Jamás se ha planteado con tanta fuerza esta pregunta fundamental como después de las elecciones municipales turcas del 27 de marzo de 1994, por las cuales el partido islámico “del bienestar” conquistó al mismo tiempo Estambul, la capital histórica, y Ankara, la capital administrativa. De hecho, la pregunta está abierta a la reflexión desde 1923. El general Mustafá Kemal eligió entonces, para lo que quedaba del Imperio Otomano, la modernidad, el laicismo y la república con objeto de construir un destino para la Turquía nueva, que conservaba un pie en Europa. ¿Se injertarían con facilidad las esperanzas y las virtudes democráticas en un cuerpo enfermo, pero no privado de vigor nacional?
Desde 1989, año de la caída del muro de Berlín y del derrumbe soviético, muchos ejemplos han demostrado en Europa y en otros lugares que, tras haber cedido la glaciación dictatorial, los pueblos recuperaban, por encima de la alta barrera del tiempo, la conciencia de su pasado geográfico, histórico y religioso (por no decir, más hipócritamente, cultural). Los kurdos, instalados en cinco Estados de Oriente Próximo, entre ellos Turquía, ofrecen hoy el mejor ejemplo, pero el mosaico de los Balcanes, es también, una referencia muy próxima. Ese mismo año de 1989, Turgut Ozal, que había sido primer ministro, fue elegido presidente de la república, segundo titular civil desde Ataturk y el primer peregrino de La Meca.
En 1993, poco antes de su muerte, publicó un interesante artículo: “Nos encontramos en el centro de lo que algunos denominan el triángulo de la inestabilidad, cuyos lados son los Balcanes, el Cáucaso y Oriente Próximo. En cada una de esas zonas, Turquía desempeña un papel importante para moderar tensiones que, de otro modo, podrían repercutir en el resto del mundo. Durante el último decenio, nuestro mayor éxito habrá sido completar nuestra propia…

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