El coste de la inacción: intervenciones humanitarias

 |  25 de julio de 2014

En agosto de 1860, Francia intervino con 20.000 soldados en Siria (con el permiso del Imperio Otomano) para salvar a los cristianos maronitas masacrados por los drusos. No fue la primera intervención humanitaria, pero sí, según algunos expertos, la más genuina. Aunque los franceses detuvieron la matanza de cristianos en Sidón e impidieron nuevas masacres en otras ciudades como Beirut, Acre o Haifa, lo cierto es que cuando pusieron un pie en la zona las autoridades otomanas ya habían restaurado el orden. Durante los seis meses siguientes, los soldados franceses se dedicaron a facilitar el retorno de los refugiados o reconstruir los hogares de los cristianos.

Desde entonces, la protección armada de los derechos humanos se ha multiplicado, sobre todo tras el final de la guerra fría. Por acción u omisión, los nombres de Irak, Liberia, Somalia, Ruanda, Bosnia, Libia, Siria, Crimea y ahora Gaza, resuenan en la conciencia de la opinión pública internacional. Se trata de un debate altamente inflamable. ¿Por qué en Libia se intervino y en Siria no? ¿Por qué aquella pasividad genocida en Bosnia y Ruanda? ¿Cuándo es un crimen intervenir? ¿Cuándo es no hacerlo?

La justicia holandesa, por primera vez, ha considerado responsable al Estado holandés de la deportación, que terminó en asesinato, de 300 varones musulmanes bosnios el 13 de julio de 1995 en Srebrenica. El fallo, sin embargo, añade que Holanda “no es responsable del asesinato de todos los musulmanes bosnios” en esa localidad bosnia de recuerdo infame.

Allí tuvo lugar la matanza más grave cometida en suelo europeo desde el final de la Segunda Guerra mundial. Un enclave de Bosnia-Herzegovina de 40.000 habitantes, todos musulmanes, declarado seguro por el Consejo de Seguridad de la ONU el 16 de abril de 1993. Dos años después, entre el 12 y el 19 de julio de 1995, más de 8.000 musulmanes, la mayoría hombres de entre 16 y 60 años, fueron asesinados por las tropas serbobosnias del general Ratko Mladic.

El enclave estaba “protegido” por 400 cascos azules holandeses. Cuando los hombres de Mladic entraron en Srebrenica, los holandeses se replegaron a su cuartel, una vieja fábrica de baterías cinco kilómetros al norte de la localidad. Hasta allí acudieron 25.000 civiles aterrorizados, como narra Ramón Lobo en este reportaje. Cuando los hombres de Mladic llegaron a la fábrica-cuartel, los cascos azules “se dejaron desarmar y franquearon la entrada de la fábrica a las tropas de Mladic para localizar a los presuntos combatientes”. De ahí salieron presos 1.700 hombres. “A algunos les pasaron los blindados por encima; a los otros, los dispararon –cuenta Lobo–. Los holandeses elaboraron una lista de 242 varones a los que pretendían salvar. Ninguno ha aparecido con vida”.

 

Impunidad e inacción política en Ruanda

El horror que impregna las historias sobre Ruanda es parecido, solo que en este caso la cifra de muertos hay que multiplicarla por cien. Entre el 7 de abril y el 1 de julio de 1994, en apenas 100 días, más de 800.000 personas, en su mayoría pertenecientes a la minoría tutsi, fueron asesinadas en Ruanda.

Lo peor quizá sea que el horror no llegó de forma inesperada, como explica José Antonio Bastos en este artículo para el último número de Política Exterior. Los gobiernos de Francia, Bélgica y Estados Unidos sabían de los preparativos para perpetrar masacres en Ruanda con antelación. De hecho, el genocidio era perfectamente previsible. ¿Y qué hicieron para evitarlo? Nada. Evacuar a los extranjeros y reducir las fuerzas de la misión de la ONU en la zona de 2.548 efectivos a 270. El 30 de abril, el Consejo de Seguridad emitió una Declaración que condenaba las masacres en Ruanda, pero no mencionaba la palabra “genocidio”. Cuatro de los miembros del Consejo, incluyendo a EE UU y Reino Unido, habían bloqueado la utilización de este término.

La impunidad por el bloqueo de la respuesta internacional al genocidio de Ruanda ha dejado un mundo donde este tipo de acciones e inacciones no dan lugar a responsabilidades, explica Bastos. El mundo recibiría una señal muy diferente si el Tribunal Penal Internacional abriera un caso para la búsqueda de responsabilidades legales de las personas e instituciones que decidieron bloquear activamente la respuesta internacional al genocidio de Ruanda en abril de 1994. Entre otros, Bill Clinton y Kofi Annan, entonces secretario general adjunto de la ONU.

En las duras palabras de Samantha Power, embajadora de EE UU ante la ONU, el nombre de Annan aparecerá “en los libros de Historia junto a los dos que definen los crímenes genocidas de la segunda mitad del siglo XX”: Ruanda y Srebrenica. Como relata Michael Ignatieff en esta reseña de las memorias de Annan, este recuerda que los estadounidenses habían sido expulsados de Somalia ese mismo año, justo después del desastroso episodio del derribo del Black Hawk, y que una intervención corría el riesgo de una debacle similar. “En una declaración sorprendente –escribe Ignatieff–, Annan agrega que las fuerzas de la ONU eran ‘fuerzas de mantenimiento de paz, enviadas de forma deliberadamente débil y vulnerable para generar confianza en ambas partes’”. En resumen, crónica de un fracaso anunciado.

 

¿Imperialismo altruista?

Como confiesa Bastos, presidente de Médicos Sin Fronteras España, la lección más dura aprendida en el genocidio de Ruanda para el sector humanitario es que no es posible detener la violencia desatada contra los civiles con ayuda humanitaria. “No se detiene un genocidio (ni una guerra) con médicos –afirma Bastos–. Esta responsabilidad les corresponde a las instituciones políticas”.

Sin embargo, las instituciones políticas –los Estados, la ONU– tienen sus propias agendas, intereses y afinidades. El debate, por tanto, vuelve a estar encima de la mesa. ¿Dónde intervenir? ¿Dónde no? Como explica Itziar Ruiz-Giménez en La historia de la intervención humanitaria, existen dos lecturas radicalmente diferentes de la intervención humanitaria: como instrumento de justicia y defensa de los derechos humanos, o como instrumento civilizatorio, de imposición de una determinada visión (occidental) de la vida buena o la justicia. La profesora de Universidad Autónoma de Madrid condensa esta doble vertiente en la expresión imperialismo altruista.

Algunas intervenciones humanitarias apestan a imperialismo, como Crimea. En otras, el altruismo está más presente, como Kosovo. Más allá del debate político, la desazón brota ante aquellas intervenciones que nunca sucedieron. Ante las oportunidades perdidas –Srebrenica, Ruanda– de defender los derechos humanos allí donde son atacados. Los fantasmas de estas negligencias homicidas, como tal vez le suceda a Annan, siempre estarán con nosotros.

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