A medida que vaya pasando el tiempo la secuencia electoral que ha atravesado Francia en los últimos 12 meses cobrará todavía más relevancia histórica. Entre noviembre de 2016 y junio de 2017 la ciudadanía francesa ha utilizado ocho citas electorales para cambiar radicalmente los partidos, la presidencia y las instituciones parlamentarias del país. Con retrospectiva, las primarias abiertas de Los Republicanos y del Partido Socialista han sido probablemente el game-changer infravalorado. No solo porque se consiguió un récord de votantes en Europa en este tipo de consultas internas –más de cuatro millones de personas se desplazaron en el caso de la derecha– sino porque esas primarias fueron la válvula de escape para el voto antiestablishment y de castigo a unas élites en caída libre.
Los centros de investigación habían identificado la voluntad de cambio radical, el deseo por parte de los ciudadanos del hexágono de dar una claque (bofetada) y hacer ganar el dégagisme (echarlos a todos). Pero los investigadores suponíamos erróneamente que esa bofetada iba a producirse en las elecciones presidenciales, con Marine Le Pen haciendo mella. No contamos con las primarias que sirvieron para ningunear a aquellos que representaban el Antiguo Régimen: Alain Juppé, Nicolas Sarkozy, François Hollande, Manuel Valls, Cécile Duflot… En este sentido, el ejemplo francés permite analizar desde otro ángulo el asunto de las primarias. Más allá de debatir sobre si son un instrumento eficaz para seleccionar a un candidato o a la cúpula dirigente de un movimiento político, el caso francés hace pensar que las primarias abiertas han servido para eliminar y vehicular una voluntad de (re)empoderamiento que de otra forma se hubiera manifestado en la elección presidencial.
A través de las primarias los franceses resolvieron la cuestión del voto negativo, del enfado y de la rebeldía. Encararon las dos vueltas presidenciales más en…

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