Trabajadores de Nissan protestan a la salida de un concesionario en Granollers, Barcelona, el 29 de mayo. DAVID RAMOS. GETTY

España descoordinada

En ausencia de una política industrial consecuente, no bastará con medidas sociales para mitigar los efectos de esta crisis. Para llevarla a cabo, el Estado tendrá que combatir las inercias que acumula el modelo de crecimiento español.
Jorge Tamames
 |  18 de junio de 2020

El ruido frenético de la crispación política en España a veces impide percibir la señal que emiten los acontecimientos importantes. Conforme pasa la primera ola del Covid-19, queda claro que el debate político no vendrá determinado tanto por el “relato” sobre su impacto inicial como por las perspectivas de crecimiento a medio plazo. ¡Es la economía, estúpido! Un apartado en el que las últimas semanas dejan señales importantes de cara al futuro del país.

La primera consiste en tres noticias que se entienden mejor juntas. Por un lado, el anuncio del cierre de Nissan en Barcelona. Esta decisión, fruto de un proceso de restructuración del grupo Nissan-Renault-Mitsubishi, supone un varapalo inmenso. La fábrica representa el 1,3% del PIB catalán, el 8,2% de su industria manufacturera, más de 3.300 empleos directos y 14.000 empleos indirectos. Siguiente noticia: Mallorca abre sus fronteras a un programa piloto de turistas alemanes. (Los visitantes acceden a la isla antes que muchos españoles que llevan meses esperando para poder reencontrarse con familias y amigos.) Tercera noticia: el gobierno autonómico de Madrid promoverá una Ley de Suelo para continuar desregulando el sector inmobiliario.

La segunda señal es el trasfondo a estas noticias. Lo proporcionan los datos económicos que avanzan Eurostat, la OCDE y el Banco de España. Eurostat apunta que España, Italia y Grecia, que representan un 34% de la fuerza laboral de la zona euro, suman el 52% del empleo destruido en el primer trimestre de 2020. La OCDE calcula que el PIB español se ha hundido un 23,3% durante la crisis, contracción más pronunciada que las que también experimentan sus vecinos. El Banco de España señala que la actividad económica en España durante la etapa inicial del confinamiento se desplomó un 34%, resultado de las estrictas medidas aprobadas entonces por el gobierno. Es una cifra similar a las de Francia e Italia, pero 13 puntos porcentuales por encima de la media en la zona euro (y 21 de la de su locomotora económica, Alemania).

Estas asimetrías no solo operan a nivel europeo. Existe una “España a dos velocidades” donde, como escriben Javier Jorrín y Jesús Escudero, el impacto del confinamiento viene determinado por la estructura productiva de cada territorio:

El noroeste tiene un tejido productivo más diversificado y una demanda interna más sólida, lo que genera un soporte en plena caída y favorecerá la recuperación posterior. El suroeste, por el contrario, viene de un ‘boom’ de crecimiento en la última década gracias a su especialización en servicios de bajo valor añadido (turismo, hostelería, y ocio) y la construcción. Actividades que son procíclicas, de modo que aprovechan al máximo las expansiones, pero se contraen con dureza en las crisis.

 

¿Qué variedad de capitalismo escogemos?

Para entender por qué los procesos productivos explican tanto el impacto de la crisis actual como las posibilidades de recuperación, es útil leer a Dani Rodrik. El economista turco acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, en reconocimiento a sus solventes análisis críticos de la globalización. En un artículo reciente, coescrito con la economista Stefanie Stantcheva, Rodrik incide en la importancia de no limitarse a ajustes económicos superficiales, sino en reorganizar procesos productivos en profundidad como parte del nuevo contrato social tras el confinamiento. El economista político Miguel Otero señala que este razonamiento puede entenderse como una apuesta por el modelo de economías de mercado coordinadas del norte de Europa. Alemania y los países escandinavos se guían por un capitalismo “de partícipes”: sindicatos, patronal, sector público y otros agentes sociales coordinan sus prioridades de modo que las empresas no obedezcan exclusivamente al mandato de generar valor para un grupo reducido de accionistas.

