POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 199

Armin Laschet en un debate durante la campaña para la elección del nuevo presidente de la CDU. (Berlín, 17 de diciembre de 2020). CHRISTOPHE GATEAU/GETTY

Relaciones transatlánticas y poder difuso

La nostalgia del pasado no nos será de ayuda. Los europeos tenemos que sacar mayor partido a todos los foros de intercambio transatlántico con valores, intereses y capacidad de actuar.
Armin Laschet
 | 

La noche de la caída del Muro, “el caballo de la historia pasó al galope” junto a los jefes de Estado y de gobierno y ya nunca se detuvo. Hace una década, el presidente del gobierno español Felipe González describía con esta hermosa metáfora los históricos acontecimientos de 1989-90. A una y otra orilla del océano Atlántico, los líderes con talento tomaron las riendas. En ambos lados abundaba la confianza. En Washington se hablaba de un “nuevo orden mundial” en el que la “potencia líder de Occidente” se elevaría a la condición de “potencia líder mundial”, y en Países Bajos veían que se aproximaba la “hora de Europa”, en la que los europeos asumirían la responsabilidad sobre su continente agrupados en la Unión Europea.

A la distancia de 30 años, aquellos acontecimientos siguen representando un punto de inflexión que marca de manera inequívoca el antes del después, lo viejo de lo nuevo. Sin embargo, de la promesa de un nuevo orden mundial liberal apenas queda nada. El intento de utilizar el “momento unipolar” (Charles Krauthammer) para establecer el orden mundial liberal ha fracasado. En su lugar, la nueva fórmula es “orden mundial”. En el juego del poder político global sin árbitro efectivo nos encontramos, por una parte, ante el regreso de la geopolítica y la geoeconomía; por otra, tenemos que constatar que, en un mundo caracterizado por la difusión del poder por todo el planeta, el poderío militar, económico y político no equivale a la capacidad de alcanzar con éxito los objetivos. La pandemia del Covid-19 no es tanto un factor de escisión como un potenciador de las tendencias, las rivalidades y las omisiones existentes.

Como ha señalado un diplomático japonés, Estados Unidos, con su política de retirarse a plazos, ha dejado un “trono vacío” en la política mundial. Y, tras la crisis de la última década, también Europa está muy pendiente de sí misma. Las relaciones transatlánticas ‒tradicionalmente, las establecidas entre Norteamérica y los países que forman parte de la Unión Europea y de la OTAN‒ no son ajenas a estos acontecimientos. Al contrario, al constituir un subsistema del orden internacional, están experimentando un proceso de transformación que afecta a sus mismos fundamentos.

Las desavenencias transatlánticas fueron una constante durante la guerra fría, desde la crisis de Suez y la salida de Francia de las estructuras militares de la OTAN hasta las crisis de los misiles de medio y corto alcance, pasando por la “guerra del pollo” (así llamada por los aranceles impuestos en Europa sobre el sector avícola estadounidense) y la de Vietnam. En 1965, Henry Kissinger ya habló de una “relación difícil”. Con todo, las discordancias puntuales del siglo XX no son comparables con las actuales, ya que tanto el orden mundial como el comportamiento de los principales actores han cambiado.

En principio, dentro del orden bipolar de la guerra fría, las crisis transatlánticas eran resolubles, dado que el peligro soviético eclipsaba cualquier diferencia entre socios. En palabras de John F. Kennedy, ante la amenaza que representaba la URSS, plantearse que “la Alianza pudiese irse a pique por unos pollos” era impensable. Por esta misma razón, en el fondo las asimetrías de poder en la Alianza eran irrelevantes, e incluso deseadas, puesto que, bajo el paraguas estadounidense, la Europa libre podía conseguir estabilidad y peso económico. La Europa del Sur hizo, asimismo, una contribución importante.

Con la caída de la amenaza soviética, en apariencia desapareció también la presión para cooperar o depender unos de otros. Al mismo tiempo, se amplió el margen de maniobra en materia de política exterior de EEUU, la única potencia mundial superviviente. Como el Viejo Continente perdió importancia para ella, el margen de los europeos aumentó igualmente. De repente, las asimetrías de poder también desempeñaban un papel decisivo en las relaciones transatlánticas. Los desacuerdos en el contexto de la intervención en Irak en 2003 fueron el mejor ejemplo de ello.

