Los derechos humanos no entran en prisión

 |  12 de mayo de 2015

Varias organizaciones internacionales llevan años denunciando las condiciones de las cárceles de América Latina. En la mayoría de los centros de reclusión, los privados de libertad viven hacinados, la violencia es el idioma principal, y la sanidad no existe. La rehabilitación es la asignatura pendiente, no hay alimentos para todos, y las enfermedades son el mayor temor de los presos. El día a día en estas cárceles consiste básicamente en poder contarlo.

Brasil tiene la cuarta población penitenciaria de mundo, con más de un millón de presos, cuando la capacidad de sus centros ronda los 300.000. La mitad de las prisiones no tienen camas suficientes. No hay agua caliente, y tampoco se proporciona material para la higiene personal. En Bolivia, la prisión de Palmasola se encuentra completamente corrompida. A pesar de ser la más peligrosa del país, se ha convertido en el hogar de cientos de niños que viven con sus padres presos. Dentro de sus muros, el control de esta cárcel con apariencia de poblado lo ejercen los reclusos más veteranos. Y todo cuesta dinero. Hay que pagar a las mafias un “seguro de vida” para evitar torturas y un “derecho de piso” para poder dormir. El Estado no facilita comida, ni asistencia médica, ni un colchón. En Colombia hay que pagar un alquiler para poder dormir en una celda, casi siempre ocupada por encima de sus posibilidades. La lista es larga…

 

La crisis carcelaria 

Los sistemas penitenciarios de América Latina están inmersos en una crisis generalizada que atenta contra los derechos humanos de los presos. Amerigo Incalcaterra, representante regional para América del Sur de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), expresa su preocupación por la violencia en las cárceles latinoamericanas. Recuerda a los Estados que deben garantizar que los privados de libertad sean tratados con dignidad, tal y como reconocen los instrumentos internacionales de derechos humanos. Además, la crisis carcelaria afecta también a las familias, y al país general. Incalcaterra advierte que “las cárceles son el reflejo de una sociedad”.

Según el informe del PNUD Seguridad Ciudadana con rostro humano: diagnóstico y propuestas para América Latina, en Colombia, Venezuela o México el crimen organizado ejerce el control de las prisiones. Las bandas criminales se organizan dentro de las cárceles y establecen sus propias normas de convivencia. Suelen cobrar al resto de los presos una elevada tasa semanal a cambio de “protección”. La falta de control del Estado es evidente.

Por otro lado, los centros de reclusión carecen de la infraestructura adecuada. Tampoco hay acceso a los servicios básicos de salud y alimentación. Las condiciones generales de detención no son acordes a los estándares internacionales. Y la reinserción social no es el principal componente de las políticas de seguridad. El PNUD destaca entre los mayores problemas la superpoblación, el hacinamiento, la sobrecarga de presos preventivos, la frágil institucionalidad de los Estados y las dificultades de implementación de programas de reinserción eficaces.

 

La sobrepoblación de los centros, el mayor problema 

Muchas prisiones superan su capacidad por encima del 400%. El hacinamiento es la raíz del problema, un foco de violencia, desorden y conflicto que hace insostenible la reclusión. Según el International Center for Prison Studies (ICPS), las cárceles más superpobladas de la región son las de El Salvador, con una media del 325,3% de ocupación. Esto significa que triplican su capacidad. Oficialmente, el país puede albergar 8.490 reclusos, pero en 2015 se contabilizaron 28.634. Desde el año 2000, la población carcelaria se ha multiplicado por cuatro. Si las penitenciarías no se han ampliado desde entonces, aquí está el origen de la superpoblación extrema.

El Centro Penal de Cojutupeque es una de las peores cárceles del país. Tiene capacidad para 300 reos, pero viven más de 1.200. Solo tienen dos horas de agua al día y más de 50 personas comparten baño. Esta falta de higiene es un foco de numerosas enfermedades, como la sarna. Algunos duermen en el suelo, o en hamacas improvisadas colgadas del techo. La comida no llega para todos y apenas hay programas de reinserción. El hacinamiento impide que se cumpla la función rehabilitadora que el artículo 27 de la Constitución asigna a las prisiones. Los presos se han convertido en los grandes olvidados.

Otros países de la región se acercan a estas cifras. Guatemala tiene un 270,6% de ocupación carcelaria, seguido de Venezuela, con un 269,8%. Bolivia (269,9%) y Perú (223%) también sobrepasan el doble de la capacidad de sus penales. Honduras tiene un 189,3% de ocupación, República Dominicana un 174%; Brasil un 163% y Colombia un 149%. Costa Rica, Paraguay, México, Panamá, Nicaragua, Ecuador, Chile y Uruguay también tienen sus cárceles sobrepobladas, rebasando su máxima ocupación oficial.

 

La revisión de la prisión preventiva

En Paraguay, el 72% de los reclusos está en prisión preventiva. Y en Brasil, aproximadamente un 40%. Se abusa de la privación de la libertad, cuando según la normativa internacional de derechos humanos, debería ser una medida excepcional para delitos graves. A esto hay que añadir la falta de asistencia jurídica a los detenidos: algunos reclusos tienen que esperar años para tener un juicio.

En mayo de 2015, 250 internos de la cárcel de Palmasola recibían su sentencia, dentro de un plan para descongestionar la cárcel más poblada de Bolivia. Esto se produce dos meses antes de la visita del Papa Francisco al penal, donde viven más de 4.000 presos a pesar de que su capacidad es menos de la mitad. En 2013, el 90% estaba en prisión preventiva, algunos llevaban hasta seis años en esa condición.

La crisis carcelaria que sufre América Latina necesita soluciones dentro del marco de protección de los derechos humanos de los privados de libertad. Por un lado, se debe ampliar la infraestructura carcelaria existente: desde la mejora de las condiciones de salubridad hasta la construcción de nuevos penales para poder redistribuir a los reclusos y disminuir el hacinamiento. Por otro lado, es necesario revisar el uso de la prisión preventiva, que ayudaría a descongestionar las cárceles. De manera paralela deben impulsarse medidas alternativas a la reclusión para los delitos menos graves, como los servicios comunitarios o los programas de reinserción. Además, los Estados deben implicarse más en la gestión de los penales, con un mayor control de la corrupción y de las actividades ilícitas que tienen lugar dentro de ellos, muchas veces consentidas por los propios funcionarios de prisiones. Es posible que una reforma del sistema carcelario ayude a reducir las tasas de criminalidad de una de las regiones más violentas del planeta.

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