El candidato presidencial demócrata y exvicepresidente de EEUU, Joe Biden, durante un mitin en Las Vegas, el 27 de septiembre de 2019./ ETHAN MILLE/GETTY

Nostalgia

Jorge Tamames
 |  11 de marzo de 2020

En las primarias demócratas y las elecciones presidenciales de 2020, que se celebrarán en noviembre, no solo está en juego el futuro de Estados Unidos, sino también el impacto de su siguiente presidencia en el resto del mundo. Desde Política Exterior cubriremos el proceso con una serie especial, coordinada por Jorge Tamames.

 

Las primarias demócratas se han sellado con un resultado tan repentino como inesperado. En la primera semana de marzo, el campo electoral se reconfiguró de manera dramática. El sábado 29 de febrero amanecía como última oportunidad para la campaña de Joe Biden, el principal candidato moderado, tras un mes cosechando fracasos (cuarto puesto en Iowa, quinto en New Hampshire, segundo en Nevada). Si él y la maquinaria demócrata fracasaban de nuevo deteniendo al senador socialista Bernie Sanders en las primarias de Carolina del Sur, tomaría su relevo Michael Bloomberg, el plutócrata que pretendía imponerse a golpe de talonario. Una campaña dura y prolongada entre el partido de Biden, el movimiento de Sanders y el dinero de Bloomberg.

Ese día, el votante negro y de mayor edad salvó a Biden, que obtuvo una victoria contundente. Entre el sábado y el martes, los demás candidatos centristas se alinearon tras el antiguo vicepresidente. Con ese impulso y una cobertura mediática entusiasta, el Súper Martes (3 de marzo) Biden logró revertir las encuestas de forma abrupta, imponiéndose en 10 de los 15 estados que votaban, incluyendo Texas, Massachusetts y Virginia. El miércoles 4, Bloomberg abandonaba su campaña y respaldaba a Biden. El martes 10, victorias holgadas de Biden en cuatro de los seis estados que celebraban primarias (incluyendo Michigan, donde Sanders había desplegado toda su artillería) sellaron el desenlace. Sanders seguirá compitiendo, pero salvo sorpresas de última hora, una coalición de votantes negros, blancos suburbanos (principalmente mujeres de clase media) y jubilados otorgará la nominación a Biden.

Se trata de una alianza de necesidad, ensamblada a última hora –y con enorme eficacia– para detener a Sanders más que por entusiasmo hacia su rival. Prueba de ello es la absoluta incoherencia en los apoyos que ha recibido este último. Pete Buttigieg, el primer contendiente abiertamente gay con posibilidades de obtener la nominación, respaldando al hombre que hasta 2012 se opuso al matrimonio homosexual. Beto O’Rourke, ex candidato que iba a triunfar en Texas gracias al voto joven y latino, posicionándose en contra del candidato más popular entre latinos jóvenes. Kamala Harris, que en un debate televisado criticó con dureza a Biden por su apoyo a la segregación racial en los años 70, dando la espalda al candidato que marchó junto a Martin Luther King. Y Elizabeth Warren, supuesta representante del ala izquierda del partido, optando –como en 2016– por una neutralidad que en la práctica perjudica a Sanders. Barack Obama, originalmente reacio a la candidatura de su antiguo vicepresidente, parece haber sido clave en esta operación.

 

 

¿Qué falló en la campaña de Sanders? Es pronto para saberlo con certeza. Parte de la izquierda estadounidense se dedica a buscar fracasos en los mismos factores que hasta hace semana y media se consideraban el secreto de su éxito. Apostar por el voto joven (antes movilizado, ahora traicionero); emplear retórica izquierdista (antes contundente, ahora extravagante); su relación con la prensa (antes hostil pero productiva, ahora hostil y contraproducente); el trato distante con el Partido Demócrata (antes inevitable y útil de cara a las elecciones presidenciales; ahora un problema que se hubiese solucionado haciendo llamadas telefónicas); una relación demasiado cercana con el propio Biden, con quien Sanders mantiene una vieja amistad y nunca ha querido entrar en el cuerpo a cuerpo durante los debates.