Esta distinción fundamental entre economías “coordinadas” y “liberales” –más desreguladas, como las de Reino Unido y Estados Unidos– la teorizaron Peter Hall y David Soskice en Variedades de capitalismo, un clásico de la economía política publicado en 2001. Sus tesis han recibido críticas por ser demasiado deterministas, pero el esquema que presentan es útil para entender la posición de un país como España en el conjunto de la economía política europea.

A la economía española, como a la italiana, le corresponde una posición intermedia entre las economías “coordinadas” y las “liberales”. El origen de su arquitectura económica se encuentra en los años 80 y el proceso de modernización que llevó a cabo el PSOE en esta época. Un proyecto que legó avances importantes, como el acceso a la Comunidad Económica Europea, un Estado del bienestar antes inexistente y un crecimiento económico sostenido. Pero que también arrastraba puntos débiles notables: paro estructural elevado, dualidad en el mercado laboral, recaudación fiscal por debajo de la media en Europa occidental, un sector servicios dominado por microempresas que no generan gran valor añadido, desindustrialización, fuerte dependencia del turismo y, con el paso de los años, del ‘boom’ inmobiliario.

El resultado está ante nuestros ojos. Gracias a los ERTEs –inexistentes, por ejemplo, en EEUU, donde la destrucción inmediata de empleo ha sido más dramática y la primera ola de la pandemia continúa avanzando– se ha podido proteger parte del tejido productivo del país durante el confinamiento. Medidas como el Ingreso Mínimo Vital (IMV), aprobado por consenso el 10 de junio, suponen un esfuerzo por salir de esta crisis de manera más equitativa que de la anterior. La sanidad pública, pese a su infradotación durante los años de austeridad, ha desempeñado un papel esencial en la protección frente al virus. Pero los problemas crónicos de la economía no han tardado en manifestarse. El cierre de Nissan, la reapertura de Mallorca al turismo, las nuevas liberalizaciones del suelo y los dilemas del sector agrícola muestran que el confinamiento está afilando las contradicciones del modelo de crecimiento español. A todo ello se une una posición fiscal frágil, que impide al Estado intervenir en la economía con la misma contundencia con que lo han hecho otros países europeos, con Alemania a la cabeza.

Precisamente porque el cuadro es tan poco alentador, la respuesta necesita ser solvente. Aunque España no puede reconfigurarse de manera radical en 24 meses y emerger de la crisis transformada en una economía coordinada, necesita aprovechar el impulso de la recuperación para avanzar en una dirección diferente. Como mínimo, dar los primeros pasos para establecer un modelo de crecimiento menos descoordinado y bulímico.

No existe una solución única, pero sí opciones más viables que otras. Aunque se ha vuelto un lugar común, la transformación energética representa una oportunidad para reactivar la España interior, además de ser una apuesta más sostenible que el binomio ladrillo-playa. La carencias a la hora de hacer frente a la crisis sanitaria ponen de manifiesto no solo la necesidad de blindar la financiación de la sanidad pública, sino la de relocalizar procesos productivos –como la manufactura de mascarillas y material sanitario–, así como la importancia de contar con una política industrial que de prioridad a la I+D+I. En este contexto, el IMV y los aumentos del salario mínimo interprofesional pueden contribuir a reducir la informalidad y garantizar que los nuevos puestos de empleo sean menos precarios y se concentren en actividades con mayor valor añadido.

Los respuesta europea, más contundente en esta ocasión que en 2008, ofrece un breve intervalo de tiempo para poner en práctica varias de estas iniciativas. Pero no bastará con medidas sociales en ausencia de una política industrial consecuente. Para llevarla a cabo, el Estado tendrá que tomar la iniciativa y combatir las inercias que acumula el modelo de crecimiento español.

Si el ejemplo de los países nórdicos, ensalzado tanto por la izquierda como por liberales, se ha vuelto algo manido, existen otros a los que recurrir. Uno de ellos es el de Corea del Sur. Más pobre que España cuando comenzó nuestra transición a la democracia, hoy tanto su modelo de desarrollo como su forma de gestionar el Covid-19 ofrecen lecciones relevantes. Seúl hizo de la necesidad virtud: la situación de extrema vulnerabilidad en que se encontraba durante la guerra fría obligó a sus élites a diseñar en un modelo de desarrollo que le permitiese exprimir el potencial del país al máximo.

La situación actual de España no es así de crítica. Pero la crispación y el catastrofismo se han convertido en lujos que el país ya no se puede permitir.

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