En defensa de los vecinos ninguneados

Jorge Tamames
 |  28 de octubre de 2015

Canadá: ese país del que sabes tan poco… que ya está. Fin de la frase”. El chiste del cómico John Oliver se explica solo para una audiencia americana: a pesar de su tamaño y su posición geográfica, y dejando de lado estereotipos de renos y leñadores, Canadá apenas existe en el inconsciente colectivo de Estados Unidos. Es un vecino ninguneado.

Se da la ironía de que el vecino ninguneado es, con frecuencia, un ejemplo a seguir para el vecino que ningunea. EE UU podría inspirarse en el Estado del bienestar canadiense, que ha hecho del país una sociedad más cohesionada que la americana. También podría emular su regulación de las armas de fuego, infinitamente más eficaz que la estadounidense. Pero el devenir de Canadá suscita una indiferencia apasionada en EE UU.

La victoria electoral del Partido Liberal, el 19 de octubre, obliga a Washington a prestar atención brevemente. Justin Trudeau, que reemplazará al conservador Stephen Harper como primer ministro, ha arrasado con una campaña llena de promesas progresistas. Al frente de un gobierno de paridad, con una cara bonita convertida en fenómeno viral y prometiendo acoger a 25.000 refugiados sirios, Trudeau contrasta con Harper, que durante sus diez años en el poder adoptó un estilo reaccionario y antipático.

La decisión de Trudeau de abandonar la coalición americana contra el Estado Islámico generará fricción con Washington, al igual que su apoyo al desarrollo de Keystone XL, un oleoducto al que la administración de Barack Obama se opone. Pero en lo que concierne a la lucha contra el cambio climático –aparcada durante la presidencia de Harper– y las propuestas macroeconómicas (Trudeau ha prometido un déficit público de tres años para financiar un plan de infraestructuras), el Partido Liberal no solo está en sintonía con los demócratas estadounidenses, sino varios pasos por delante su agenda. Con Hillary Clinton posicionada para ganar las presidenciales de 2016, Trudeau podría ser un referente de peso en EE UU. Todo sea que el vecino preste atención.

 

De Ottawa a Lisboa

EE UU no es el único país que ignora a sus vecinos. Una analogía evidente es el caso de España y Portugal. El ninguneo español es más clamoroso, si cabe. Algunos estadounidenses tienen el detalle de sorprenderse ante la posibilidad de que Trudeau legalice el consumo de marihuana. Pues bien, Portugal descriminalizó el consumo de drogas hace catorce años, contribuyendo a lograr un enorme descenso en las muertes por sobredosis, y nadie en España parece enterarse.

Sospecho que este desinterés está asentado en la percepción española de Portugal como el primo pobre, a la zaga en PIB per cápita y embarcado en una odisea de desigualdad, recortes y privatizaciones. Solo así se explica que el resultado de las elecciones en ese país haya pasado sin pena ni gloria por su vecino. El pulso entre Syriza y la Europa de los prestamistas suscitó pasión en España. Pero la formación de un frente de izquierdas en Portugal, bloqueada por el presidente Aníbal Cavaco Silva so pretexto de no ser lo suficientemente europeísta, apenas ha generado interés en Madrid.

Portugal merece más atención. La razón más inmediata es la crisis generada tras las elecciones. Los partidos de la izquierda, que suman una mayoría absoluta en el Parlamento, han amenazado con una moción de censura para impedir un segundo mandato del conservador Pedro Passos Coelho, a quien Silva ha pedido formar gobierno. Como señala Luciano Alvarez, el impasse está generando una crispación sin precedentes.

La razón más importante se encuentra en un lugar tan improbable como el interior de una antigua cárcel del centro de Lisboa. Es el Museu do Aljube, inaugurado el 25 de abril de 2015. El centro repasa la dictadura salazarista desde los orígenes del Estado Novo hasta la caída de Marcelo Caetano. “Resistencia y libertad” es el hilo conductor de la exposición, que enlaza la Revolución de los Claveles con las actuales protestas contra las políticas de austeridad. “Sin memoria no hay futuro”, proclama una enorme inscripción en la pared.

Lo más sorprendente del museo es su propia existencia. Es difícil imaginar un espacio similar en Madrid. Los “museos del franquismo” españoles son homenajes a la amnesia en el mejor de los casos; en el peor, son Casa Pepe y el Valle de los Caídos. Es el resultado intencional de una transición a la democracia vertical, elitista y diametralmente opuesta a la portuguesa.

La diferencia en el origen de las dos democracias no es menor. Como muestra el sociólogo Robert Fishman, la revolución social y política portuguesa generó instituciones más inclusivas que la transición española. Entre los logros de la Revolución de los Claveles están un mercado laboral menos disfuncional que el español (el récord de desempleo, alcanzado en septiembre de 2013, fue del 17%), un sistema financiero más atento a las necesidades de las pequeñas empresas, una Constitución comprometida con la justicia social y una clase política sin vínculos a la dictadura.

La democracia portuguesa nació de una revolución caótica y en gran medida espontánea. Pero es la democracia española, edificada sobre una transición que se autoproclama modélica, la que muestra los fundamentos más endebles. 40 años después, Portugal, que por pequeño y discreto pasa perennemente desapercibido, aún tiene mucho que enseñar a España. Todo sea que prestemos atención al vecino.

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