fabricar consentimiento

Fabricar consentimiento y ver cómo se desmorona

La libertad conlleva responsabilidad. En el siglo XXI los ciudadanos no somos llaneros solitarios, sino más bien pasajeros del Metro en una hora punta perpetua.
David Seaton
 |  28 de enero de 2021

Noam Chomsky, uno de los intelectuales más influyentes de Estados Unidos, escribió que los medios de comunicación en Estados Unidos “son instituciones ideológicas poderosas que generan un apoyo propagandístico efectivo del sistema, confiando en las fuerzas del mercado, auto-censura y sin coerción obvia”. A este proceso le puso el nombre de manufacturing consent (fabricar consentimiento). Se trata de un estudio sobre la economía política de los medios de comunicación estadounidenses que sigue considerándose de gran importancia.

Pero Chomsky lo publicó en 1988. Entonces solo había unos 15.000 ordenadores conectados a Internet en todo el mundo. Hoy, entre ordenadores, tablets y teléfonos, se estima que entorno a 4.600 millones de personas –un 59% de la población global– accede a Internet de manera regular. En 1988 tampoco existían las redes sociales que hacen posible que muchísimas personas tomen consejos médicos de Miguel Bosé… o consejos políticos de Donald Trump. Moscú no había encontrado en internet un arma que la Unión Soviética no se hubiera atrevido ni a soñar.

De modo que la “aldea global” que anticipó el filósofo Marshall McLuhan en los años 60 se ha llenado de “cotillas globales”, propagando intoxicaciones de todo tipo. No creo exagerar si comparo el fenómeno del Internet universal con la invención de la imprenta de Gutenberg, que, combinada con la Biblia de Martin Lutero, trajo un sinfín de sectas protestantes.

En 1992, el prestigioso politólogo estadounidense Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre, donde exponía una polémica tesis: la Historia, en tanto que lucha de ideologías, había terminado, con un mundo final basado en una democracia liberal que se había triunfado tras el fin de la Guerra Fría. En 2021, ¿cómo se encuentra la democracia liberal? ¿En Polonia, en Hungría, en EEUU? Por no hablar de Rusia, ahora en manos de Vladímir Putin y sus oligarcas. Y otros países y regiones que sufren notables retrocesos democráticos.

 

Pasajeros en un Metro global

En una columna reciente, Stephen Walt resume los estertores del orden económico debido al Covid-19. “La pandemia de Covid-19 es el acontecimiento global más disruptivo  desde la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial”, señala el catedrático de la Kennedy School de Harvard. “Acelerará una retirada de la globalización, levantará nueva  barreras al comercio internacional, inversión y viajes, y dará a gobiernos democráticos y no democráticos mayor poder para seguir y supervisar  las vidas de sus ciudadanos.(…) El mundo pos-Covid-19 será menos abierto, menos libre, menos prospero y más competitivo que el mundo que mucha gente esperaba ver emerger hace solo unos pocos años”.

Lo que Walt no menciona es que la libertad conlleva responsabilidad. En el siglo XXI, la población mundial está –estamos– juntos y revueltos. La imagen decimonónica del  “llanero solitario” libre no sirve. Somos más bien como pasajeros del Metro en  una hora punta perpetua. Todos tenemos derecho a montar, viajar y bajar en diferenes estaciones. Pero nuestra libertad no va más lejos que la libertad de los que tenemos delante, enfrente, al lado o detrás. Un ejemplo sencillo: en tiempos de pandemia, no somos “libres”  de no llevar una mascarilla e infectarnos, porque tampoco lo somos para contagiar –y quizás matar– a los demás.

La moraleja es que nuestra libertad individual no es separable del bien común. También en nuestro Metro político, en interés del bien común, debemos dejar nuestro asiento a los ancianos, los discapacitados, las madres con un niño pequeño en brazos o las embarazadas. En las altas esferas financieras, empresariales y políticas, quienes son sensibles al bien común tal vez hayan contemplado actitudes que en el Metro de verdad no serían tolerables o toleradas.

Rectificar el impacto negativo de la pandemia sobre el bien común conllevará mucha regulación y gasto público. ¿De dónde saldrá el dinero? Obviamente la idea hasta ahora popular del trickle down –la noción de que, bajando los impuestos a quienes más ganan, se harán más prospero a los pobres, al “gotear” el dinero de los ricos sobre ellos– no va a funcionar. Será necesario subir impuestos, empezando por las personas con mayores ingresos y patrimonio.

 

Soluciones o chivos expiatorios

¿Su reacción política? Hace años un viejo socialista me explicó lo que puede ser nuestro futuro con la siguiente metáfora: “Si alguien se presenta a los votantes diciendo ‘vótame para que baje impuestos a los súper-ricos’, pocos lo harán. Pero si habla de la patria, de Dios, de lo peligroso que son los inmigrantes, muchos me votarán. Y luego bajaré los impuestos a los súper-ricos”.

El caso más extremo –y conocido– de esta fórmula se dio en la Alemania de los años 30. Las grandes fortunas alemanas, aterradas por el auge del comunismo tras la hiperinflación y la crisis de 1929, sintieron cada vez más interés por alguien que pudiese ofrecer algo más atractivo que el marxismo a los perjudicados. Ese alguien resultó ser un ex-cabo austríaco que culpaba de todas las desgracias de la humanidad a los judíos. El problema fue que, una vez asentado en el poder, Adolf Hitler resultó mucho más difícil de controlar de lo que imaginaron las fortunas industriales –como las familias Thyssen y Krupp– que le impulsaron.

El caso más reciente, salvando las distancias y cambiando algunos detalles –como hablar de “chinos” y “mexicanos”  en vez de “judíos”– es una figura casi igual de improbable: el ahora expresidente de Estados Unidos. Su búsqueda de chivos expiatorios funcionó estupendamente una primera vez. (Y luego, claro, bajó los impuestos a los súper-ricos.) Por poco le ha funcionado una segunda. Esperemos que en el futuro ningún estadounidense más inteligente vuelva a poner en práctica su hoja de ruta. En vista del reciente asalto al Capitolio, el trumpismo –como el movimiento que promovió aquel cabo austríaco– ha resultado más impredecible y peligroso de lo que imaginaban sus promotores multimillonarios.

De cara al futuro, una de las pocas cosas positivas en toda la tragedia del Covid-19 ha sido la respuesta de la Unión Europea. Más unida, solidaria y generosa. Todo un contraste con su respuesta mezquina a la crisis de 2008. Esperemos que la UE, ahora sin el lastre del nacionalismo inglés, siga por este camino unificador. Tal vez así, futuras generaciones de europeos verán este crisis como un nuevo momento fundacional.

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