Resulta dudoso que un eslogan tan manido como “Cambio” sea capaz a estas alturas de decidir un solo voto. Y, sin embargo, ésa fue la apuesta de los laboristas para las elecciones de julio en Reino Unido. Nada sorprendente en una de las campañas menos arriesgadas de la historia. Aunque puede que, por vaciada que haya quedado la palabra, no hubiese lema más pertinente para el asalto a Downing Street: voten por nosotros porque, ante todo y, sobre todo, no somos el Partido Conservador.
Keir Starmer fio su estrategia a dejar a los tories cocerse en su salsa, la que los últimos gobiernos conservadores prepararon a fuego lento desde que Boris Johnson les diese una arrolladora victoria en 2019. Purgadas las filas laboristas de los resabios del “corbynismo”, Starmer se propuso no asustar a nadie, minimizar errores, ganar por incomparecencia del rival. Reino Unido es hoy un país escaldado por un Brexit que prometió mucho más de lo que podía dar. Las fiestas pandémicas de Boris Johnson o el desastre financiero infligido por Liz Truss socavaron aún más la confianza de los británicos en sí mismos.
Tras años de disrupción, el nuevo primer ministro se jacta en presentarse como Mr. Normas. Un hombre de ley y orden para devolver la seriedad a las instituciones y recobrar la credibilidad dentro y fuera del país. A Sir Keir es difícil pillarlo en un renuncio. Lo intentaron los tabloides cuando se difundió una imagen suya, cerveza en mano, en una reunión con sus colaboradores en mitad de las restricciones sociales por la pandemia. “¡Escándalo! ¡El laborismo ya tiene su Partygate!”. El bautizado como Beergate quedó en nada tras una investigación policial, pero Starmer tomó buena nota de que cualquier desliz sería valiosa munición para sus adversarios.
Mal harán quienes subestimen a…

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