Este último argumento tal vez sea el que mejor explica las dinámicas de campaña. En la primera semana de marzo, Biden fue capaz de asentar entre los votantes demócratas la noción de que es el candidato más adecuado para derrotar a Donad Trump en noviembre. Esta idea se basa en que, ante unas primarias con muchos candidatos, Biden y Sanders eran los mejor posicionados en las encuestas de cara a noviembre. La diferencia entre ellos es que las propuestas moderadas del primero atraerían a más votantes conservadores que la “revolución política” que promulga su rival socialista.

El problema es que Biden solo ofrece un retorno a la era Obama. Nostalgia. Regresar a la normalidad añorada tras cuatro años de pesadilla nacional, inducida por agentes externos (es decir, rusos). Una propuesta con gancho emocional, especialmente para los votantes de mayor edad, que llevan cuatro años bombardeados con esta narrativa desde la cadena televisa MSNBC, contraparte demócrata de Fox News. Pero esa normalidad es la misma que produjo a Trump. Además, Biden carece del carisma arrollador de su antiguo jefe. Frente al talento oratorio y el significado histórico de un Obama, Biden luce unas gafas de aviador con las que cae simpático y cuenta anécdotas campechanas de cuando era socorrista en una piscina municipal de Delaware, allá por los años sesenta. Su proyecto político, por otra parte, es el mismo neoliberalismo con rostro humano que definió las presidencias de Bill Clinton y Obama, así como el fracaso de Hillary Clinton.

El segundo motivo es difícil de expresar de manera delicada. Durante esta campaña, Biden ha mostrado síntomas de senilidad. Pronuncia frases carentes de sentido, reacciona con hostilidad cuando los votantes cuestionan sus múltiples corruptuelas familiares, cede tiempo en los debates televisados y sus intervenciones en mítines se reducen a unos pocos minutos, en los que a menudo confunde el nombre de su antiguo jefe, a su mujer con su hija, o incluso el hecho de que se presenta a unas elecciones presidenciales en vez de al Senado. Intentando disimular este problema, el Partido Demócrata ha alterado las normas del siguiente debate televisado, que se celebrará el 15 de marzo: los candidatos se sentarán en vez de enfrentarse de pie, como hasta ahora ha sido común.

Igual de graves son las falsedades que Biden repite sobre su pasado político. Invenciones dignas del propio Trump, como negar su apoyo entusiasta a la invasión de Irak o asegurar que le arrestaron en Suráfrica intentando sacar a Nelson Mandela de la cárcel. Al margen de que pueda resultar hipócrita, los republicanos en general y su líder en particular son expertos sacando punta a este tipo de incoherencias para desgastar la imagen de sus rivales.

 

 

Los demócratas, en resumen, no han olvidado nada de 2016. Trump obtuvo la nominación porque competía en un campo muy fragmentado. Si los demás candidatos republicanos se hubiesen unido, podrían haberle derrotado. Es lo que Biden está haciendo con Sanders. Pero el centroizquierda tampoco ha aprendido nada de 2016. Aquel año Trump ganó las elecciones presidenciales porque, como explica el historiador Quinn Slobodian, los republicanos fracasaron conteniendo su revuelta. El Partido Demócrata perdió porque sí consiguió detener a Sanders.

Aquel año Trump era un antisistema dispuesto a sacudir Washington. En 2020 se presenta como garantía de estabilidad ante un Partido Demócrata titubeante, corrupto y atado a las recetas fallidas del pasado. Una imagen en la que Biden encaja como un guante. No es difícil imaginar al presidente convirtiéndolo en su saco de boxeo predilecto, obteniendo así una reelección contundente.

Sanders debiera haber insistido en que nominar a Biden era una opción más arriesgada que su agenda socialdemócrata, por más que resulte novedosa para el público estadounidense. Necesitaba explicar que la nostalgia es casi siempre una apuesta engañosa e irresponsable. Con el partido apostando por un pasado que no volverá, el principal obstáculo en la reelección de Trump será, esta vez sí, un agente externo: el coronavirus, que está haciendo tambalearse a Wall Street y la salud pública estadounidense.

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