AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 65

Plano y sección transversal del cementerio que debe hacerse para los turcos, redactado en Livorno en 1762 y conservado en el Archivio di Stato di Firenze, Consiglio di Reggenza, nº 649 ("Livorno, VI, 1761-1762"), caja 43bis. Con la autorización del Ministerio de Cultura italiano.

La muerte de los ‘turcos’: una historia europea, siglos XVI-XVIII

En la llamada era moderna, las prácticas funerarias de los musulmanes en suelo europeo constituían un verdadero núcleo de tensiones entre las poblaciones de las dos ribas del Mediterráneo.
Mathieu Grenet
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En la extensa carta dirigida el 23 de julio de 1691 «al muy apreciado y muy majestuoso emperador de Francia» Luis XIV, el dey de Argelia, Hayi Ahmed Chabane, lamenta con vehemencia un funesto episodio ocurrido poco antes en suelo francés: «Estando nuestro embajador [argelino] en Tolón, un turco de su séquito murió y el gobernador de la ciudad, así como el intendente, asignaron un lugar donde enterrarlo, cosa que se llevó a cabo. Esa misma noche, los habitantes del municipio abrieron la tumba y extrajeron el cadáver, tras lo cual prendieron fuego sobre el vientre y el estómago del muerto. Al día siguiente, habiéndose corrido la noticia, todo Tolón e incluso los guardias vieron ese cuerpo quemado y desenterrado. De ahí que nuestro embajador ordenara tirarlo al mar, desde el puerto de Tolón. Aquí [en Argel] mueren veinte esclavos al día; los enterramos en su cementerio, según su religión, leyendo sus libros y sus oraciones. Los pueblos temerosos de Dios no cometen esa clase de acciones». Dos siglos más tarde, el editor moderno de esa correspondencia, Eugène Plantet, aún tuvo a bien hacer constar en una nota que no había encontrado en los archivos toloneses documento alguno que permitiera corroborar ese episodio, donde creía poder distinguir «una acusación que no podía provenir sino de la malicia de nuestros enemigos», es decir, los argelinos: curioso vuelco el consistente en ver en el silencio de las fuentes la prueba de que un acto tan atroz no solamente jamás hubiera podido cometerse, ¡sino que se trataba de una invención de la propias víctimas!

Desprendido de su glosa colonial, este documento nos recuerda los obstáculos con que, históricamente, chocan las prácticas funerarias de los musulmanes en suelo europeo en la llamada era moderna (siglos XVI-XVIII). Desde la ausencia de cementerio oficial hasta las manifestaciones más extremas de xenofobia popular, pasando por la negativa de las autoridades a plantearse soluciones permanentes, todo concurre, en efecto, a convertir esta problemática en un verdadero núcleo de tensiones entre las poblaciones de las dos orillas del Mediterráneo. Y es que entre las formas de asignación cultural y de relegación espacial aparece el espectro de lo que el antropólogo africanista Louis-Vincent Thomas calificó en otro tiempo de «mala muerte», la que sorprende al difunto lejos del hogar, donde no podrán cumplirse los ritos prescritos por la tradición y donde ni familiares ni allegados podrán acudir a homenajear al ausente. Si los historiadores consideran prioritariamente la cuestión de la muerte de las poblaciones musulmanes en la Europa moderna desde el prisma de los derechos, del reconocimiento de esa presencia en el tejido social local, o incluso de su visibilidad en el espacio público, deben empezar por reconocer que, desde el punto de vista de los propios actores históricos, es sobre todo cuestión de angustia por la Salvación y de pena de no volver jamás a ver a los suyos. De esa parte sensible e íntima, casi siempre estamos condenados a no acceder más que a migajas, según los testimonios referidos de forma más o menos indirecta: más allá de la simple llamada a la prudencia metodológica, esta conclusión debe también llevarnos a plantear con cierta humildad el constante desafío de dotar de sentido, con varios siglos de retraso, a lo que en muchos aspectos supone una experiencia indecible.

