POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 82

Le Carré: los espías como pretexto

Le Carré elevó el caos de la guerra fría a la categoría de argumento literario, romántico, con sus novelas de espías llenas de héroes secretos y canallas públicos.
Julio Trujillo
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La novela que lanzó a la fama mundial a David John Moore Cornwell, más conocido como John Le Carré, fue El espía que surgió del frío, publicada en 1963. El libro marcó una época, un entorno, una forma de entender el servicio al Estado y a las ideas propias. La novela convirtió en contexto literario lo que era una realidad política: la guerra fría en su versión más caliente, Berlín; la ciudad de la escasez, de las intrigas, de la casi guerra, delimitada entre Check Point Charlie y la autopista que comunicaba con la República Federal, y la libertad, las huidas a través del muro y los juegos, con frecuencia mortales, entre espías y contraespías.

El escenario: las esquinas y los cafés de la Unten den Linden o de la Ku Damm; las bocas de metro, cuyas líneas, ignorando la situación política, entraban y salían del sector soviético o el alemán oriental sometido a controles iguales o superiores a los de los nazis; los hoteles modestos y los más elegantes. Un telón de fondo para una guerra fría que podía convertirse en caliente en cualquier momento, por cualquier descuido.

 

le carre

El espía que surgió del frío
John Le Carré
Barcelona: Debolsillo, 2020

 

John Le Carré elevó ese caos a la categoría de argumento literario, romántico, de héroes secretos y canallas públicos. Un mundo que, justo es decirlo, describiría más tarde con singular maestría Len Deighton recorriéndolo su protagonista, Bernard Samson, a la vez que ejercía de agente británico en los sutiles, sórdidos y cínicos círculos de la sociedad berlinesa superviviente del nazismo, de la guerra y del cerco comunista.

De hecho, Le Carré fue agente del servicio secreto británico, más conocido como MI-6, oficialmente inexistente y cuya especialidad era interrogar, en Berlín o Londres, a los huidos de Alemania oriental que aspiraban a instalarse en Occidente para descartar que fueran agentes soviéticos destinados a situarse tras las líneas occidentales.

Fue El Topo, (1974), el libro con que Le Carré colocó los cimientos de una especie literaria, la novela de espías, el género que sirvió para poner sobre la mesa-camilla delicados problemas internacionales: amenazas, maniobras, intrigas y ataques a los gobiernos y al bienestar que tejían las relaciones entre los países, incluso entre los aliados, y especialmente las relaciones Este-Oeste. De la complejidad de estos asuntos los ciudadanos apenas tienen conocimiento, pero existen y los gobiernos los afrontan desde la sombra, la discreción y, a veces, con acciones probablemente necesarias pero que no forman parte de las reglas del juego público.

En suma, Le Carré se adentró en la descripción de los servicios secretos como instrumento de política exterior e interior para impedir el estallido de conflictos y garantizar que, si se desencadenaban, se estuviera en disposición de tomar la delantera al enemigo y alcanzar la victoria. Todo un homenaje a aquellos soldados secretos y heroicos siempre despreciados pero imprescindibles para todos los gobiernos.

El Topo –traducción española de Tinker, tailor, soldier, spy, es decir, calderero, sastre, soldado, espía, un juego de palabras que Le Carré hace con el estribillo de una vieja canción infantil inglesa– fue la primera novela de una trilogía, completada con El honorable colegial (1977) y La gente de Smiley (1980). En ella describe una operación clásica de los servicios de inteligencia: la búsqueda de un traidor, un agente doble, un espía pasado al enemigo. El protagonista se ha convertido en paradigma de espías, llevado al cine con notable éxito por Alec Guiness: George Smiley, a quien intentan parecerse los agentes británicos verdaderos en el exterior, según los entendidos en estos asuntos.

