AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 70

En un contexto de parálisis política, la tragedia de Derna dejó entrever la posibilidad de un cambio. Pero esta esperanza solo duró unos días./HALIL FIDAN/ANADOLU AGeNCY VIA GeTTY IMAGes

Libia, abandonada en manos de sus nuevos tiranos

El juego político está monopolizado por los protagonistas del conflicto –Haftar, Dabeiba y Saleh– dispuestos a colaborar para beneficiarse del estancamiento político y consolidar sus redes.
Virginie Collombier
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Nadie cree que vayan a celebrarse unos comicios en Libia a corto plazo. ¿Qué diplomático occidental querría seguir presionando para que se convoquen unas elecciones parlamentarias y presidenciales que podrían poner en peligro la frágil estabilidad que reina en el país desde finales de 2021? En un momento en que toda la región, desde Gaza e Israel hasta Sudán, pasando por Mali, Níger y Burkina Faso, vive un nuevo brote de violencia extrema y una serie de golpes militares, la prioridad parece ser preservar el statu quo en Libia. Un regalo del cielo para las principales partes en conflicto, en particular las familias Haftar y Dabeiba, Aguilah Saleh y sus partidarios en la Cámara de Representantes (CdR) en Bengasi o para los miembros del Alto Consejo de Estado (HCE, por sus siglas en francés) en Trípoli. Todos se han aprovechado del estancamiento político utilizando su posición institucional para consolidar sus redes de poder y reforzar su control sobre los recursos del país. Todo parece indicar que han logrado ponerse de acuerdo –al menos de manera informal y provisional– para sacar partido de la nueva configuración política e institucional. En este contexto, ¿cuál es la situación de la población libia y las perspectivas a corto plazo?

 

Obstrucción por las partes del conflicto y bloque del proceso político

Una vez pasado el momento de entusiasmo que siguió a la formación de un Gobierno de Unidad Nacional (GUN) dirigido por Abdelhamid Dabeiba, en marzo de 2021 (el primero desde la división de las instituciones políticas en el verano de 2014), pronto quedó claro que ninguno de los protagonistas del conflicto libio quería elecciones. No parecía posible llegar a un acuerdo sobre una base constitucional o sobre las leyes electorales. En concreto, los debates se estancaron en torno a la secuenciación de las elecciones parlamentarias y presidenciales, y respecto a los criterios de elegibilidad de los candidatos presidenciales. De hecho, en el centro del conflicto estaba la posibilidad de celebrar unas elecciones presidenciales, las primeras en la historia del país y una cuestión especialmente delicada dado el carácter personal y autoritario del régimen anterior a 2011.

Abdoulaye Bathily, representante especial del secretario general de la ONU, nombrado en septiembre de 2022, nunca llegó a tomar las riendas del proceso político. Ante la falta de apoyo y las profundas divisiones entre los actores internacionales en torno a la cuestión, así como los esfuerzos de las partes libias por bloquear cualquier propuesta que pudiera amenazar su posición, la actuación de Bathily ha consistido esencialmente en “escuchar” a las partes y “animarlas” a llegar a un acuerdo. El borrador del plan de acción presentado durante su primera comparecencia ante el Consejo de Seguridad en febrero de 2023 fue enterrado rápidamente y, en concreto, la idea de formar un “Grupo de Alto Nivel” que incluyera a distintos segmentos de la sociedad libia invitados a contribuir a los debates sobre las modalidades de organización de las elecciones. La propuesta, que pretendía ampliar el círculo de participantes en el diálogo político y contrarrestar la exorbitante influencia de las partes en conflicto sobre el proceso, se fue al traste.

A las primeras señales de una mayor presión sobre ellos, los líderes de los dos parlamentos rivales acordaron bloquear la iniciativa. La víspera de la primera intervención pública de Bathily, Águila Saleh anunció que la Cámara de Representantes había aprobado una nueva enmienda (la decimotercera) a la Declaración Constitucional de 2011. Esta enmienda, que proponía una nueva organización de las instituciones políticas (dos cámaras, una presidencia) y establecía sus competencias, pretendía resolver la cuestión de la base constitucional de las futuras elecciones. El Alto Consejo de Estado anunció rápidamente que había aprobado la enmienda. Inmediatamente después, los líderes de las dos cámaras acordaron formar un comité denominado “6+6”, compuesto por seis miembros de cada institución, con la misión de llegar a un acuerdo sobre las leyes electorales.