 

Diversidad de estatus y de adhesión a la identidad musulmana

La primera cuestión que plantea el tema de las prácticas funerarias musulmanas en la Europa moderna tiene que ver con las formas y modalidades de una presencia que los historiadores han considerado durante mucho tiempo un hecho del todo insignificante, con mayor motivo en el contexto de los flujos más importantes de movilidad que se despliegan de un extremo a otro del Mediterráneo en los siglos siguientes. De hecho, ni siquiera fue nunca tan significativa como la presentada como su espejo invertido, a saber, la presencia europea en el norte de África o en los puertos otomanos, inicialmente organizada en pequeñas comunidades mercantes, antes de conocer un crecimiento demográfico y económico sustancial, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVII. La estancia de musulmanes en Europa constituye, no obstante, una realidad que se remonta a la Edad Media: ya fueran galeotes, diplomáticos, esclavos, mercaderes, marinos, viajeros o incluso espías, aquellos a quienes se califica indistintamente de «turcos» son en la era moderna súbditos del sultán otomano, del shah de Persia o del sultán marroquí, o bien ciudadanos de distintas provincias y Estados magrebíes («regencias» de Argel, de Túnez y de Trípoli, sultanato mameluco de Egipto hasta 1517). Como se ha observado, esta diversidad de estatus y adhesiones lleva a que una población tan profundamente heterogénea viva de forma muy distinta su identidad musulmana, ya sea en función de su clase social, de sus recursos económicos o hasta de su procedencia geográfica.

 

La diversidad de estatus y de adhesiones lleva a que una población tan heterogénea viva de forma muy distinta su identidad musulmana

 

Así que, si conviene ser especialmente cautos al hablar de los musulmanes o de la condición musulmana en Europa, parece, no obstante, que un hilo conductor congrega esas distintas experiencias: en este caso, la importancia de los preceptos religiosos sobre la estancia de esas poblaciones fuera del Dar al-Islam, una expresión que designa el conjunto de territorios gobernados por musulmanes y que están sujetos a la ley islámica. De hecho, la inmensa mayoría de los juristas musulmanes excluyen la mera posibilidad de que un correligionario resida en tierra infiel. Naturalmente, se observan variaciones entre las escuelas jurídicas, desde la condena de cualquier estancia en el Dar al-Harb (el «dominio de la guerra»), hasta la simple recomendación de minimizar al máximo su duración. En cambio, todas ponen como condición sine qua non la posibilidad para los musulmanes de «manifestar los símbolos del islam», es decir, practicar su credo. De ahí que la muerte en tierra infiel suponga una perspectiva especialmente temida, puesto que amenaza al difunto de privarle de los ritos funerarios cuyo cumplimento se considera necesario para la afirmación de su condición de creyente. Ese riesgo de la «mala muerte» es lo que lleva a los más frágiles, al notar que les llega la hora, a intentar morir en tierra musulmana: es lo que explica, por ejemplo, que Ametto d’Ametto di Biserta, un esclavo tunecino septuagenario detenido en las galeras del Papa, solicitara en 1721 que le liberaran para «ir a morir a su país».

El discurso normativo de los juristas o de los clérigos solo refleja parcialmente la realidad de un fenómeno más extendido de lo que podrían dejar pensar los preceptos religiosos. Si es imposible de calcular, ni tan siquiera de manera aproximada, el número de musulmanes que hallan la muerte en Europa en la era moderna, la puesta en conjunto de los distintos testimonios de que disponemos da a entender que, sin ser comunes, tales defunciones tenían lugar con bastante regularidad, en especial en los litorales de Europa meridional (sobre todo los puertos italianos, provenzales y españoles), así como en las principales metrópolis de la Europa continental, donde se dan cita poblaciones llegadas de todas partes. Mientras que los galeotes y los esclavos «turcos» son las figuras más conocidas víctimas de esta muerte «banal» (¡aunque solo sea por lo duro de sus condiciones de vida!), las fuentes revelan también la presencia, a su lado, de musulmanes libres que recorren Europa para prestar servicio a su príncipe o las necesidades de su comercio. Sin duda, esa mezcla no es en ningún lugar más visible que en Venecia, donde contamos con una fuente excepcional: en este caso, un registro de Necrologi di Turchi donde constan las defunciones de 79 mercaderes, esclavos, marinos y galeotes musulmanes (otomanos, persas o magrebíes), que tuvieron lugar en la ciudad entre 1632 y 1764. Con algo menos de un muerto cada dos años, el fenómeno dista de ser masivo: con todo, no deja de ser una realidad de la vida veneciana de los siglos XVII y XVIII, más aún si pensamos que el número total tal vez se subestimara. Esta serie de 79 casos permite, sobre todo, abordar la muerte «con un enfoque humano», al informarnos de la edad del finado o las causas de la defunción, el origen de los fallecidos, su actividad o incluso su lugar de residencia en Venecia. Del análisis del registro llevado a cabo por el historiador Giuliano Lucchetta, destaca la gran variedad de perfiles sociológicos y edades (de 16 a 90 años) de los difuntos, el hecho de que la mayoría residiera en los alrededores del Fondaco dei Turchi inaugurado en la ciudad en 1621, o bien que las causas de las muertes vayan desde la peste hasta la picadura de escorpión (!), pasando por varias menciones de refriegas y de asesinatos. En cambio, el documento no aporta información alguna sobre la sepultura de los «turcos» de Venecia.