La trilogía tiene todos los elementos de ese mundo: espías lejos de sus hogares demasiado tiempo y con un alto riesgo de infidelidad por parte de sus parejas; la homosexualidad como arma de chantaje de los servicios secretos para obtener colaboración de los adversarios; la propia formación espiritual y emocional del espía al que su trabajo le obliga a ser reflexivo, prudente, paciente, inflexible, sereno, implacable, buen observador y extraordinariamente leal y disciplinado. El negocio no funciona bien sin este último elemento humano. Smiley, experto en arquitectura religiosa alemana, canaliza sus conocimientos hacia el hombre, sus debilidades y sus frustraciones, que en el fondo no son distintas de las suyas. Sólo cuando Smiley descubre que su esposa Anne le miente para serle infiel, no elige vengarse del mundo entero, sino perseverar en su entrega al Estado, a unos intereses que, aunque no esté de moda decirlo, se sitúan por encima de los puntos de vista y los intereses personales.

Creando este mundo de papel, Le Carré hacía frente, literariamente, a una pesadilla obsesiva para el MI-6: la penetración soviética. No ha existido ningún servicio más infiltrado por los espías soviéticos. Ni, en honor a la verdad, ninguno con más éxitos en la obtención de información tras las líneas antes soviéticas y ahora rusas. Por las páginas de la trilogía pasan los integrantes del círculo de Cambridge, agentes británicos que trabajaron para los soviéticos y que estaban unidos por un izquierdismo estético, la homosexualidad, el alcoholismo, la ambición o el ego desmedido. Es fácil descubrir entre los personajes a Kim Philby, el agente doble al servicio de la URSS y condecorado por Francisco Franco, que lo consideraba simpatizante suyo y hoy enterrado en Moscú cerca de Nikita Jruschov; Donald McLean o el crítico de arte sir Anthony Blunt, asesor de la reina y agente de Moscú.

Hoy aquel mundo no existe aunque queda mucho de él. Todo ha cambiado, pero los protagonistas son los mismos, con los mismos métodos, las mismas armas y las mismas amenazas, aunque algunas de ellas tengan ahora otra bandera. Los recientes descubrimientos de la CIA y el FBI de profundas infiltraciones soviéticas, mantenidas durante los últimos treinta años, han sido un trauma y una lección para Occidente. Existe una constante en la política exterior rusa y en la defensa de sus intereses que une a Pedro el Grande y a Vladimir Putin, pasando por Lenin y los suyos. La política exterior no está dictada por las simpatías ni por la ideología sino por la necesidad, o al menos por la apreciación que un país concreto tiene de sus necesidades. En ese contexto, los servicios secretos, que no son otra cosa que un instrumento más de la política, no han perdido importancia. Sólo tienen que adaptarse al terreno para servir mejor en el nuevo escenario, aunque no siempre lo perciba así el poder político.

En El peregrino secreto (1991), Le Carré sitúa a Smiley ante un panorama de jóvenes aspirantes a agentes secretos y les plantea el gran dilema, moral y de principios –y por supuesto operativo– para los espías de todo el mundo occidental, más funcional para los políticos: la guerra fría ha acabado formalmente –el muro de Berlín había caído el 9 de noviembre de 1989–, la hemos ganado y, sin embargo, es la primera victoria en la que los vencedores no pueden levantar la bandera, juzgar a los vencidos, imponerles un nuevo marco político que sancione sus errores y sus crímenes y sacar ventaja política, militar y económica para bien de las sociedades vencedoras. Esto acabará llegando, dice Smiley, pero no sobre la euforia y la fuerza de la victoria sino como subproducto lento de la misma.

Esa afirmación parece haber resultado certera: de alguna manera, las Naciones Unidas siguen respondiendo a la situación creada tras la Segunda Guerra mundial, con unos vencidos y otros vencedores y no al nuevo marco real, de ahí su ineficacia; los vencedores en la guerra fría, y a veces caliente, tienen que contar con los vencidos para diseñar un nuevo orden en los Balcanes; los vencidos han recuperado influencia en Oriente Próximo y, además, en una zona tan vital para Occidente y tan desestabilizada por culpa del viejo orden de los vencidos como es el Cáucaso, los vencedores dejan que, de hecho, sean los vencidos los que impongan orden y justicia.

Esto fue planteado antes que por los medios de comunicación por el propio Le Carré en su libro Nuestro juego (1995), que aborda el conflicto entre Chechenia y Rusia y la combinación de intereses petrolíferos, fundamentalismo musulmán, negocio de drogas y armas, terrorismo y clanes criminales tan antiguos como la misma tierra caucasiana.

