Mayo de 2003. El presidente George W. Bush en el portaaviones USS Abraham Lincoln, donde presentó la invasión de Irak como una "misión cumplida". GETTY

Desescalada (bélica)

La primera consideración antes de embarcarse en ninguna intervención militar debiera ser qué pasa tras una victoria inicial y fugaz. Si es posible encarrilar el posconflicto y un proceso de reconstrucción que se prolongarán durante años. Cuando la respuesta es negativa, la intervención no está justificada.
Jorge Tamames
 |  4 de junio de 2020

Entre la avalancha constante de noticias, alarmas y escándalos que caracteriza a la España del confinamiento, el retorno de las tropas españolas en Irak ha pasado desapercibido. En julio, el ministerio de Defensa retirará la mayor parte de su misión de entrenamiento en el país, dejando algo menos de 200 efectivos. La desescalada bélica coincide con la de Afganistán, donde España retiene a 60 efectivos. Atendiendo al calendario que la administración de Donald Trump acordó el 29 de febrero con representantes de los talibanes, las tropas de la OTAN abandonarán el país a lo largo de los siguientes 14 meses.

Esta decisión, más trascendental, también ha pasado sin pena ni gloria. Las primarias demócratas se encontraban en su punto álgido y el impacto del Covid-19 en Estados Unidos no tardó en monopolizar titulares. Además, la propia viabilidad del acuerdo –que Trump necesita como baza electoral en noviembre– está en entredicho. EEUU mantiene en el país a 12.000 soldados, entre una cuarta y quinta parte del número de combatientes talibanes, según The New York Times. Aunque no pone fin a su historia reciente de intervenciones militares en Asia Central, Oriente Próximo y el norte de África, la retirada de Afganistán –la guerra más larga en la historia de EEUU– ofrece una oportunidad para hacer balance del período.

La derrota estadounidense –entendiendo que su objetivo era derrocar a los talibanes y apuntalar un gobierno capaz de impedir que el país volviese a servir como refugio para terroristas– muestra hasta qué punto las cosas no han cambiado en Afganistán. El país lleva cuatro décadas sumido en una guerra civil entre facciones y grupos étnicos, en el que diferentes potencias extranjeras (la Unión Soviética, EEUU, jeques árabes y servicios de inteligencia pakistaníes) intervienen sin obtener resultados concluyentes. Los propios estadounidenses se desentendieron hace mucho. A finales de 2019, cuando The Washington Post publicó una serie de documentos revelando que las autoridades estadounidenses confundieron deliberadamente al público, presentando como factible una victoria que jamás estuvo a su alcance, el escándalo fue acogido con indiferencia. Richard Holbrooke, que trató de hallar una salida diplomática reuniendo a las diferentes potencias de la región, jamás encontró una audiencia receptiva en la Casa Blanca de Barack Obama.

El precio de estas guerras resulta más difícil de ignorar. Según el proyecto Costs of War de la Universidad Brown, el coste de las intervenciones militares en el contexto de la “guerra contra el terror” asciende a 6,4 billones de dólares, a los que se añaden otros ocho en pagos que vencerán a lo largo de las siguientes décadas. Peor es el coste en vidas: más de 800.000, de las que 335.000 son civiles. 7.000 soldados estadounidenses y 8.000 contratistas fallecidos. España, que en 2013 llegó a tener 1.400 soldados en Afganistán, tuvo en este país su despliegue con más bajas en democracia: 102 muertos, incluyendo los 62 en el accidente del Yak-42.

¿Para qué ha servido este sacrificio? Los objetivos declarados de las intervenciones han variado. En Afganistán y Yemen se pretendía doblegar a grupos terroristas. En Irak y por poco Irán, encontrar armas de destrucción masiva. En Libia y Siria, proteger a la población civil ante la represión desencadenada por sus respectivos dictadores durante las primaveras árabes. También ha variado el modus operandi, si bien siempre se basó en la fuerza militar: shock and awe con Donald Rumsfeld, la contrainsurgencia de David Petraeus, drones combinados con operaciones especiales, apoyo aéreo a proxis.

Pese a la diversidad, los resultados son parecidos. Sociedades destruidas, millones de refugiados y un caldo de cultivo para grupos aún más extremistas que aquellos a los que se buscaba eliminar en primer lugar. El ejemplo más claro tal vez sea Libia: una intervención en la que tomaron la iniciativa Reino Unido y Francia, bajo el amparo de las Naciones Unidas y la doctrina R2P. La intervención humanitaria modélica legó un país roto, donde han encontrado acomodo el Estado Islámico y las mafias migratorias y esclavistas. Hoy Europa ni siquiera tiene un interlocutor de referencia en el país: Francia y Rusia apoyan al Ejército Nacional Libio del mariscal Jalifa Haftar, en tanto que Italia y Turquía se decantan por Fayez Serraj y el gobierno de Trípoli.

En las debacles que suceden a estas operaciones militares intervienen los mismos factores. El primero es la dejación de funciones de las potencias que intervinieron, que declaran victoria y muestran poco interés en el posconflicto. El segundo es una fe injustificada en la inevitabilidad de que sociedades con fuertes divisiones sectarias, a menudo gobernadas a través de mecanismos informales, adopten la democracia liberal y un Estado centralizado. Que las poblaciones de Siria o Libia expresen anhelos de justicia y dignidad homologables a los de cualquier sociedad europea no quiere decir que las fórmulas de gobernanza occidentales se puedan trasplantar por decreto y tras intervenciones armadas. Cabe recordar que EEUU solo ha sido capaz de establecer regímenes democráticos en Alemania y Japón: sociedades industrializadas, con Estados modernos que habían declarado su rendición incondicional tras perder guerras totales. En Irak, el único caso que presentaba características similares, las autoridades estadounidenses se encargaron de hacer lo contrario que en 1945: desmantelaron por completo el régimen anterior, dejando al Estado desvertebrado.

No es la única forma en que Washington ignora su propia historia y experiencia. La única guerra exitosa de EEUU en la segunda mitad del siglo XX ha sido la del Golfo, cuando se adhirió a objetivos limitados –expulsar a las tropas iraquíes de Kuwait–, empleó una fuerza abrumadora para alcanzarlos y contaba con un plan claro de retirada. Doce años después el artífice de aquella doctrina militar, Colin Powell, defendió la invasión de Irak en condiciones que nada tenían que ver con las que en su día defendió. Resulta difícil encontrar ejemplos más claros de un proceso de desaprendizaje.

La primera consideración antes de embarcarse en ninguna intervención militar debiera ser qué pasa el día después de obtener una victoria inmediata y fugaz. Si es viable una desescalada bélica de conjunto, encarrilar el posconficto y una reconstrucción que se prolongará durante años. Si la respuesta es negativa –y en la gran mayoría de los casos lo será–, la intervención no está justificada. Queda por ver si la retirada de Afganistán trae consigo un proceso de aprendizaje útil.

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