Netanyahu, durante un consejo de ministros, en septiembre de 2017. GETTY

Las siete vidas de Benjamin Netanyahu

Itxaso Domínguez de Olazábal
 |  10 de abril de 2018

Benjamin Netanyahu (Bibi, por su apodo de la infancia) estaba destinado a triunfar: hijo de un célebre sionista revisionista, Benzion, y hermano de un soldado, Yonatan, asesinado en los acontecimientos del aeropuerto de Entebbe, que tan importante papel juegan para el imaginario israelí, Netanyahu nació en un Estado de Israel ya proclamado. Soldado condecorado que recibió una educación de primer nivel en Estados Unidos, en donde ha pasado muchos años de su vida y ha adquirido un nivel casi nativo de inglés, que entona con voz grave y firme, se convirtió en 1996 en el primer ministro más joven de Israel, cuando el país no acababa de recuperarse del asesinato de Isaac Rabin. No aguantó mucho en el cargo y fue acusado por primera vez de corrupción, pero estaba determinado a volver. Desapareció momentáneamente de la arena política israelí en 1999. Lo haría de nuevo en 2006, tras una nueva derrota electoral. Reapareció hace nueve años con todas las lecciones aprendidas, que le han permitido capear numerosos temporales a lo largo de cuatro mandatos. Las elecciones de 2015 fueron paradigma de su destreza política: todo el mundo le daba por derrotado, pero se alzó con la victoria y un mandato más fuerte que nunca.

 

Tras los pasos de Ben Gurion

La mayor ambición de Netanyahu es superar en mandato, si no en legado, al padre fundador de Israel, David Ben Gurion. Mientras que la primera tarea está a su alcance, no queda tan claro que el legado de Netanyahu pueda ser recordado en términos tan épicos como el del primer jefe de gobierno del país hebreo. A pesar de que resulte complicado distinguir los trazos de su estrategia a largo plazo, más allá de mantener el status quo, Netanyahu ha señalado en numerosas ocasiones que su objetivo consiste en terminar lo que Ben Gurion empezó a construir, un Estado fuerte sobre tres pilares: potencia militar, económica y diplomática.

Netanyahu quiere ser recordado como “Defensor de Israel. Liberador de su economía”. Y aunque es cierto que ha conseguido transmitir a parte de la población una cierta sensación de estabilidad y prosperidad, impensable hace unos años, no lo es menos que también ha sembrado las semillas de varios futuros avisperos. El poderío de Israel en el ámbito militar es incuestionable, aunque la ventaja militar del que hoy es el ejército más poderoso de Oriente Próximo ha sido construida gracias a cuantiosas ayudas estadounidenses. En lo que a la economía respecta, Netanyahu se ha deshecho de lo poco que quedaba del modelo estatista de Mapai, impulsando políticas de libre mercado y consolidando a Israel como una nación start up cuyas bases sentó Ehud Olmert. Los datos macroeconómicos han estado de su lado, no así los microeconómicos, como pusieron en evidencia las protestas masivas en 2011 contra la escasez de hogares y las cada vez peores condiciones socioeconómicas que algunos suburbios de Tel Aviv certifican a diario.

La diplomacia ha sido uno de los principales caballos de batalla de Netanyahu, que tuvo la oportunidad de curtirse en este ámbito como embajador de Israel ante Naciones Unidas. Se codeó en Nueva York y Washington principalmente con representantes republicanos. No era de extrañar su desaliento al verse obligado a tratar a lo largo de sus sucesivos mandatos con presidentes demócratas. Fue notoria muy particularmente su tormentosa relación con Barack Obama. Con él chocó en numerosas ocasiones, algunas de ellas públicamente, sobre temas tan trascendentales como la forma de lidiar con las ambiciones nucleares de Irán y los intentos de reanudar el proceso de paz entre israelíes y palestinos. Fue sin embargo con Obama que EEUU acordó con Israel el mayor plan de ayuda militar de su historia. La victoria de Donald Trump llegó como un bálsamo, pero de momento y paradójicamente, parece haber contribuido a empañar su legado internacional, constantemente bajo el foco después del reconocimiento estadounidense de Jerusalén como capital de Israel.

