Un soldado hace guardia frente al edificio del Banco Central durante una manifestación, el 15 de febrero de 2021 en Yangon (Myanmar). GETTY

La era de los regímenes neopretorianos

En los 'autoritarismos competitivos', regímenes cívico-militares o neopretorianos, diversas fuerzas de seguridad que monopolizan la violencia del Estado conservan una fachada institucional civil que les permite gobernar con puño de hierro detrás del trono.
Luis Esteban G. Manrique
 |  16 de febrero de 2021

En una de las citas más conocidas de su Libro Rojo (1964), Mao aseveró que el poder nacía “de la boca del fusil”, una conclusión lógica de las ideas de Marx y Engels sobre el papel de la violencia revolucionaria. En El Príncipe (1532), Maquiavelo ya escribió que cuando se trata de mantener la unidad y lealtad del reino, lo deseable es que el soberano sea “amado y temido”, pero que si ello no es posible, es mejor inspirar miedo que amor.

Y no hay nada más eficaz que la fuerza militar para intimidar. Lo ha vuelto a demostrar el golpe en Myanmar contra Aun San Suu Kyi –exlíder de facto del país, aunque su título oficial fuera el de “consejera de Estado”–, pocos meses después de que, el 8 de noviembre, su partido, La Liga Nacional para la Democracia, arrasara en las elecciones con el 82% de los votos, lo que le otorgó un 83% de los escaños del Parlamento.

Suu Kyi tenía así apoyos suficientes para reformar la Constitución de 2008, que la junta militar redactó y plebiscitó para blindar sus privilegios. Desde entonces, los militares designan a los ministros de Defensa, Interior y Exteriores, y eligen a una cuarta parte de los legisladores.

Y el de Myanmar no es un caso aislado. El último Global Democracy Index de The Economist Intelligence Unit registra retrocesos en ese campo de un extremo a otro del mundo. Varios países se han convertido en lo que la ciencia política define como “autoritarismos competitivos”, regímenes cívico-militares o neopretorianos.

 

regímenes neopretorianos

Fuente: The Economist

 

En todos ellos, diversas fuerzas de seguridad que monopolizan la violencia del Estado conservan en alguna medida una fachada institucional civil que les permite gobernar con puño de hierro detrás del trono, como ocurre literalmente en la Tailandia del general Prayut Chan-ocha, hoy primer ministro de iure tras presidir entre mayo de 2014 y junio de 2019 una junta militar.

En la lista, que no deja de crecer, están hoy Myanmar, Egipto, Tailandia, Irán, Pakistán, Venezuela, Camboya, Cuba, Nicaragua y Bielorrusia. Y ello sin contar a varios países africanos como Etiopía y Argelia, un dato que revela que el modelo no hace distingos de cultura, raza o religión.

Todos comparten, sin embargo, un rasgo distintivo: el cuerpo militar se ha convertido en una casta, como la que constituían los chatrias del sistema hinduista, la guardia pretoriana de los emperadores romanos o los mamelucos egipcios, descendientes de tribus nómadas centroasiáticas y del Cáucaso que pasaron de ser mercenarios al servicio de los califas ayubíes a sultanes que reinaron en El Cairo hasta los tiempos de Napoleón.

Además, los autócratas, debido a su común interés en asegurarse un entorno internacional favorable, suelen exportar sus métodos represivos y técnicas de manipulación –electoral, mediática y judicial– y compartir recetas para cooptar a las fuerzas de seguridad en un proceso que evite rupturas bruscas del orden público y golpes de Estado. Tras el ascenso económico chino, ya no es tan claro que las democracias logren mejores resultados económicos que las dictaduras. En Chile, la junta militar solo abandonó el poder tras lograr a cambio privilegios y protecciones políticas que los gobiernos democráticos posteriores tardaron casi 30 años en retirar.