Tal vez con la intención de respetar el principio del control nacional del proceso establecido en su mandato, el representante de la ONU tomó nota del hecho. Había comenzado su mandato criticando la estrategia de obstrucción desplegada por las dos cámaras y por los principales protagonistas del conflicto desde la primavera de 2021. Pero no intervino directamente ni propuso ninguna alternativa a la formación de este nuevo comité. Así pues, los líderes de los dos parlamentos han recuperado el control del proceso político y lo han dirigido a su antojo. En cuanto a Bathily, su papel se ha limitado en gran medida a “ir y venir” entre los distintos partidos, reunirse con los principales actores regionales e internacionales y mantener encuentros con líderes comunitarios y tribales, representantes electos locales, intelectuales, asociaciones de mujeres, líderes de la sociedad civil, etc. Sin embargo, los libios no han tenido ninguna influencia directa en el proceso. Con el paso de los meses, fueron perdiendo poco a poco la esperanza de que el mediador de la ONU presentara su propio plan para relanzar el proceso político y permitir la celebración de elecciones.

El comité “6+6” ha ejecutado su mandato con relativa autonomía, sin que Bathily tuviera un papel en las negociaciones y sin consultar a las demás partes en conflicto. A principios de octubre de 2023, los miembros del comité anunciaron que habían alcanzado un acuerdo sobre las leyes electorales. La Cámara de Representantes declaró rápidamente que había validado el texto, aunque las condiciones y los detalles de la votación no se habían presentado al público de forma transparente. Por lo tanto, han surgido dudas sobre esta validación. El Alto Consejo de Estado rechazó el texto, cuestionando el carácter consensual de los trabajos de la comisión. El conflicto entre la Cámara y el Alto Consejo no se ha resuelto. Persisten importantes puntos de desacuerdo, en particular las modalidades de organización de las elecciones presidenciales y el vínculo entre éstas y las elecciones parlamentarias.

 

«Los acuerdos sobre la venta de petróleo y la distribución de los ingresos del Estado muestran que el conflicto está temporalmente ‘congelado’»

 

Otra cuestión clave es objeto de un desacuerdo persistente entre las partes: la formación de un nuevo gobierno de unidad, cuya misión sería llevar al país a las elecciones con una legitimidad renovada. El actual Gobierno de Unidad Nacional, dirigido por Dabeiba, no goza de la confianza de los demás partidos para organizar unas elecciones libres y justas. Sus adversarios le acusan de aprovecharse de su posición institucional y de su control sobre los recursos del Estado para consolidar su influencia y ampliar su red de aliados y partidarios en las zonas que controla. Su autoridad también se ha visto cuestionada desde el nombramiento por parte de la Cámara de Representantes de un gobierno rival en febrero de 2022, que opera desde la ciudad de Sirte (controlada por las fuerzas del Ejército Nacional Árabe Libio de Haftar).

 

‘Estabilización’ y consolidación de autoridades

Contrariamente a las esperanzas suscitadas por el nombramiento del GUN por parte del Foro de Diálogo Político Libio, el país sigue dividido entre dos administraciones rivales. También está dividido en dos zonas de influencia distintas, una dominada por Turquía, en el oeste del país, y otra dominada por Rusia, en el este y en el sur. Esta nueva realidad es una de las consecuencias de la guerra de 2019-2020, durante la cual las fuerzas de Haftar intentaron hacerse con el control de Trípoli. Las potencias extranjeras que se comprometieron militarmente con ambos bandos aprovecharon esta oportunidad para mantener su presencia y consolidar su influencia en el país una vez terminado el conflicto. De esta manera, Ankara y Moscú han contribuido a mantener una relativa calma sobre el terreno y evitado nuevos enfrentamientos violentos entre los bandos libios. Pero esto es consecuencia de una “congelación” del conflicto y no de un acuerdo.

Otra señal de que el conflicto está temporalmente “congelado” son los acuerdos alcanzados entre los principales protagonistas, en particular el Gobierno de Unidad Nacional de Dabeiba y el Ejército Nacional Libio de Haftar, respecto a la venta de petróleo y el reparto de los ingresos del Estado. Dabeiba, presionado por los diplomáticos estadounidenses, accedió a pagar los salarios de los miembros del Ejército Nacional Libio, sin que Haftar tuviera que facilitar de antemano información sobre los beneficiarios. En el verano de 2022, Haftar y Dabeiba también acordaron el nombramiento de un nuevo director de la Compañía Nacional de Petróleo cercano al jefe del Ejército Nacional Libio, a cambio de que las tropas de este último levantaran el bloqueo parcial del petróleo. Un “buen” acuerdo para todos los protagonistas, tanto libios como internacionales. El gobierno de Trípoli se ha asegurado así la disponibilidad de importantes recursos financieros para seguir consolidando su poder. El clan de Haftar, por su parte, tiene garantizada la financiación de sus fuerzas armadas y de seguridad. Los países occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, se sienten tranquilos: el petróleo libio seguirá fluyendo hacia los mercados internacionales.