 

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Netanyahu ha tenido más suerte en otras arenas diplomáticas. El nuevo Oriente Próximo que se perfiló tras el 11-S y, sobre todo, la llamada Primavera Árabe tiene en mente otras prioridades y demonios que poco o nada tienen que ver con el futuro del pueblo palestino: Irán a la cabeza del “Eje de Resistencia” y la horquilla del islamismo, desde los Hermanos Musulmanes al autodenominado Estado Islámico. Netanyahu se vanagloria así de cómo Israel ha ido estrechando sus vínculos con el mundo árabe (incluso de un momentáneo acercamiento con Turquía) en ámbitos como el comercio o el intercambio de inteligencia, peligrosamente similar a una normalización completa de relaciones que la Iniciativa Árabe de Paz de 2002 condicionaba a un acuerdo de paz entre Israel y Palestina. Una trayectoria similar –relaciones cada vez más congeniales bajo un aura de pragmatismo y beneficios mutuos– han seguido los vínculos de Israel con varios países africanos, asiáticos y latinoamericanos.

 

Benjamin Netanyahu ante el conflicto palestino-israelí

Uno de los logros de Netanyahu ha sido arrinconar casi cualquier referencia al proceso de paz de la agenda política, tanto a nivel regional como doméstico. Y esto a pesar de las dos guerras en Gaza y los varios brotes de pseudo-intifadas. No es menos cierto que son acontecimientos como estos los que le permiten poner énfasis en la narrativa según la cual Israel no tiene socio para la paz, con la que coronó el fracaso de las conversaciones de paz impulsadas por la administración Obama entre 2012 y 2014. Uno de los puntos en común entre Netanyahu y Ben Gurion es la creencia de que el conflicto no es por el territorio, sino que deriva del rechazo de los palestinos a aceptar un Estado judío. Netanyahu recuperó así el terminó “muro de hierro” que acuñara Zeev Jabotinsky, aliado de su progenitor, para explicar la separación absoluta que debe existir entre israelíes y palestinos.

El tiempo ha dado la razón, aunque quizás por los motivos equivocados, a algunas de las críticas de Netanyahu contra las iniciativas de sus predecesores: tanto a los Acuerdos de Oslo como a la retirada unilateral de Gaza de 2005 (que le hizo enemistarse con Ariel Sharon), algo que en parte contribuyó a su llegada al poder tanto en 1996 como en 2009. Su famoso discurso de 2009 en la Universidad de Bar-Ilan, en el que aceptaba explícitamente –aunque bajo una serie de condiciones draconianas– la solución de dos Estados se convirtió en agua de borrajas cuando afirmó que “no habrá nunca un Estado palestino” en víspera de las elecciones de 2015. Aunque ha intentado retractarse, sus acciones, muy particularmente la construcción imparable de asentamientos (en la actualidad se cuentan más de 600.000 colonos entre Cisjordania y Jerusalén Este), confirman esta última postura.

 

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Fuente: El País

 

Su discurso en este ámbito gira en torno al mantra de la autonomía: dar a los palestinos la posibilidad de gobernarse a sí mismos –o, más bien, de controlar a su población– sin por ello ceder la soberanía sobre su territorio, alegando la necesidad que tiene Israel de defenderse. Netanyahu sustituyó el concepto laborista de “paz por territorios” por el de “paz por seguridad”. Poco a poco, asentamiento tras asentamiento, checkpoint tras checkpoint, carretera de apartheid tras carretera de apartheid, Netanyahu ha arrojado luz sobre la realidad de un único Estado bajo soberanía israelí. Es de hecho el primer líder israelí bajo cuyo mandato no es ya tabú hablar de la anexión por parte de Israel de ciertas partes de Cisjordania (acompañada de transferencias de población para asegurarse una mayoría demográfica), y por tanto enfrentar a Israel a la pregunta que muchos de sus ciudadanos llevan décadas temiendo: ¿se convertirá Israel en un Estado binacional que prescinda de su carácter judío (si garantiza la igualdad de derechos entre todos sus ciudadanos) o de su carácter democrático (si permite que se imponga una situación asimilable a la de un apartheid)?

