El "mundo islámico" y la ciencia

 |  17 de julio de 2014

¿Qué le sucede al mundo islámico? ¿Por qué está estancado? ¿Cómo ha podido decaer una cultura que desenterró la filosofía griega y romana, hizo del árabe la lengua franca de los comerciantes y convirtió Córdoba en una ciudad de cientos de miles de habitantes cuando Europa era aún un puñado de aldeas? Dependiendo de quién formule estas preguntas, es posible percibir un regusto de schadenfreude, ese término con que los alemanes describen el regocijo causado por la miseria ajena. Muchas sociedades islámicas se han estancado y no innovan, sí, pero es importante formular este argumento con perspectiva.

En el último número de Economía Exterior, Athar Osama describe un panorama lleno de retos para la innovación en el mundo islámico. Sin ir más lejos, los países de la Organización para la Cooperación Islámica (OIC) destinan de media un 0,38% de su PIB a investigación científica (la media mundial es de 1,7). The Economist también ha llamado la atención sobre este tema. En 2005, la Universidad de Harvard publicó más artículos científicos que 17 países árabes juntos. Aunque se están creando centros de investigación y desarrollo en los Emiratos Árabes Unidos –concretamente en Abu Dabi– y Catar, aún queda mucho camino por recorrer. La combinación de autoritarismo político e intolerancia religiosa generan un caldo de cultivo en el que la innovación es vista con revelo.

La primavera árabe prometía cambiar esta dinámica. Muchas de las protestas originales en 2011 reclamaban democracias laicas, rara avis en un Oriente Próximo gobernado por dictaduras nacionalistas y teocracias. Pero tres años después, Egipto permanece bajo control del ejército. Siria e Irak están sumidos en guerras civiles devastadoras, y Afganistán continúa gobernado por el desgobierno. Únicamente Túnez avanza hacia lo que los activistas democráticos en el país desearon desde el principio.

Es cierto que Oriente Próximo permanece tecnológicamente estancado desde hace décadas, si no siglos. Otra cuestión es que eso sea un resultado directo de la “cultura islámica”. El legado colonial es responsable de unas fronteras que distan de ser representativas. El caos en Irak es en gran medida consecuencia de la invasión americana de 2003. Hosni Mubarak, el dictador egipcio que fue destronado por las protestas en la plaza Tahrir, contaba originalmente con el apoyo de Bruselas y Washington. También contó con él, aunque de forma tácita, Abdel Fatah al Sisi, golpista y actual presidente del país.

Otro problema lo plantea escoger el “mundo islámico” como objeto de análisis. De un concepto que abarca a países tan diferentes como Bosnia, Marruecos y Bangladesh difícilmente pueden extraerse conclusiones universales. Kuala Lumpur se parece más a Singapur que a Kabul. Los problemas de corrupción en Indonesia son más similares a los de las Filipinas que a los de Uzbekistán. Realizar observaciones sobre un “mundo cristiano” que englobase a México, Etiopía, Rusia y Suiza nos resultaría incoherente, cuando no risible. También sería criticable, puestos a analizar países por bloques, la falta de innovación en el “mundo hispano”. España, que en el pasado inventó el submarino y el girocóptero, no es punta de lanza de las nuevas tecnologías. Muy al contrario, el país con frecuencia rechaza a sus científicos más brillantes.

La situación de muchas sociedades islámicas es, a pesar de todo, preocupante. Sólo el 8% de Egipto cree en las tesis evolutivas de Darwin. Con sus devaneos autoritarios, el primer ministro de Turquía se ha convertido en  un ejemplo más del giro intolerante entre muchos islamistas moderados. Es innegable que Oriente Próximo necesita desarrollar capacidades económicas que eviten el colapso económico el día que falten las reservas de crudo. La cuestión más difícil de analizar es si la crisis en la relación entre islam y ciencia afecta de manera similar al total de los países musulmanes.

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