Ahora bien, lo esencial de la documentación en que pueden basarse los historiadores no lo constituyen fuentes seriadas y ricas como las valiosas Necrologi venecianas, sino múltiples rastros a menudo fragmentarios que nos informan de una muerte en concreto, que rescatan temporalmente del olvido. Algunos de estos indicios son textuales: es el caso, por ejemplo, de la carta del dey de Argel al rey de Francia con que empezaba este artículo. Otros son vestigios de tipo arqueológico, como aquellos «epitafios arabescos» de cuya existencia informaba ya el erudito marsellés Antoine de Ruffi (1607-1689), y que en la actualidad están desparecidos. Aunque la mayoría son decesos de esclavos o de galeotes (que constituían por entonces el grueso de la presencia «turca» en Europa), a veces encontramos personajes de alcurnia: es el caso, en particular, del príncipe Cem, a quien el enfrentamiento por la sucesión de su padre Mehmed II llevó a emprender el camino del exilio, primero a Rodas, luego a Francia y, por último, a los Estados italianos, donde fallece en 1495, en Capua. Este último ejemplo recuerda de pasada que a veces la movilidad continúa más allá de la muerte: enterrado primero in situ, el cuerpo del desafortunado aspirante al trono de sultán se exhumará cuatro años después, por orden de su hermano, Bayezid II, quien lo manda embalsamar y luego volver a sepultar en Bursa, antigua capital del imperio y cuna de la dinastía otomana. Por encima de su diversidad y dispersión, estos episodios dan fe del carácter cotidiano, si no rutinario, de la presencia musulmana en tierra cristiana. Sobre todo, ilustran la recurrencia de una problemática funeraria que las sociedades de acogida parecen negarse a considerar un dato estructural de esa presencia.

 

La muerte en tierra infiel amenaza al difunto de privarle de los ritos funerarios cuyo cumplimiento se considera necesario para la afirmación de su condición de creyente

Reacción cristiana

Por parte de los cristianos también hallamos la importancia de los preceptos canónicos que prohíben la inhumación de los no católicos en tierra consagrada: es básicamente lo que viene a decir un decreto del papa Gregorio IX (1227-1241), según el cual «quibus non communicavimus vivis non communicemus defunctis». En la era moderna, ese principio enmarca la gestión cotidiana y pragmática de un fenómeno cuyos imperativos son, desde luego, morales y políticos, pero también (¿y antes que nada?) sanitarios. A falta de cementerio musulmán, no es infrecuente ver enterrar los cadáveres de los «infieles» en un descampado extramuros de la ciudad o en la playa. En Nápoles, se informa que cuerpos de esclavos «turcos» igual «se arrojan al mar o se queman», cómo se entierran «donde se tiran los animales muertos». Son escasos los lugares donde, como en Civitavecchia, los galeotes musulmanes pueden afirmar «que siempre han disfrutado de un sitio destinado a enterrar a sus difuntos»; incluso este testimonio debe tomarse con pinzas, ya que está extraído de un interrogatorio al cual asistieron comandantes de las galeras pontificales. En todas partes, las sepulturas indeseables se ubican apartadas de los centros urbanos, en espacios que transmiten simbólicamente la indignidad correspondiente a esos muertos «infieles». Sin embargo, el objetivo perseguido no parece ser tanto ofender a los que mueren como invisibilizar a los que viven. Así, en 1680, los esclavos «turcos» de Livorno afirman que las inhumaciones se llevan a cabo, por supuesto, con la asistencia de un clérigo («notre Coggia»), pero «en un campo y con toda la celeridad posible». De hecho, la posibilidad en sí de celebrar entierros según el rito islámico se halla condicionada a prácticas que la historiadora Jocelyne Dakhlia califica de «furtivas, discretas, transitorias»: dicho de otro modo, si se toleran en (los márgenes) del espacio público es porque no reparamos en ellas. Es, por ejemplo, lo que ocurre en 1626 con el sepelio en Londres de un comerciante persa llamado Maghmote Shaugsware, «que vino aquí de parte del rey de Persia [Abbas I] y que feneció a su servicio». Aunque la ceremonia funeraria, celebrada según el rito musulmán en una parcela no consagrada de un pequeño cementerio local, tiene lugar en medio de la indiferencia general, la circulación de los allegados del difunto «cada mañana durante un mes, para practicar preceptos y orar» suscita, en cambio, una hostilidad más marcada por parte del vecindario. Una vez más, la cuestión reside en la visibilidad en el espacio público de una presencia y de prácticas que la población se afana por restringir a zonas periféricas o por hacer desaparecer a base de prohibiciones y trabas varias.