 

Reforzar Europa

Con todo, nuestra comunidad de seguridad transatlántica perdura, y ello no se debe a la pura inercia estructural. La Alianza Atlántica descansa sobre unos valores comunes, así como sobre la interdependencia política, económica y cultural y los vínculos institucionales. Nadie la pone en duda. Es más, no solo debemos defenderla, sino reforzarla en interés mutuo.

La nostalgia –la referencia a un pasado transfigurado– no nos será de ayuda. La memoria es importante, pero por sí sola no crea un futuro. EEUU y Canadá están experimentando un cambio demográfico fundamental, más que nuestras sociedades europeas. Cada vez menos de nosotros tenemos recuerdos personales de las dos guerras mundiales, cuya importancia para la fundación de la OTAN fue decisiva. Y, lo que es más importante, a sus 38 años, el estadounidense medio ‒cuya ascendencia, además, es cada vez más asiática o latinoamericana y menos europea‒ ya no se acuerda de la guerra fría.

Esto significa, en primer lugar, que, con independencia del resultado de las elecciones presidenciales de EEUU de noviembre de 2020, tenemos que sacar más partido de los foros de intercambio transatlántico existentes y crear otros nuevos. En el ámbito personal como en el político, la colaboración requiere espacios de experiencias comunes. Solo a través del debate, es decir, esforzándonos siempre por encontrar mejores argumentos y las soluciones correctas, lograremos instalar la asociación transatlántica sobre una base resistente para la acción común a largo plazo. Para ello debemos tener en cuenta qué significan en la práctica los valores que unen a EEUU y Europa. La libertad, la democracia y el Estado de Derecho no son solo máximas políticas. Son normas aplicables a la práctica del Estado y a la sociedad que determinan a diario las relaciones ciudadanas, económicas y gubernamentales en la política interior tanto como en la exterior.

 

«Debemos tener capacidad de actuar no como contrapeso de EEUU, sino como socio digno de consideración y actor independiente»

 

En segundo lugar, en nuestra condición de europeos, nuestros valores e intereses no solo tienen que reflejarse en nuestros argumentos, sino que también debemos demostrar que somos capaces de actuar en consecuencia. Esto puede resultar en especial difícil para los alemanes. Durante mucho tiempo, fue suficiente que nos comprometiésemos con un orden basado en reglas y colaborásemos con el séquito transatlántico. Sin embargo, ahora que las fuerzas destructivas amenazan ese orden, no basta con eso. Tenemos que asumir una responsabilidad propia en su mantenimiento.

A pesar de los ocasionales contratiempos y de los constantes desafíos, desde la Segunda Guerra Mundial el orden basado en reglas ha procurado al mundo una época de paz y prosperidad crecientes. Cientos de millones de personas han logrado salir de la pobreza y participar del bienestar. Para mantener ese orden que, desde el punto de vista institucional, se remite en gran medida a los años fundacionales de la asociación transatlántica, tenemos que reforzar la UE, tanto en lo que a política mundial como a la relación interna con EEUU se refiere. Con la salida de la UE del catalizador transatlántico que, por su cultura, es Reino Unido, esta tarea ha adquirido aún mayor importancia. En nuestra condición de europeos, debemos tener capacidad de actuar, no como contrapeso de EEUU, sino como socio digno de consideración y actor independiente, ya que la capacidad de actuar aumenta las acciones posibles, al mismo tiempo que convierte el reparto de tareas en un medio de elección, y no en instrumento de la coacción o la necesidad. En este momento, en el que EEUU va a seguir reflexionando sobre sí mismo, aumentaremos de este modo el atractivo de Europa como socio para los estadounidenses y contrarrestaremos el reflejo históricamente intrínseco del aislacionismo.

El atractivo reside también en la voluntad de actuar, la capacidad de hacerlo, la solidaridad y la modernización. Los 27 Estados de la Unión demostraron todo ello en la cumbre especial celebrada en julio de 2020. Dados los desafíos a los que nos enfrentamos, los cuatro días y cuatro noches de trabajo intensivo fueron lo que cabía esperar. Estamos invirtiendo en nuestro futuro común, en una Europa digital, climáticamente neutra, resiliente y competitiva. Con ello, no solo estamos definiendo las normas antes de que otros nos las dicten; también estamos poniendo el listón para los demás.

