-92; Donald Horowitz: “Democracy in divided societies”, en Larry Diamond y Mark F. Plattner eds. Nationalism, ethnic conflict and democracy, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1994, págs 35-55.
  9. Véase Bernard Lewis, “Why Turkey is the only muslim democracy”, Middle East Quarterly, marzo de 1994, págs. 47-48.