AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 68

A principios de marzo de 2023, Irán y Arabia Saudí acordaron reanudar sus relaciones diplomáticas. En la imagen, Ali Shamkhani, máximo responsable de seguridad de Irán, Wang Yi, ministro de Asuntos Exteriores de China, y Musaid al Aiban, asesor de Seguridad Nacional de Arabia Saudí. Pekín, 10 de marzo de 2023. Ministerio de Asuntos Exteriores chino/Agencia Anadolu vía Getty Images.

Irán: Repercusiones regionales de la crisis

La influencia regional de Irán, que se materializa mediante la ayuda a aliados como Hezbolá o Hamás, o por su rivalidad con Arabia Saudí, podría verse limitada si la crisis económica y política perdura.
Simon Mabon
 | 

En septiembre de 2022, la policía de la moral de la República Islámica de Irán detuvo a la joven Mahsa Amini, que murió posteriormente bajo custodia. La muerte de Amini desató una oleada de protestas que se extendió a todo el país, amenazando la propia supervivencia del Estado. En los meses siguientes, más de 400 personas han muerto a manos de los servicios de seguridad del régimen, decenas de miles han sido detenidas, y muchas otras han sido condenadas a la pena capital. A pesar de la brutal represión, las protestas representan el rechazo público más prolongado al régimen clerical desde su instauración en 1979.

Aunque de carácter predominantemente nacional, los acontecimientos de Irán pueden tener implicaciones regionales, lo cual muestra la importancia del país en las intrigas políticas, religiosas y de seguridad de Oriente Medio. En los últimos años, la República Islámica ha intentado influir en la zona utilizando recursos ideológicos, económicos, militares, culturales y religiosos. En consecuencia, cabe esperar que las protestas en su territorio tengan repercusiones en las relaciones transnacionales.

Al mismo tiempo, a la vista del agravamiento de la crisis interna, el Líder Supremo, Ali Jamenei, ha querido aprovechar el papel regional de Irán –sobre todo en la causa palestina– para consolidar su legitimidad, aunque con éxito limitado. A pesar de la crueldad con la que el régimen ha respondido a las protestas, los aliados de Irán se han pronunciado en contra de los movimientos antigubernamentales y los han condenado, alegando que son consecuencia de la manipulación exterior. En cambio, destacados clérigos chiíes, entre ellos el gran ayatolá Ali Sistani de Irak y algunos miembros de la propia Asamblea de Expertos de Irán, han instado al Estado a poner fin a la violencia. En un momento en que la popularidad de la República Islámica en territorio nacional está en declive, queda por ver cómo afectará esto a su atractivo entre sus aliados de la zona.

Además de las protestas en Irán, otros países de Oriente Medio, principalmente Irak y Líbano, han sido escenario de importantes disturbios que han puesto en entredicho la organización de la seguridad regional.

 

El papel de Irán en la zona

En los últimos años, las acciones de Irán en la región se han desarrollado en un contexto de rivalidad con otras potencias regionales, sobre todo Arabia Saudí. Sin embargo, la influencia iraní en su entorno se suele sobrevalorar, en parte a través del relato lleno de estereotipos orientales y profundamente problemático de las “guerras subsidiarias”. Si bien es innegable que Teherán ejerce influencia debido a su capital económico y político, la intensidad de esta varía, lo cual refleja la distribución del poder en esos países y la capacidad de otros actores regionales de alcanzar sus propios objetivos.

Desde el derrocamiento del régimen baazista de Saddam Hussein en 2003, Irán y Arabia Saudí se han disputado la influencia en Oriente Medio. La consecuencia es un antagonismo en el que las aspiraciones geopolíticas se funden con la reivindicación del liderazgo religioso. Esta múltiple rivalidad entre Riad y Teherán aprovecha las complejidades y contingencias de la región, y produce reacciones opositoras que adoptan diferentes formas en función de la ordenación de esos espacios.

 

 

Desde Líbano hasta Yemen, la hostilidad se ha manifestado en diferentes escenarios, y tanto Riad como Teherán han sacado partido de las circunstancias y del laberinto de la política local para alcanzar sus metas. Pero, al mismo tiempo, los actores locales han intentado cultivar sus propias relaciones con las potencias regionales –entre ellas Irán, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Catar–, de manera que su capacidad de decidir y actuar es muy superior a lo que muchos creen.