De hecho, a lo largo de los dos últimos años, los diplomáticos occidentales parecen haber concedido más importancia a la perpetuación de estos “arreglos” informales entre los protagonistas del conflicto que a la elaboración de una estrategia destinada a encontrar un acuerdo duradero sobre los principales contenciosos y a organizar unas elecciones para resolver la crisis de legitimidad que afecta a todas las élites e instituciones políticas nacionales.

La prioridad que se ha dado a la estabilización de la situación sobre el terreno se explica evidentemente por el deseo de evitar una reanudación de la violencia entre los actores nacionales. Un nuevo conflicto correría el riesgo de conducir a su internacionalización y, en cualquier caso, tendría un impacto desastroso sobre la población y la economía del país, ya muy afectadas por más de una década de crisis. Pero esta preferencia por la estabilización también está consolidando cada vez más la influencia de los principales protagonistas del conflicto, tanto en el oeste como en el este del país. En los últimos años ha surgido una nueva clase dirigente libia, producto de las alianzas que se han forjado y reconstruido entre los líderes de grupos armados, los políticos corruptos y los empresarios especuladores que se benefician de la guerra. Figuras políticas y empresariales vinculadas al régimen de Muamar Gadafi o nacidas de la revolución de 2011, líderes de milicias y antiguos funcionarios de los servicios de inteligencia desempeñan un papel clave en las redes de tipo mafioso que controlan cada vez más las instituciones políticas y de seguridad, así como los principales engranajes de la economía legal e ilegal.

En julio de 2021, más de 2,5 millones de libios se habían registrado para votar en las que iban a ser las primeras elecciones desde 2014. El mensaje era claro: la mayoría de los ciudadanos querían elecciones, no tanto porque creyeran en la “democracia”, sino porque las veían como una forma de deshacerse de las élites parasitarias que poco a poco van royendo lo que queda del Estado. En otoño de 2021 estallaron manifestaciones en muchas ciudades del país. Los participantes, en su mayoría jóvenes, exigían la dimisión de los parlamentarios y otros dirigentes políticos en ejercicio, de todas las tendencias: oeste, este, sur; pro-Haftar, pro-Dabeiba. A falta de liderazgo y de unas estructuras capaces de organizar el movimiento, este perdió fuelle rápidamente. El mensaje expresado por los manifestantes tampoco provocó ninguna reacción concreta por parte de los diplomáticos y los dirigentes occidentales, que llevan años insistiendo en que el pueblo libio debe unirse y movilizarse políticamente si espera ser escuchado tanto por las élites gobernantes como por la comunidad internacional.

 

El drama de Derna y sus consecuencias en un espacio civil cada vez más restringido

En este contexto de parálisis política y de consolidación de su autoridad por parte de los poderes fácticos, la tragedia ocurrida en Derna en septiembre de 2023 dejó entrever la posibilidad de un cambio. Pero esta esperanza solo duró unos días. En lugar de provocar una onda expansiva capaz de forzar un relanzamiento del proceso político, la catástrofe produjo, por el contrario, la crispación creciente de las autoridades y un recrudecimiento de la represión por parte de las fuerzas de seguridad, tanto en Bengasi como en Trípoli.

Durante la noche del 10 al 11 de septiembre de 2023, la tormenta Daniel en el este de Libia provocó la rotura de dos presas de la ciudad de Derna. Una avalancha de agua cayó sobre la ciudad, arrasando puentes, carreteras y bloques de apartamentos, y causando la destrucción total de varios barrios. El 11 de septiembre, el país se despertó horrorizado ante la magnitud de los daños materiales y humanos: se calcula que la catástrofe dejó más de 10.000 muertos y 40.000 desplazados. Pero los libios quedaron igualmente aterrados al percatarse de que la tragedia de Derna no era consecuencia de la crisis climática mundial: la magnitud del desastre se debía también a la falta de mantenimiento de las infraestructuras y a la incompetencia de las autoridades para hacer frente a la urgencia de la crisis. En pocas horas, una enorme oleada de solidaridad movilizó a toda la sociedad, borrando las distancias entre las ciudades y regiones del país y difuminando las divisiones sociales y políticas. El mensaje que todos querían transmitir era que Libia es una, los libios están unidos, y que las divisiones que han caracterizado al país en los últimos años han sido en gran medida creadas y explotadas por los políticos para proteger sus intereses personales. Además, por primera vez en años, la magnitud de la tragedia permitió que muchos periodistas y medios de comunicación extranjeros viajaran al este de Libia, fuertemente controlado por la AANL y hasta entonces de muy difícil acceso. Durante unos días, la región se convirtió en el centro del país y en el centro del mundo; se había abierto una ventana que permitía ver de cerca la “nueva” Libia.