Sin embargo, no hay mucho tiempo para debatir dilemas morales o políticos. El escenario ha cambiado de manera acelerada y a los agentes secretos sus gobiernos ya les están encargando otras tareas, vigilar otras amenazas, atisbar el horizonte para barruntar desde dónde y con qué armas llegan los nuevos bárbaros. Y, una vez más, Le Carré se anticipa a las nuevas instrucciones concretas, a los nuevos planes estratégicos. Con El infiltrado (1993) señala el creciente peligro de los carteles de la droga, asunto que vuelve a tocar en relación con el blanqueo de dinero en Single and single (1999).

El autor británico ha tenido la virtud de adelantarse al futuro de sus bien conocidos servicios de inteligencia. Terminada la guerra fría, llegaban otros problemas, riesgos nuevos para los Estados y viejas amenazas con nuevas formas.

Pero antes, su literatura siguió paso a paso los cambios de alma de los espías, de los propios servicios secretos. La etapa de transición entre la decadencia de una época y su transformación en otra, la cubre Le Carré con obras que, sin perder de vista el mismo escenario, le permiten salirse de las grandes líneas del conjunto. Así, en La chica del tambor (1983), se adentra en el conflicto de Oriente Próximo describiendo la sofisticación de los servicios secretos israelíes para hacer frente a la complicada trama terrorista que en los años sesenta estaba conectada con la ultraizquierda europea y notoriamente con la alemana, apoyada desde Berlín oriental.

Le Carré ha llegado más lejos. Su conocimiento del mundo de los servicios secretos y sus dotes literarias le llevaron no sólo a seguir los avatares políticos internacionales y su repercusión en aquéllos. El autor entra en la dimensión humana del espía, en sus desgarros emocionales y personales, en sus tentaciones, en sus pequeñas o grandes miserias y traiciones, así como en sus actos de heroísmo anónimo. Escribe una estupenda y divertida novela policíaca Asesinato de calidad (1962) que protagoniza, ¡como no!, Smiley, aprovechando unas vacaciones o un período sabático; explora el alma atormentada del agente secreto en El espía perfecto (1996), y juega con el engaño, la ambición mediocre, la paranoia y la ignorancia en El sastre de Panamá (1992) de manera parecida a como lo hizo Graham Greene, también con espías, en su notable novela Nuestro hombre en La Habana (1997).

En el último libro de Le Carré, El jardinero fiel (Barcelona: Areté, 2001), se combinan muchos de sus elementos anteriores. Por una parte vuelve a anticiparse a los hechos: el poder y la ambición sin escrúpulos de algunos representantes de la gran industria farmacéutica. Por otra, recrea el ambiente diplomático, que describe en un mundo en el que entran a partes iguales el realismo necesario para servir al país, la hipocresía imprescindible, el cinismo de supervivencia, la ambición personal sin alma y cierta dosis de demagogia que siempre es bien recibida por los lectores.

Y finalmente vuelve a aparecer el servidor público al que las circunstancias convierten en héroe solitario contra todos, un guerrero del antifaz o, en versión británica, un Robin Hood que se atreve contra el Foreign Office, el servicio secreto británico, los intereses de la corona, los agentes del “Gran Farma” y el mundo realista, para reponer el honor de su esposa, denunciar el tráfico de sentimientos y dolores humanos y el circo de los intereses nacionales o lo que se esconde detrás de ellos.

La aportación de Le Carré a la literatura, al conocimiento de la política internacional es notable. Pero también debe movernos a reflexionar sobre ese mundo secreto del que tantos hablan y tan pocos conocen, que hace de servidor del Estado para asuntos nobles e innobles, lleno de hombres y mujeres que pasan por la historia sin estar oficialmente en ella, utilizados y olvidados, que ven cómo se proclaman sus fracasos y se encubren sus éxitos y en el que el individuo concreto tiene que ocultar su ego, sus principios y sus ambiciones personales legítimas tras un muro de disciplina que con frecuencia acaba en la neurosis.