 

La conquista del cementerio

La apertura de cementerios o de parcelas destinadas a acoger sepulturas musulmanes supone un hito decisivo en el reconocimiento de esta presencia por lo menos en determinados puertos franceses, españoles e italianos, donde dicha presencia está documentada desde hace muchos decenios, incluso siglos. Es básicamente a partir del siglo XVIII cuando disponemos de datos sobre la creación de tales espacios, cuyo mantenimiento generalmente se deja a cargo de las pequeñas comunidades musulmanas instaladas en la localidad. Puede suponerse, no obstante, que, en determinados lugares, se haya concedido a los musulmanes con anterioridad el derecho a enterrar a sus muertos en punto específicos de los que no queda rastro, según el modelo que se practicaba con otras minorías religiosas (especialmente judíos y protestantes). También contamos, a partir del siglo XVI-XVII, con descripciones cada vez más precisas de varios de esos cementerios: el de los galeotes de Marsella que consta de un espacio de inhumación, de un local reservado a los ritos y de otro donde guardar la cal y las herramientas, mientras que el de Livorno está rodeado de un muro elevado pintado de rojo intenso.

 

La ‘conquista del cementerio’ no se traduce en la victoria de los principios de tolerancia y de libertad de culto, que resultan anacrónicos para la época

 

Sin embargo, varios elementos invitan a no ver en esta «conquista del cementerio» la inexorable victoria de los principios de tolerancia y de libertad de culto, que resultan de lo más anacrónicos para la época y el contexto que nos ocupan. Por un lado, porque la necesidad de hallar solución definitiva a esos problemas de inhumación se impone antes que nada allí donde la población musulmana no la constituyen principalmente hombres libres, sino galeotes y esclavos: así es especialmente en Marsella, Tolón, Génova, Livorno, Civitavecchia, Cartagena o Malta, y probablemente también en otros puertos de galeras como Nápoles, Dunkerque o Vilafranca de Mar (entonces parte del ducado de Saboya). Por otro, porque la fundación de estos cementarios está estrechamente vinculada a la firma de tratados bilaterales que mencionan explícitamente esta claúsula, o bien al temor a represalias por parte de los soberanos magrebíes u otomanos contra los cautivos cristianos detenidos en tierra del islam. En otras palabras, depende de un principio de realpolitik basado en la reciprocidad de los intercambios el que los poderes reales, principescos o municipales consientan —siempre de mala gana y, en muchas ocasiones, con una buena dosis de mala fe—conceder a las poblaciones musulmanas disponer de un terreno donde dar sepultura a sus muertos. Si hay progreso, no es lineal, ya que no solo el acceso al camposanto sigue estando estrictamente regulado, sino que los derechos otorgados pueden retirarse según la coyuntura. Es lo que sucede, por ejemplo, en Marsella, donde el cementerio inaugurado a finales del siglo XVII para acoger los restos de los galeotes se queda sin herederos, tras el traslado de las galeras a Tolón en 1748: al cabo de un cuarto de siglo (1774), se informa de que «al haber fallecido un moro hace poco, su cuerpo se habría arrojado al mar, al no ser posible obtener el permiso de enterrarlo en el lugar antaño destinado a la sepultura de los mahometanos». Al cabo de casi un siglo de la profanación tolonesa, el cuerpo del «infiel» sigue siendo más que nunca el punto donde se proyectan tensiones políticas y prejuicios culturales, entre relegación espacial y exclusión simbólica de sociedades europeas labradas por la presencia cotidiana y próxima a esta figura de la alteridad./