 

Ejército SA

En Myanmar, el Tatmadaw, el nombre oficial de las fuerzas armadas, ocupa el vértice del sistema social que mantiene el predominio de la mayoría budista de etnia barma. Según escribe Max Fisher en The New York Times, los uniformados tienen sus propios colegios, hospitales y comercios y viven en zonas de acceso exclusivo. Los matrimonios de sus oficiales son casi siempre endogámicos, creando un tejido tan densamente integrado que es casi imposible de deshacer.

Su dominio, que comenzó en 1962, va mucho más allá del poder de fuego de su medio millón de efectivos, fogueados en la lucha contra las guerrillas de las minorías étnicas Karen, san y rajine. Los militares controlan los dos mayores conglomerados empresariales del país con negocios de telecomunicaciones, minería, banca, madera, puertos, construcción y medios de comunicación. El ejército es el mayor terrateniente del país.

El general Min Aung Hlaing, jefe de la junta militar golpista que debía pasar al retiro este año, dirigió la limpieza étnica que forzó el éxodo de unos 750.000 musulmanes rohinyá a Bangladesh y que Suu Kyi –hija del general Aung San, fundador del Tatmadaw– defendió ante la Corte Penal Internacional en La Haya en 2019, afirmando que los militares solo habían actuado contra “insurgentes y terroristas”.

 

«El ejército es el mayor terrateniente de Myanmar»

 

En Egipto, el general Abdelfatáh al Sisi, que derrocó en 2013 al gobierno elegido de los Hermanos Musulmanes, ha utilizado todo el poder coercitivo del aparato de seguridad para suprimir voces disidentes en los medios, el mundo académico y las redes sociales. Mientras en las cárceles se acumulan los presos políticos, el régimen ha seguido construyendo una faraónica nueva capital al este de El Cairo que costará unos 50.000 millones de dólares. El principal contratista en su construcción es una compañía del ejército.

La economía egipcia es hoy un coto privado del imperio empresarial castrense, que extiende sus tentáculos desde los balnearios de lujo en el mar Rojo a la industria química, el cemento y la construcción, lo que ha reducido la inversión privada a sus menores niveles desde 1960, según estimaciones del Carnegie Middle East Center.

 

«Entre los iraníes se ha hecho muy popular un dicho que asegura que el poder se está desplazando “de la cabeza a los pies”, es decir, de los turbantes de los ayatolás a las botas de los militares»

 

Irán, por su parte, tiene un gobierno bifronte. Uno, el de las instituciones civiles y autoridades elegidas, que gestiona el día a día, pero siempre a la sombra del Estado paralelo que controla el líder supremo, Ali Jamenei, ante quien responden las fuerzas armadas y policiales.

Según escriben Ali Reza Eshraghi y Amir Hossein Mahdavi en Foreign Policy, entre los iraníes se ha hecho muy popular un dicho que asegura que el poder se está desplazando “de la cabeza a los pies”, es decir, de los turbantes de los ayatolás a las botas de los militares. El presidente del Majlis (Parlamento), Mohamed Bagher Ghalibaf, es un exbrigadier general de la Guardia Revolucionaria (GRI), el brazo armado de la República Islámica creado en 1979​ por orden del ayatolá Jomeini y que hoy es el mayor contratista de proyectos de infraestructuras y obras públicas.

En Pakistán, el aparato de seguridad que integran el ejército y el ISI, el poderoso servicio de inteligencia, tiene a su cargo la ejecución y supervisión de los proyectos de infraestructuras que financia China, incluidas las zonas económicas libres del puerto de Gwadar y las represas de Cachemira y Azad Jammu, que han costado unos 4.000 millones de dólares.

El primer ministro, Imran Khan, ha dado marcha atrás a la política de “regreso a los cuarteles” que inició en 2007 el entonces jefe del ejército, general Ashfaq Parvez Kayani, nombrando a un militar retirado, Asim Bajwa, al frente del nuevo organismo encargado de las obras del Corredor Económico China-Pakistán.