En parte, esto se debe al relato, altamente problemático y basado en tópicos sobre Oriente, de las “guerras subsidiarias”, según el cual, a lo largo de las últimas dos décadas, Irán y Arabia Saudí han controlado a los clanes de la zona que les son afines ideológicamente, y han entrado en alguna forma de conflicto entre grupos prosaudíes y proiraníes en Baréin, Irak, Líbano, Siria y Yemen. Esta interpretación de los hechos es problemática por distintas razones. En primer lugar, exagera la influencia de Irán y Arabia Saudí en la región; segundo, confunde el carácter de las identidades transfronterizas; y tercero, reduce unas dinámicas políticas, sociales y económicas complejas a una visión estática y esencialista de las relaciones sectarias.

Para analizar las consecuencias regionales de las protestas en Irán, es esencial comprender la naturaleza del compromiso iraní en Oriente Medio y de la rivalidad con Arabia Saudí. Sin esta base sólida, se extraen precipitadamente conclusiones discutibles que, además de ser engañosas, refuerzan las creencias xenófobas sobre las identidades sectarias y el islam en general.

A pesar de estas advertencias, Irán tiene un papel activo en diversos ámbitos en Oriente Medio. En un intento de influir en los asuntos regionales, Teherán ha entablado relaciones con grupos con una amplia implicación en acciones de resistencia, como Hezbolá y Hamás, así como con otras milicias chiíes como las Fuerzas de Movilización Popular de Irak o los hutíes de Yemen, y con actores políticos por lo general pertenecientes a esa misma rama del islam. Estas relaciones se establecieron en las décadas siguientes a la instauración de la República Islámica en 1979, aprovechando la inestabilidad política en la región. Sin embargo, este compromiso iraní tiene lugar al tiempo que otros actores, principalmente Arabia Saudí, compiten por la influencia, y las señas de identidad religiosas y étnicas trazan líneas de inclusión y exclusión.

Reflexionar sobre la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán –que oscila entre periodos de hostilidad y de floreciente acercamiento– ofrece numerosas revelaciones sobre la naturaleza de la política regional. En las décadas que siguieron a la formación del actual Estado saudí y antes de la instauración de la República Islámica de Irán, Riad y Teherán tenían una relación en gran medida amistosa, salpicada por episodios de conflicto territorial. Aunque en Irán la religión desempeñaba un papel muy diferente, debido a la importancia del chiismo en la sociedad, la represión de la población chií por parte de Ibn Saud –fundador del actual Estado saudí– se granjeó la condena del sha.

Tras la instauración de la República Islámica, ambos países se enzarzaron en una rivalidad que combinaba las aspiraciones regionales con las reclamaciones de legitimidad religiosa, y que extendió su campo de acción a todo Oriente Medio mediante el establecimiento de relaciones con grupos afines en las que la hostilidad contra Estados Unidos e Israel desempeñaba un papel protagonista. Desde 2003 hasta la actualidad, las relaciones se han vuelto cada vez más hostiles. Como consecuencia de ello, Teherán y Riad se encuentran en bandos opuestos en los conflictos de Siria, Yemen e Irak.

Sin embargo, en los últimos años, ambos países han emprendido una serie de conversaciones dirigidas a mejorar su relación. Se han puesto en marcha iniciativas diplomáticas con diferentes formatos, desde procesos de diplomacia paralela dirigidos a transformar las relaciones, hasta otros de diplomacia intermedia enfocados más oficialmente a resolver problemas de seguridad. El reciente acercamiento entre Irán y Arabia Saudí demuestra que las relaciones pueden mejorar, aunque apenas se ha hablado –por el momento– de cómo el acuerdo ayudará a poner fin a la guerra en Yemen.

El incentivo tanto de Teherán como de Riad para dialogar tiene que ver con la economía. Mientras que Irán se enfrenta a graves presiones económicas, el coste de la guerra en Yemen –y los daños redundantes de un conflicto de esas características– está teniendo un efecto debilitador en la economía saudí en un momento en que el príncipe heredero, Mohamed Bin Salmán, intenta llevar a la práctica su ambiciosa Vision 2030. Por ello, ambos países han visto la oportunidad de mejorar su situación económica resolviendo las viejas tensiones regionales.

