Mohamed bin Salmán y Donald Trump, anunciando inversiones saudís en armamento estadounidense en la Casa Blanca.

Jamal Khashoggi y el lobby saudí en EEUU

Jorge Tamames
 |  24 de octubre de 2018

El asesinato del periodista Jamal Khashoggi ha desencadenado una ola de críticas hacia Arabia Saudí desde Estados Unidos. No provienen de posiciones marginales, sino de pensadores relevantes en lo que podríamos llamar el establishment de política exterior estadounidense. Como Richard Haass, el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, o Thomas Friedman, el influyente columnista de The New York Times.

Los críticos parten de una premisa común: la muerte de Khashoggi evidencia la deriva salvaje de Arabia Saudí, de la mano del príncipe heredero Mohamed bin Salman. Los episodios de fricción previos incluyen la intervención saudí en Yemen, que está causando un desastre humanitario en el país; el intento de retener al primer ministro libanés durante una visita en noviembre de 2017; y el afán de doblegar mediante un bloqueo a Catar, sede de la principal base naval estadounidense en la región. Algunos comentaristas, poco sospechosos de ser radicales, amplían esta crítica y señalan que la estrecha alianza entre Washington y Riad carece del sentido que mantuvo durante la guerra fría.

Pese a toda esta presión, es poco probable que las relaciones entre los dos países cambien tras el incidente. El motivo de ello es doble. Por un lado, la administración de Donald Trump ha apostado por mantener una relación cercana con Arabia Saudí. Al mismo tiempo, la influencia del lobby saudí en Washington, que ha crecido exponencialmente durante las últimas décadas, garantiza que el choque entre ambos países quedará acolchado.

 

Complot cotidiano

La actividad del lobby saudí en los círculos de política exterior estadounidense no obedece a ningún complot internacional, sino al funcionamiento cotidiano de las instituciones de Washington. Los grupos de interés son actores comunes, que aprovechan lo caro que resultan las campañas electorales estadounidenses para volcar fondos y recursos en los candidatos que apoyan sus posiciones –una dinámica que sus críticos consideran una forma de corrupción legalizada y transparente. Entre los lobbies más conocidos se cuentan el de las armas de fuego (dirigido por la Asociácion Americana del Rifle), y los de las industrias farmacéutica y financiera.

También existen lobbies poderosos que representan los intereses de otros países. En su reconocido estudio del lobby israelí en EEUU, los internacionalistas Stephen Walt y John J. Mearsheimer describen el funcionamiento típico de estos sistemas. Mediante donaciones a las campañas de candidatos, think tanks de política exterior e incluso universidades, instituciones como AIPAC logran establecer un clima favorable a la alianza entre EEUU e Israel.

Arabia Saudí no contaba con una presencia destacable en este sector hasta finales de 2001. Los atentados del 11 de septiembre –en los que 15 de los 19 terroristas eran ciudadanos saudíes– supusieron un inmenso problema de reputación para el reino, que comenzó a invertir en una red de lobistas. Esta infraestructura creció en 2015 –cuando EEUU firmó el acuerdo nuclear con Irán, que Arabia Saudí interpretó como una amenaza para su posición regional– y se ha disparado tras la llegada a la Casa Blanca de un presidente más afín a los intereses saudíes que Barack Obama.

Las cifras hablan por sí solas. Entre 2016 y 2017, el gasto saudí en lobbying en EEUU casi se triplicó: de 10 a 27 millones de dólares. De esa suma, hasta 390.000 se ha destinado a campañas electorales. Los saudíes cuentan con los servicios de más de 24 firmas –algunas de las cuales han rechazado continuar trabajando con el reino hasta que no aclare el asesinato de Khashoggi–, entre las que se cuentan varias cercanas a los partidos Republicano y Demócrata (como el Grupo Podesta, dirigido por el hermano del ex director de campaña de Hillary Clinton). A lo largo de 2017, se calcula que el lobby saudí contactó a periodistas, políticos y representantes institucionales en 2.500 ocasiones.

 

Administración amigable

Aunque Trump arrancó su campaña electoral con duras críticas a Arabia Saudí, una vez llegado al poder no tardó en revertir su postura frente al reino. Su primer viaje al exterior fue precisamente a Riad, donde mostró un alineamiento casi total con las posiciones de bin Salman –particularmente con su hostilidad hacia Irán, país cuyo acuerdo nuclear con EEUU Trump había prometido hacer trizas. A cambio de este espaldarazo, Trump ha obtenido un cuantioso compromiso saudí en inversión armamentística: 110.000 millones de dólares a lo largo de la siguiente década (en la actualidad, no obstante, solo se han anunciado adquisiciones por valor de 14.500 millones). Un acuerdo cuyo impacto Trump, haciendo gala de su relación tormentosa con la realidad, exagera constantemente.

 

 

La industria armamentística también cuenta con un lobby poderoso. En el caso de la actual administración, su peso se ha multiplicado gracias a la nominación de antiguos lobistas a puestos de relevancia política. El director del equipo legal del departamento de Estado, Charles Faulkner, trabajó como lobista de la empresa de defensa Raytheon. Entre sus logros recientes se cuenta lograr que Mike Pompeo, su superior y el jefe de la diplomacia estadounidense, certificase que la coalición saudí está esforzándose por reducir las muertes de civiles en Yemen –una declaración que no parece corresponder con la realidad. Al igual que en otros países occidentales –entre ellos España–, la inversión saudí amenaza con evaporarse tan pronto se enuncian críticas al régimen.

Los tentáculos de Riad se extienden más allá de Washington. Uno de sus principales sectores de inversión durante los últimos años es Silicon Valley, donde el reino ha volcado miles de millones de dólares. SoftBank, el vehículo de inversión empleado por Riad –que conecta su fondo de inversión soberano con una filial japonesa–, es el principal accionista de Uber. El ambicioso plan de bin Salmán para combatir la dependencia saudí del petróleo, Vision 2030, se presenta como una fuente de contratos lucrativos, irresistible para el sector tecnológico estadounidense.

Tampoco el inquilino de la Casa Blanca es indiferente a las inversiones saudíes. Aunque Trump niega vehemente mantener lazos comerciales con el país, sus propiedades de lujo con frecuencia son compradas por saudíes acaudalados. Ante la realidad de una presidencia guiada por los caprichos personales de Trump, esta tal vez sea la palanca más accesible y poderosa de Riad.

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