Unas palabras enigmáticas del presidente Bush pronunciadas al concluir la guerra del Golfo, llevado de la euforia por un triunfo tan clamoroso –no debido exclusivamente a Estados Unidos, sino también al esfuerzo de sus aliados–, causaron honda sorpresa al enunciar que después de la victoria era imprescindible “la instauración de un nuevo orden mundial”. Se trataba de una expresión comprometida, una expresión que, a mi manera de ver, debió ir acompañada –o precedida– de la formulación clara, inconcusa, inteligible por todos, de una doctrina, de un contenido sustantivo que alejara la sospecha de hallarnos ante una maniobra política inspirada en el propósito exclusivo de conseguir la dominación universal. Esto que digo, y que podrá parecer duro y quizá hasta fuera de tono, es menester denunciarlo y pedir explicaciones suficientes al presidente porque eso del “nuevo orden mundial” es un concepto equívoco y que, recordémoslo, vino anticipado por desgracia en los textos más característicos y nefastos de los diversos totalitarismos. Para alejar de nuestro ánimo cualquier enojosa comparación se requería, pues, dotar de sólido fundamento a un enunciado tan singular expuesto urbi et orbi.
Tan abrupta denuncia pudiera parecer desorbitada, en relación con la plataforma desde la que se formula, si no contara con un precedente ilustre: la Historia de Roma deja constancia del espíritu crítico de los nuevos romanos, los romanos de las provincias, cuando dirigían sus dardos, más o menos inútiles, contra la omnipotente aristocracia de la metrópoli. Formular objeciones a la política, tantas veces desdeñosa, que emanaba del corazón de la Roma imperial era una saludable costumbre que denotaba el gusto de aquellas personas por el juicio crítico. Es lo que sucede ahora también. Estamos obligados a reconocer, sobre todo desde la caída del otro imperio, el imperio soviético, la primacía de Estados Unidos por lo que está…

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