Un factor decisivo para que la República Islámica pudiera ejercer influencia –en diferentes grados– fue conjugar el apoyo ideológico y material a actores de toda la región. Desde el punto de vista ideológico, la articulación de una visión del orden basada en una retórica de la resistencia y en la identidad chií encontró eco entre las comunidades de esta rama del islam de todo Oriente Medio (y más allá), lo cual dio lugar al surgimiento de grupos como Hezbolá en Líbano o el Frente Islámico para la Liberación de Baréin. Este apoyo ideológico se complementa con la provisión de recursos financieros y, en algunos casos, de armas.

La generosidad económica de Irán ha sido una pieza clave de su capacidad para generar –y mantener– lazos estrechos con grupos de la zona. Algunos cálculos indican que Teherán dona cada año alrededor de 700 millones de dólares a Hezbolá, aunque es difícil determinar la cifra exacta.

Los problemas económicos siguen afectando seriamente a la capacidad iraní de actuar en Oriente Medio, lo cual parece indicar el éxito de la estrategia de Donald Trump. Paralizar la economía iraní ha sido durante mucho tiempo un objetivo de los partidarios de la línea dura de Estados Unidos y de otros países. La campaña de “máxima presión” promovida por la administración Trump tras la retirada de Estados Unidos del Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés) se diseñó pensando en ese objetivo. Del mismo modo, la imposición de sanciones a Irán por parte de los gobiernos occidentales ha tenido un efecto perjudicial para la sociedad iraní. Tras la represión del régimen contra las manifestaciones, los países occidentales han impuesto sanciones a una serie de autoridades e instituciones clave, lo cual refleja el interés de la comunidad internacional por los acontecimientos. El hecho de que el Parlamento Europeo declarara a la Guardia Revolucionaria iraní grupo terrorista ha intensificado la presión social, pero también ha reforzado la retórica del régimen sobre la injerencia exterior.

Mientras Teherán sigue recibiendo el apoyo de actores de toda la zona, la presión sobre la República Islámica se extiende a las relaciones regionales. Hasan Nasralá secretario general de Hezbolá, ha recalcado públicamente que el Partido de Dios no tendrá problemas económicos mientras la República Islámica tenga dinero. Como era de esperar, Nasralá criticó las protestas calificándolas de complot extranjero y de acto de sedición obra de Estados Unidos y sus aliados. Ahora bien, ¿qué pasa cuando la República Islámica no tiene acceso a sus recursos financieros?

Hace dos años, miembros destacados de Hezbolá distribuyeron entre los militantes del partido la tarjeta “Sajjad” que les permitía comprar alimentos con un 60% de descuento siempre que fuera en tiendas que vendieran productos iraníes. Sin embargo, en los últimos tiempos, la tarjeta se ha encontrado con problemas debido a que la República Islámica no ha podido enviar alimentos básicos a Líbano a causa de las protestas y las dificultades económicas. La consecuencia ha sido que el Estado se ha quedado sin recursos y la población depende de grupos como Hezbolá para recibir ayuda. Pero dado que la República Islámica se enfrenta a retos internos, su capacidad para prestar apoyo a sus aliados es cada vez más incierta.

En respuesta, la Guardia Revolucionaria iraní ha puesto en marcha estrategias creativas para proporcionar ayuda financiera a esos aliados. Una de ellas, descubierta por la sección marítima de Lloyd’s de Londres, consistía en pasar oro de contrabando de Irán a Turquía para luego venderlo y repartir los beneficios entre los aliados. En otro caso, parece que funcionarios del Estado iraquí cogieron dinero y se lo entregaron a Hezbolá. En última instancia, sin embargo, la capacidad de la República Islámica para ejercer influencia en toda la región parece estar en peligro, con consecuencias colaterales para sus aliados en todo Oriente Medio.

 

Avanzar hacia el futuro

Aunque predecir el futuro no es competencia de los expertos que estudian la zona, es posible imaginar tres escenarios verosímiles.

El primero es que estas protestas no sean más que una oleada pasajera, la articulación de una frustración latente de la población de todo el país que acabará diluyéndose. Quienes defienden esta visión se remiten al Movimiento Verde y a las protestas de 2009, que apuntaron a un futuro político alternativo, pero fueron aplastados por el Estado. La respuesta gubernamental a la crisis actual recuerda los levantamientos de 2009, cuando se hizo uso de los mecanismos del poder soberano para aplicar el control biopolítico a la población.

En un escenario así es fácil imaginar que el régimen redoble su apuesta por la línea dura en la política nacional y regional. Sin embargo, debido a los problemas económicos actuales, sería necesaria una inyección de capital. Esto podría conseguirse resucitando de alguna forma el JCPOA, aunque con importantes obstáculos.