 

Hacia un Israel más polarizado que nunca

La mayor diferencia entre Netanyahu y Ben Gurion se deriva de la capacidad que uno y otro han tenido de crear consensos entre la población israelí. Netanyahu es adorado en ciertos círculos: da igual el numero de escándalos de corrupción en los que se vea implicado, las encuestas no dejan de apuntar que ganaría cualquier elección anticipada. Es odiado en otros, incluso teóricamente cercanos a su ideología (es por todos conocida su pésima relación con el presidente, Reuven Rivlin). A pocos deja indiferentes. Aún así son muchos los israelíes de a pie que le ven como el único preparado para llevar las riendas del país. Cuenta con el apoyo incondicional de los mizrahi, de los inmigrantes rusos, de los haredim, de aquellos tradicionalistas marginados durante años por los askenazis laicos, por el establishment, por los yekkes (judíos provenientes de Europa) simbolizados por el cosmopolitismo de Tel Aviv. Posicionándose como el eterno outsider (pese a su educación de élite) eternamente en la oposición (pese a llevar años en el poder), Netanyahu recurre a una estrategia victimista que acusa de traidores a la izquierda, a la sociedad civil, a los liberales…, e intenta dar forma a un nuevo establishment gracias a algunos medios a su servicio (es el caso de Israel Hayom, propiedad de Sheldon Adelson) y a la creciente cooptación de un considerable número de cargos públicos.

 

La revolución sería ahora que la izquierda volviera a dominar la política israelí

 

La sociedad israelí está más polarizada que nunca, como consecuencia de la misma estrategia de “divide y vencerás” que domina, entre otros, Trump: cualquiera que se atreva a cuestionar sus decisiones cuestiona la propia existencia del Estado de Israel, y es incluso sospechoso de antisemitismo. A la radicalización ideológica contribuyen la pujanza demográfica de los ultra-religiosos y el principio de separación que demoniza a los palestinos a un lado y otro de la Línea Verde. Israel ha virado a la derecha, muestra de ello es el propio viraje experimentado en la narrativa de centro y centroizquierda. Han pasado 40 años desde el surgimiento del partido Likud; se habló entonces de mahapakh (revolución). Durante este tiempo, un miembro del otrora hegemónico Partido Laborista ha ocupado la residencia de la mítica esquina con la calle Balfour de Jerusalén durante menos de ocho años. La revolución sería ahora que la izquierda volviera a dominar la política israelí.

Debe indicarse que esta derechización ha tenido lugar en términos de políticas (ejemplo paradigmático son el proyecto de Ley de Estado nación y la Ley de regularización de asentamientos) y de mentalidades, no en puridad en términos de escaños. Ha sido en gran parte consecuencia de la fragmentación de la arena política israelí y la capacidad que tienen algunos partidos extremistas de secuestrar las sucesivas coaliciones de gobierno. Netanyahu ha defendido a lo largo de los últimos años posturas sorprendentemente comedidas frente a líderes como Neftali Bennet y Avigdor Liberman, tanto para salvar la cara del país frente a otros países como para templar los ánimos en una coalición teñida de fanatismo. Algunas de sus decisiones, o cambios de opinión, mas controvertidos –algunas de las cuales le han valido la animadversión de la comunidad judía mundial– son el resultado de las presiones de sus socios ultraortodoxos y pro-colonización, como por ejemplo las decisiones sobre el rezo ante el Muro de las Lamentaciones, la presencia de haredim en el Ejercito o, más recientemente, el acuerdo sobre la repatriación de refugiados africanos.

 

Netanyahu y Abbas, de la mano hacia el ocaso

Al final de su carrera política, Ben Gurion se convirtió en una responsabilidad para su partido, y fue denostado por aquellos a los que guio al liderazgo. Todo indica que Bibi será quien elija cuándo y cómo pondrá fin a su carera política. ¿La ironía? Puede que el final de los mandatos de Mahmud Abbas y Netanyahu sean simultáneos. Ambos líderes llevan desde hace años a las riendas de sus respectivos pueblos, y no se descarta la posibilidad de que los respectivos eclipses dejen tras de sí un vacío de poder que tan solo una espiral de violencia podría llenar. Pocos dentro y fuera del territorio del antiguo mandato de Palestina son, hoy por hoy, capaces de imaginar un futuro sin Abbas y Netanyahu. Y pese a las continuas acusaciones y críticas, quizá no sean tantos aquellos que quieran presenciar tal escenario.

O quizá tanto Bibi como Abu Mazen designen a sus respectivos sucesores para que todo siga igual, en un canto a la estabilidad, pero también a un estatus quo en nada estático. Hasta que algo cambie y ambos pueblos tengan que plantearse de una vez por todas cuál es el futuro por el que están dispuestos a dar un golpe de timón, y dar respuesta a las preguntas existenciales que muchos temen en Ramala, Tel Aviv, Gaza y Jerusalén.

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