EL 4 de julio, el Día de la Independencia, la fiesta nacional de este gran país se vio empañada por la grave crisis política que asola sus bases institucionales y políticas. En 1776, en ese extraordinario congreso continental en que declararon la independencia, algo nunca visto ni oído, y en la Constitución de 1788, los fundadores esposaron el país a un ideal: libertad individual e igualdad social en un supremo grado, aseguradas por un sistema de democracia representativa. Desde entonces los norteamericanos han luchado entre sí, incluso con una guerra civil de violencia sin precedentes, por encarnar ese ideal, unos en su contra, otros con versiones contrapuestas. Durante sus 245 años, en este extraordinario experimento político se han debatido y siguen debatiéndose los grandes asuntos que agitan la política de nuestra civilización, sin que su origen doméstico impidiera que se hayan extendido por el mundo entero.
Su historia ha visto grandes victorias y penosas derrotas, grandes aciertos y errores garrafales, una generosidad sin precedentes junto a una prepotencia nefanda. Su sociedad alberga increíbles contradicciones: opulencia y prosperidad junto a la pobreza más miserable; ideales y utopías magníficamente propugnadas junto a indescriptibles injusticias y violentas sevicias; una solidaridad social tan característica junto al más inexplicable exclusivismo; un afán equitativo intenso junto a un cerrado individualismo.
Ahora Estados Unidos se tortura con una polarización política cada día más extrema. Por un lado, una buena parte del país se empecina en vivir una realidad alternativa, mientras la otra parte insiste en otra realidad no menos alternativa. No se sabe si puede llamarse a unos “republicanos” o “conservadores” y a los otros “demócratas” o “progresistas”. Los primeros han perdido su conciencia política para convertirse en esclavos de su ídolo, el “salvador” de su postración social y económica, mientras los segundos se empeñan en imponer…

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