El segundo escenario es que el régimen permanezca en el poder, pero emprenda una serie de reformas drásticas para apaciguar a los manifestantes y eliminar la posibilidad de futuros disturbios. Esto implicaría una flexibilización de las normas sociales más estrictas y quizá una nueva concepción del contrato social. Por supuesto, la política exterior seguiría siendo competencia de la Guardia Revolucionaria, cuya actitud ante los saudíes y otros rivales regionales manifiesta una posición de intransigencia. Sin embargo, también en este caso los problemas económicos pueden impulsar un regreso al JCPOA, además de mantener el diálogo con Arabia Saudí, que ha cobrado impulso durante la presidencia de Ebrahim Raisi, aunque estas iniciativas diplomáticas han suscitado la preocupación de algunos actores regionales.

El último escenario es un cambio revolucionario: el derrocamiento de la República Islámica y el final del velayat-e-faqih [gobierno del jurisconsulto]. La visión de la organización política de Ruhollah Jomeini –según la cual esta se lleva a cabo bajo supervisión clerical en espera del Imam-e-Zamam [el Imán de los Tiempos]– se hizo oír en toda la zona a través del apoyo prestado a los “oprimidos” del mundo musulmán y la implicación en grupos de resistencia contra los opresores, es decir, Israel y Estados Unidos.

Si la visión política de Jomeini llegara a su fin, el panorama político y económico posrevolucionario sería de caos e incertidumbre, ya que diversos grupos intentarían imponer sus propias ideas en la antigua República Islámica. Dentro de esta incertidumbre se plantean una serie de cuestiones de política exterior: ¿seguiría adoptando el nuevo Estado una postura no alineada en la política mundial? Y desde esa posición, ¿seguiría prestando apoyo a grupos como Hezbolá y los hutíes?

El consenso general entre los expertos que estudian Irán es que el régimen sobrevivirá. La profundamente represiva estrategia necropolítica de regulación de la vida –matando a los manifestantes y creando un clima de miedo– sumada al hecho de que actualmente las protestas no alcanzan el volumen que se suele considerar necesario para llevar a cabo una revolución, garantizará con toda probabilidad la supervivencia inmediata de la República Islámica. Sin embargo, seguirá teniendo graves problemas, muchos de los cuales afectarán al papel de Irán en Oriente Medio. El principal tiene que ver con las dificultades y las devastadoras condiciones económicas a las que se enfrentan los iraníes. La campaña de máxima presión de la administración Trump tuvo consecuencias destructivas para el país, y las consiguientes baterías de sanciones impuestas a órganos clave del Estado han agravado el problema.

Dos cuestiones con relevancia regional serán decisivas para lo que venga después, sea lo que sea. Los iraníes llevan mucho tiempo expresando su frustración por la situación socioeconómica, lo cual ha encendido su ira contra el Estado. Una de las causas de esta rabia es que se esté proporcionando ayuda a los aliados de Oriente Medio mientras la población de Irán sufre dificultades económicas. Aunque un regreso al JCPOA facilitaría el tan necesario estímulo a la economía iraní –algunos cálculos indican que se le sumaría un billón de dólares de aquí a 2030–, parece que, tras un nuevo estancamiento de las conversaciones, el proceso está al borde de la agonía. Del mismo modo, aunque el diálogo encaminado a mejorar las relaciones con Arabia Saudí también inyectaría un capital muy necesario, la resolución de este asunto es compleja y está estrechamente ligada a la dinámica regional.

Una segunda cuestión se refiere a la sucesión: ¿quién sustituirá a Ali Jamenei como Líder Supremo? Esta elección determinará el futuro carácter de la República Islámica. Un candidato de línea más dura podría reforzar la posición de resistencia del Estado y el apoyo de este a los actores regionales.

En un momento de inestabilidad nacional y regional, las manifestaciones y los esfuerzos del Estado por controlar la vida en Irán tendrán consecuencias para todo Oriente Medio, y pondrán de manifiesto una vez más la complejidad y la interseccionalidad de los asuntos nacionales y regionales. Aunque no es posible predecir el desenlace de las protestas, la crisis económica y política de más amplio alcance puede acabar limitando la capacidad de Teherán de operar en toda la región como hasta ahora. Incluso si el régimen sobrevive hoy, las frustraciones subyacentes seguirán siendo las mismas./