De todos los Estados sucesores de la Unión Soviética, Ucrania es, por supuesto después de Rusia, el que más interés suscita en Occidente. Y el que, sin la excepción de Rusia, con mejores expectativas parece moverse en el camino abierto tras la desaparición del sistema imperialista y totalitario que le ha delimitado durante setenta años. Con cincuenta y dos millones de habitantes, una superficie superior a la de Francia, un alto nivel educativo, una infraestructura industrial y de comunicaciones en absoluto despreciable, y una agricultura próspera, Ucrania vuelve a ser para Occidente algo así como la inmensa tierra de frontera que hay que disputar de nuevo, el espacio virgen de grandes riquezas e interesantes maniobras diplomáticas que, por si fuera poco, constituye hoy el país más grande interpuesto entre Alemania y Rusia, su más voluminoso contrapeso frente a Europa occidental.
Sin embargo, para el hombre de negocios, para el diplomático o para cualquier occidental que resida en Ucrania o la visite, surge enseguida una disparidad apreciable entre esos auténticos datos optimistas que, por lo demás, pueden obtenerse en las enciclopedias y guías turísticas, y la realidad no menos auténtica de una vida muy apagada, del débil pulso político del país y de la aparente permanencia del estilo de los años pasados, en el mundo de la política y de las relaciones comerciales. La persona occidental que se relaciona con Ucrania no suele conocer ni dar importancia a la sociología del lugar y tiene por lo general excesiva prisa en colocar sus inversiones, en ser recibida por el funcionario competente, en beneficiarse de la privatización de edificios o empresas, o en recibir información rápida y veraz. La Ucrania mítica y la Ucrania real se traicionan a la hora de calibrar lo que queda de la Unión Soviética.
Se estimaba que el…

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