POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 4

Este-Oeste: La impotencia de la democracia imperial

Bernard Bonilauri
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El 11 de abril de 1945, unas horas antes de morir, el presidente Roosevelt escribió estas asombrosas líneas: “Voy a minimizar todo lo posible la cuestión general soviética; de una forma u otra este problema parece plantearse a diario […]. Debemos mantenernos firmes; hasta ahora la línea que hemos seguido es la línea justa.” El jefe del Estado americano se mantenía, por tanto, fiel a sus convicciones profundas; estimaba que la única oportunidad de construir una paz sólida, en aquel mundo destruido por las locuras totalitarias de los nazis, dependía de un verdadero entendimiento con Stalin.

La doctrina rooseveltiana no se reducía a un simple cálculo de utilidad diplomática; Roosevelt no razonaba a la manera de los enemigos del comunismo, que sólo por realismo político aceptaban discutir con los hombres del Kremlin. En el realizador del New Deal existía una convicción; una especie de idealismo ingenuo y terrible. Roosevelt deseaba creer en las virtudes del socialismo soviético. Tenía confianza en Stalin, a quien denominaba amigablemente “uncle Joe”. La prueba la proporciona su correspondencia con Winston Churchill: “Sé que no le molestará que sea franco y casi brutal al decirle que personalmente puedo dialogar con más facilidad con Stalin que con el Foreign Office o incluso que con mi propio State Department.” Al regreso de la Conferencia de Yalta, Roosevelt trazó un delirante retrato moral del “padre de los pueblos”: “Pienso –confió a los miembros de su gabinete– que en su naturaleza abriga las maneras de ser y de comportarse de un caballero cristiano.”

Como se sabe, Winston Churchill era, por el contrario, mucho más escéptico. Las ilusiones nacidas en Yalta no podían durar largo tiempo; el primer ministro británico tuvo pronto ocasión de constatar que los soviéticos, lejos de cambiar su sistema de conducta, no tenían otro objetivo que el…

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