La defensa es una de las funciones más complejas que puede desarrollar un Estado y, además, su ejecución práctica está sujeta a numerosos fenómenos aparentemente paradójicos. Por ejemplo, la eficacia de la defensa se mide no por las ocasiones en que es necesario activarla, sino por su capacidad para, precisamente, evitar su activación.
Además, siendo uno de los pilares básicos de la propia existencia del Estado y requiriendo de unos recursos apreciables, tanto humanos como económicos, sus actividades operativas y proyectos suelen mantenerse en un discreto segundo plano. En otro ejemplo de paradoja, un exceso de énfasis en la defensa puede ser tan negativo como su desatención, si ese exceso es interpretado por otros actores internacionales como una preparación de acciones agresivas.
Siendo un asunto tan vital, tan exigente en cuanto a recursos y, al mismo tiempo, tan sujeto a desequilibrios y malentendidos, resulta evidente que la defensa debe guiarse desde criterios de prudencia y sensatez, lo que no quita para que las capacidades de defensa se apliquen con determinación cuando sea realmente imprescindible. Hablar de prudencia y sensatez en defensa significa llevar a cabo cuidadosos cálculos de recursos a consumir y efectos a lograr, así como de equilibrios entre la necesaria atención que requiere de la sociedad civil y la conveniencia de que, normalmente, no tenga que convertirse en el centro del debate público.
La defensa como fuerza disuasoria
Como principio, la defensa alcanza su máxima eficacia cuando no es necesario utilizarla, porque sus labores previas de disuasión y prevención han hecho que la probabilidad de una agresión sea muy reducida. Se trata de prevenir la guerra, más que de librarla. En ese espíritu, para que un sistema de defensa sea realmente eficaz y pueda prevenir que nuestra sociedad se vea envuelta en la trágica experiencia…

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