Fue Donald Trump quien abandonó el acuerdo nuclear con Irán (JCPOA) hace siete años. A esa decisión sumó un paquete de sanciones sin precedentes contra la República Islámica. Lo denominó, “máxima presión”. Apenas tres años después, ordenó eliminar al jefe de las fuerzas al-Quds, Qasem Soleimani, lo más parecido a un héroe nacional vivo que tenía entonces Irán. En otras palabras, si hay una bestia negra en el “gran Satán”, ese es el presidente Trump. El Departamento de Justicia norteamericano tiene incluso abierta una investigación sobre una presunta operación para matar a Trump urdida por la República Islámica. Parece imposible que, con estos antecedentes, EEUU e Irán puedan entenderse.
Sin embargo, es Trump quien cuenta con más posibilidades de alcanzar un acuerdo con Teherán. Tiene el poder y la legitimidad interna para levantar sanciones a Irán. La anterior Administración carecía de esa capacidad frente a un Congreso completamente alineado, incluyendo los congresistas demócratas, con los intereses del Gobierno de Israel. Como en tantos otros asuntos, Donald Trump parece llamado a resolver una crisis que él mismo ha creado.
El pasado sábado 12 de abril, en Omán, se reactivaron contactos indirectos entre Estados Unidos e Irán. El objetivo es explorar un posible entendimiento cuyos contornos distan de estar claros todavía. Ya nadie habla de recuperar el JCPOA. Sería una conversación carente de sentido. Lo que se acordó en 2015, y estuvo a punto de ser rehabilitado en 2022, es ya inviable. La razón es el cambio radical en las circunstancias.
Hoy, el programa nuclear iraní es mucho más avanzado: Irán dispone de reservas de uranio enriquecido superiores al 60%, a solo un paso técnico del umbral necesario para uso militar. Además, las sanciones internacionales, lejos de debilitar al régimen, han terminado consolidando redes de poder paralelas, controladas por sectores más duros y opacos del sistema iraní, como la Guardia Revolucionaria. Literalmente, se enriquecen con las sanciones.
El JCPOA está muerto y pasó el tiempo de poder revivirlo. Los acuerdos anteriores giraban en torno al concepto de “breakout time”: el tiempo estimado que Irán necesitaría para construir una bomba desde el momento en que lo decidiera. El objetivo era mantener ese plazo en torno a un año, ofreciendo margen para la reacción internacional. Pero ese cálculo ya no es realista: hoy hablamos de semanas. El tiempo de reacción ha desaparecido. Esta nueva realidad obliga a repensar por completo las bases del acuerdo.
Una alternativa sería garantizar una completa transparencia: permitir inspecciones inmediatas y sin restricciones por parte del OIEA (Organismo Internacional de Energía Atómica), con acceso total a todas las instalaciones nucleares. Solo así se podría supervisar el uso de centrifugadoras y la evolución del enriquecimiento en tiempo real, garantizando una respuesta inmediata ante cualquier desviación. Es una apuesta compleja, pero quizás la única viable.
Y el tiempo corre. En octubre vence la Resolución 2231 del Consejo de Seguridad de la ONU, que sustenta legalmente el JCPOA. Si no se renueva o reemplaza por otro marco, Irán pasará a ser un miembro más del Tratado de No Proliferación (TNP), con obligaciones más laxas. Ante esto, los países europeos —Francia, Reino Unido y Alemania— ya han amenazado con activar el mecanismo denominado “Snapback”, que reimpone automáticamente todas las sanciones previas del Consejo de Seguridad. Es una amenaza creíble pues basta que un solo miembro del acuerdo lo solicite. No se requiere ningún tipo de aprobación.
La respuesta iraní fue inmediata la primera vez que los tres países europeos amenazaron con invocar este mecanismo: Teherán abandonaría el TNP (Tratado de No Proliferación). También una amenaza creíble dada la escasa popularidad de este Tratado en el liderazgo iraní. Es significativo que los dos únicos países con los que Irán han entrado en combate en los últimos 12 meses no están en el TNP, tienen la bomba y gozan de una más que razonable legitimidad internacional (Israel y Paquistán). Predicar con el ejemplo lo llaman.
A pesar de que el tiempo apremia, EEUU no parece haber terminado de definir su posición negociadora. Hay mensajes contradictorios sobre hasta dónde Irán debe renunciar a su programa nuclear. No va a renunciar completamente. Pero la República Islámica nunca ha estado tan débil y por ello sí puede aceptar mayores limitaciones que las que hubiera tenido en agosto de 2022 cuando rechazó la propuesta de compromiso de la UE para revivir el JCPOA.
¿La alternativa? El uso de la fuerza. Pero la idea de desmantelar el programa nuclear iraní sólo con bombardeos aéreos es cada vez menos creíble. Los sitios clave están dispersos, enterrados y fuertemente protegidos y las capacidades técnicas del programa son en muchos casos, reproducibles. Y una invasión terrestre, en un país de 90 millones de habitantes, es un escenario inviable tras las traumáticas experiencias sufridas por varias generaciones de militares norteamericanos en Irak y Afganistán. Todo parece indicar que el propio Trump ha descartado la opción militar, al menos en las actuales circunstancias[1].
Pero no hay tiempo para un acuerdo que resuelva todos los elementos del programa nuclear y la increíble complejidad del marco de sanciones. Los negociadores tienen como mucho hasta septiembre para algún alcanzar un entendimiento, que evite la espada de Damocles de Octubre, reduzca tensiones y sobre todo, compre tiempo. Sin él, no habrá diplomacia posible. Y sin diplomacia, lo único que queda es la confrontación.