 

«En las zonas amazónicas de Venezuela, los altos mandos del ejército explotan, sin apenas escrúpulos medioambientales, una de las mayores reservas de oro del mundo»

 

En Venezuela, el ministro de Defensa, el general Vladimir Padrino, tiene fama de ser el “hombre de Putin” en Caracas y, por ello, verdadero poder detrás del trono de Nicolás Maduro, que, a su vez, se ha ganado la lealtad de los militares con prebendas irresistibles en un país en crisis. Según un informe de 2019 de Crisis Group, los altos mandos controlan sectores enteros de la economía. En las zonas amazónicas explotan, sin apenas escrúpulos medioambientales, una de las mayores reservas de oro del mundo para dar liquidez a las exhaustas arcas fiscales.

Un informe del Organized Crime and Corruption Reporting Project señala que de los 312 generales venezolanos en activo, 84 trabajan para compañías que figuran en el registro nacional de contratistas y 35 son miembros de directorios de compañías privadas en sectores como el turismo, la construcción, el transporte, la alimentación y la energía: la “esencia del madurismo”, como llama Javier Corrales, profesor de la Universidad de Amherst, a la oligarquía boliburguesa.

Hugo Chávez constitucionalizó el principio de que las fuerzas armadas son responsables de impulsar el desarrollo nacional. Maduro ha llevado el esquema aún más allá según el modelo cubano de Gaesa, el grupo empresarial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias cuyas ramificaciones se extienden desde el sector hotelero a las aduanas y los puertos.

En 2018, militares, retirados o en activo, presidían siete de las 23 gobernaciones de Venezuela y nueve ministerios. Según Elliot Abrams, a quien Donald Trump encargó la  caída de Maduro, el régimen se sostiene por la “complicidad criminal” de los militares, lo que los diferencia de anteriores dictadores latinoamericanos que negociaron transiciones democráticas en sus países. “Eran oficiales golpistas, no bandas de delincuentes comunes en uniforme”, dice.

Y en Bielorrusia, el régimen de Aleksandr Lukashenko, que suele llevar uniformes profusamente engalanados de medallas, se sostiene sobre las bayonetas de los 130.000 policías del ministerio del Interior. Desde el pasado verano, tras un fraude electoral, sus agentes han llenado las cárceles de opositores y periodistas. Según estimaciones de Chatham House, en las pasadas elecciones la líder opositora Svetlana Tikhanovskaya logró el 52% de los votos, frente al 21% de Lukashenko.

 

Paciencia estratégica

Barack Obama visitó Myanmar en 2012 y 2014 para alentar la transición democrática, que consideró uno de sus más importantes éxitos de política exterior. Hoy el margen de presión de Washington es más escaso. El comercio bilateral entre Estados Unidos y Myanmar fue de 1.400 millones de dólares en 2019, frente a los 17.000 millones con China.

El Consejo de Seguridad de la ONU no condenó el golpe por la oposición de Moscú y Pekín, que lo consideraron un “asunto interno”, como la mayor parte de los países de la Asean. El margen de maniobra de China no parece mucho mayor, pese a que está construyendo un corredor económico para dar acceso al océano Índico a sus provincias del suroeste.

Suu Kyi visitó China más que ningún otro país. El presidente chino, Xi Jinping, estuvo en Myanmar en enero del año pasado, en su último viaje al exterior antes de la pandemia. Ahora Pekín va a tener que comenzar de nuevo con unos generales que cuando eran jóvenes oficiales combatieron a rebeldes comunistas financiados por Pekín.

Una transición democrática es siempre un proceso lento, errático e incierto. En último término, todo depende de la capacidad para movilizarse de la población civil en defensa de sus libertades y derechos. Esta ahora tienen una ventaja. En 2012, apenas un 7% de los birmanos tenía teléfonos móviles. En 2015 eran ya el 90%.

1 comentario en “La era de los regímenes neopretorianos

  1. Muy buen análisis, aprecio la precisión de los datos aportados y la cita de las fuentes

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