Pero esta repentina visibilidad despertó rápidamente los temores de las autoridades: la imagen que se proyectaba dentro y fuera de Libia no les era muy favorable. Una semana después de la tormenta Daniel, y mientras la situación en Derna seguía siendo dramática, centenares de manifestantes se reunieron frente a una mezquita, entre los escombros del centro de la ciudad, para pedir la dimisión de las autoridades locales y del presidente de la Cámara de Representantes. Los manifestantes expresaron su indignación por la corrupción y la negligencia de las autoridades, y exigieron que rindieran cuentas por su dramática gestión de la crisis. Este acontecimiento supuso un punto de inflexión.

Los clanes de Haftar y de Dabeiba unieron fuerzas para recuperar el control de la situación. Pocas horas después de la manifestación espontánea, se cortaron todas las comunicaciones en Derna. Se pidió a los voluntarios que habían venido de otras regiones que abandonaran la ciudad, se restringió severamente el acceso de los periodistas extranjeros y se detuvo a varios activistas y periodistas locales. Enfrentados a circunstancias excepcionales, las autoridades de Bengasi y Trípoli confirmaron así su capacidad para cooperar y coordinarse cuando sus intereses lo justifican. En este caso, se trataba de controlar el relato sobre la crisis y su gestión, pero también de restringir la capacidad de la población civil para organizarse y movilizarse. El aumento de la presión ejercida por la población podía incitar a los actores occidentales y al mediador de la ONU a impulsar el relanzamiento del proceso político y la convocatoria de elecciones.

 

«Tanto en Bengasi como en Trípoli, los poderes fácticos parecen haber redoblado sus esfuerzos para eliminar a sus oponentes, reales o potenciales. Aparentemente con éxito»

 

En realidad, los acontecimientos de Derna no provocaron un aumento de la presión sobre las autoridades de Bengasi y Trípoli. Por el contrario, la necesidad de coordinar el auxilio y la ayuda humanitaria sobre el terreno ha reforzado la centralidad de las autoridades en funciones como interlocutores de las organizaciones y los gobiernos extranjeros, tanto en el plano político como en el de la seguridad. En gran medida, la catástrofe humanitaria ha consolidado la posición de las fuerzas del statu quo y el acuerdo informal entre los clanes de Dabeiba y de Haftar. Durante los meses de septiembre y octubre, estos últimos aprovecharon este nuevo entorno para intensificar la represión de las fuerzas civiles (organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos) y realizar numerosas detenciones entre ellas. A ambos lados del espectro político, el objetivo parece ser bloquear cualquier intento de organizar una alternativa política y, más ampliamente, impedir que la sociedad se movilice para hacer que su voz se escuche. El 6 de octubre, después de Derna, le tocó a Bengasi quedar aislada del mundo, en circunstancias poco claras. Según las autoridades, la causa de este corte en los sistemas de comunicación fue la rotura de una fibra óptica. En realidad, es más probable que se trate de un apagón relacionado con el regreso a Bengasi de Al Mahdi Al Barghati, antiguo aliado de Haftar que desertó y se pasó a la oposición cuando se formó el Gobierno de Acuerdo Nacional de Fayez al Saraj en 2015, ocupando el cargo de ministro de Defensa. La interrupción de las comunicaciones durante varios días permitió a la brigada Tariq bin Ziyad del Ejército Nacional Libio, dirigida por Saddam Haftar, intervenir militarmente contra Al-Barghati y sus aliados locales, y eliminar la amenaza que estos últimos podían suponer para su poder. Tanto en Bengasi como en Trípoli, los poderes fácticos parecen haber redoblado sus esfuerzos para eliminar a sus adversarios, reales o en potencia y, al parecer, con éxito.

Con la intensificación de la guerra en Gaza y el creciente riesgo de que el conflicto se extienda al resto de la región, las perspectivas de que Naciones Unidas o los diplomáticos occidentales tomen las riendas del proceso político parecen cada vez más limitadas. El juego político libio está ahora monopolizado por los principales protagonistas del conflicto –Haftar, Dabeiba y Saleh–, que, por el momento, han considerado conveniente trabajar juntos para proteger sus intereses. Sin embargo, no hay garantías de que los acuerdos vigentes se mantengan a largo plazo. Mientras tanto, el margen del que disponen las fuerzas civiles que desean proponer alternativas se reduce rápidamente. El precio que deben pagar quienes aspiran a derrocar el orden establecido también parece ser cada vez más alto.