Sin embargo, reforzar Europa no significa cuestionar por principio la diversidad de la UE, sus naciones y regiones, sus distintas lenguas y credos, las experiencias contradictorias de sus pueblos, grupos sociales e individuos; tampoco las diferencias entre el norte y el sur, el oeste y el este. Precisamente en la crisis del Covid-19, las regiones han adquirido mayor protagonismo como actores reguladores y transfronterizos. Mientras que los niveles nacional y supranacional han actuado como una especie de centralita, las regiones han sido los nodos de una red europea que hace posible y necesaria la cooperación internacional a todos los niveles. Renania del Norte-Westfalia ha colaborado con Países Bajos y Bélgica para controlar la pandemia, y no hemos cerrado las fronteras en ningún momento. En señal de solidaridad, hemos aceptado pacientes de Covid-19 de Países Bajos, Francia e Italia. El nivel subnacional también ha sido siempre importante para las relaciones transatlánticas. Estas crecen desde abajo, por así decirlo. Por eso debemos seguir desarrollando las relaciones entre los Estados y las regiones de ambas orillas del Atlántico, a fin de reforzar los fundamentos de la relación transatlántica.

 

Instrumentos del cambio: Comercio, política y ejército

Por supuesto, necesitamos el nivel supranacional para que, en el futuro, la UE gane peso en la balanza de la política mundial. Deberíamos ver la crisis del Covid-19 como una llamada de atención y utilizarla como un incentivo para reforzar la soberanía estratégica de la UE. No me refiero a que la Unión se repliegue sobre sí misma; al contrario, la soberanía estratégica es garantía de capacidad de actuar y de autoafirmación, entre otros, en el ámbito digital. En consecuencia, también es garantía de libertad de elección en tiempos de crisis. No menos importante es el hecho de que la soberanía estratégica ejerce un efecto magnético sobre posibles socios en el contexto multilateral. Nuestra norma debe ser la colaboración, y no el seguidismo. En algunas áreas de la política, como, por ejemplo, el comercio internacional, llevamos mucho tiempo poniéndola en práctica con éxito. En otros, como la política exterior, de seguridad y de defensa común, hasta ahora los logros son insuficientes a pesar de algunas iniciativas importantes.

Aunque las políticas comercial y de seguridad se desarrollen dentro de estructuras y procedimientos predeterminados, no debemos olvidarnos de fomentar el intercambio transatlántico. No nos plantearíamos negar el visado a estudiantes estadounidenses porque sus universidades ofreciesen solo cursos por Internet, como tampoco nos hemos planteado reconstruir o reforzar las fronteras en Europa. Y es que la fuente del entendimiento es el entendimiento mismo.

La política comercial es el instrumento más antiguo y, en muchos sentidos, más eficaz de la UE para modelar sus relaciones exteriores. En este terreno, nos relacionamos de igual a igual con EEUU. Ello se debe a que, hace décadas, los lazos de cooperación con nuestro socio transatlántico nos abrieron la posibilidad de contribuir a conformar un orden económico y comercial de carácter global sobre principios liberales y multilaterales. Los países miembros de la OTAN ya declararon como objetivo común “eliminar las contradicciones entre sus políticas económicas y fomentar la cooperación de las economías entre miembros individuales o entre la totalidad”. En principio, debemos atenernos a este objetivo, aunque con el fortalecimiento del sector sanitario europeo nos aseguremos una mayor resistencia y más independencia de las cadenas de suministro mundiales en caso de crisis.

Los nuevos acuerdos comerciales de la UE con Singapur, Canadá, Japón, Vietnam y el Mercado Común del Sur (Mercosur) ponen de relieve el compromiso de Europa con el libre comercio. La fortaleza de nuestra posición frente a EEUU en materia de política económica muestra la importancia que puede tener la colaboración incluso en caso de conflicto. Hasta ahora, hemos evitado que las disputas comerciales transatlánticas subiesen de intensidad porque el precio para ambas partes habría sido demasiado alto. Sin embargo, por eso deberíamos seguir trabajando en pro de un acuerdo comercial con EEUU que reduzca los riesgos de la política comercial, y emita una señal clara a favor de un comercio basado en reglas, dirigida también a China.

 

«La fortaleza de la posición de la UE frente a EEUU en política económica muestra la importancia de la colaboración incluso en caso de conflicto»

 

En el ámbito transatlántico, existe la opinión compartida de que el país asiático, además de una parte negociadora, es un rival sistémico que promueve modelos de gobernanza alternativos. Solo actuando como comunidad transatlántica podremos seguir imprimiendo nuestro sello liberal al comercio mundial y estableciendo las normas. E incluso aunque no lleguemos a un acuerdo global, debemos resolver nuestras diferencias, reconocernos mutuamente más reglas y eliminar las barreras comerciales. Esto significa también que EEUU deje libre el camino para la reactivación de la jurisdicción de la Organización Mundial del Comercio.

Las relaciones económicas entre EEUU y China son de extraordinaria importancia para los dos países. Sin embargo, el libre acceso al mercado y las normas de la competencia no funcionan de manera unidireccional. Por ello, se necesita un acuerdo de inversiones sólido que aborde las cuestiones relacionadas con el acceso y las medidas contra la discriminación de los inversores europeos ya en la fase de inversión.

Mientras que la política comercial en la estructura transatlántica es uno de los puntos fuertes de la UE, las políticas de seguridad y de defensa siguen lejos de los objetivos que la propia Unión se ha fijado y de las expectativas que tiene EEUU. Es posible que las críticas al gasto en defensa de los europeos lanzadas desde Washington con inusual vehemencia durante a presidencia de Donald Trump obedecieran al cálculo político. Aun así, el llamamiento a compartir más la carga no es algo nuevo. Y pone el dedo en la llaga: quien confía en la colaboración deber ser también digno de confianza. Esto no tiene nada que ver con la militarización. Hace 14 años, todos los Estados miembros de la OTAN se comprometieron con el objetivo del 2% del PIB de gasto en defensa. Hasta ahora, la mayoría no lo ha cumplido. Como es lógico, la capacidad militar y las contribuciones en este terreno deberían estar en el centro del debate, pero tampoco aquí la realidad resulta satisfactoria. La OTAN ‒y EEUU, sobre todo‒ sigue siendo el principal garante de la seguridad europea. En muchos casos, los europeos no somos capaces de poner en práctica una política independiente de prevención, gestión y resolución de las crisis en nuestro entorno. La crisis presupuestaria debería animarnos a impulsar el objetivo de una verdadera unión en materia de defensa y a poner en común nuestros limitados recursos. Solo así lograremos reunir las culturas estratégicas individuales de los Estados miembros de la UE en una cultura estratégica común europea y duradera.

Y eso es lo que necesitamos, porque en los próximos años los retos en materia de política de seguridad van a aumentar, no a disminuir. Desde un punto de vista geográfico, esta será la situación en el arco crítico que se extiende desde el norte de África hasta Asia Central, pasando por Oriente Próximo.

En cuanto a la política hacia Rusia, debemos ponernos de acuerdo con Washington en la fórmula acuñada hace más de 50 años en el Informe Harmel de una coexistencia definida como colectividad; es decir, “seguridad y distensión”. Por lo demás, EEUU dedicará más atención a la zona del Pacífico y, muy en particular, al continuo rearme de Corea del Norte y a su rivalidad con China, mientras que en Europa sentiremos muy de cerca las consecuencias de los conflictos, las guerras civiles y la desintegración de los Estados de nuestro entorno. Han pasado 10 años desde las revueltas en el norte de África y Oriente Próximo, y cinco del gran desplazamiento de refugiados, y todavía no estamos preparados para ello. Los problemas de los socios de cada una de las orillas del Atlántico afectan a los de la otra.

En una época en la que el caballo de la historia vuelve a pasar junto a ­nosotros al galope, deberíamos coger las riendas como europeos, como estadounidenses y, siempre que sea posible, juntos, como miembros de la comunidad transatlántica. ●