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Imagen del ritual de pesca de la tribu Swinomish. Agosto de 1938. GETTY.

Respeto simbiótico para salvar los ríos

La pandemia ha sido una primera señal de advertencia de la “venganza de la naturaleza” contra la voracidad humana, una de cuyas primeras víctimas son los ríos, venas y arterias de los ecosistemas terrestres. Más de 60 países generan la mitad de su energía de fuentes de agua.
Luis Esteban G. Manrique
 |  16 de diciembre de 2020

“El agua no es necesaria para la vida; es la vida misma”.
Antoine du Saint-Exupéry, Viento, arena y estrellas (1939)

 

Desde hace miles de años, quizá casi tantos como los transcurridos desde que los clovis pisaron suelo americano por primera vez tras cruzar el estrecho de Bering, los swinomish han venido pescando en los ríos y playas de lo que es hoy el noroeste del Estado de Washington el salmón, crustáceos (cangrejos, jaivas…) y moluscos (almejas, ostras…) que les sirven de alimento, pero también como espíritus totémicos y protectores. Al principio de la temporada de pesca, el millar de miembros de la tribu se reúne al borde del mar en su reserva de la isla de Fidalgo, creada en 1855, para celebrar la ceremonia del “primer salmón”, un pez que nace en ríos y migra al océano, del que vuelve para procrear, remontando la corriente, en el mismo sitio donde nació. No se sabe cómo se orientan, pero puede que reconozcan por olfato la química de su río natal.

El salmo, como lo llamaban en latín los antiguos romanos, une a una generación tras otra del “pueblo del salmón”, lo que significa la palabra swinomish. Después del ritual, cuatro salmones son devueltos al mar en la desembocadura del río Skagit para que sirvan de emisarios y cuenten a sus congéneres lo bien que los trataron y quieran regresar. Pero cada año son cada vez menos los que lo hacen, a medida que van desapareciendo sus hábitats y el calentamiento de la superficie del Pacífico los empuja al norte en busca de aguas más frías y ricas en oxígeno. A mediados del siglo pasado, la temporada de pesca del salmón se extendía en la zona desde mayo a diciembre. Hoy, apenas a un puñado de días en el verano boreal.

 

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Fuente: The Washington Post

 

Respeto simbiótico

Según cuenta a The Seattle Times Lorraine Loomis, una anciana de la tribu cuyos bisabuelos eran ya pescadores, como lo siguen siendo sus bisnietos, desde hace años tienen que comprar congelados los salmones ceremoniales. No resulta extraño, por ello, que la recuperación de la biodiversidad de sus ecosistemas marinos y fluviales se haya convertido para los swinomish en una cuestión de supervivencia cultural e identitaria.

El plan de acción climático que emprendieron en 2010 se ha convertido en un modelo para otros 50 pueblos nativos de Estados Unidos y Canadá. Pero incluso en sus previsiones más optimistas, no creen que puedan recuperar sus antiguos volúmenes de pesca pese a que han restaurado diques, canales y humedales, reconstruido arrecifes y plantado árboles a las orillas de los ríos para contener las inundaciones y mejorar la calidad de sus aguas.

Meade Krosby, investigadora del Climate Impacts Group de la Universidad de Washington, dice que al combinar la ciencia y saberes tradicionales, los swinomish han aplicado el plan de adaptación climática más innovador que ella haya visto nunca. Jamie Donatuto –el miembro de la tribu que tiene a cargo el cuidado del entorno de la reserva, graduado en sostenibilidad medioambiental por la British Columbia University– dice que el principio rector de los swinomish es el “respeto simbiótico”: “Los salmones solo te alimentan si los cuidas”.

 

Cuando los ríos se secan

En Ten Lessons for a Post-Pandemic World (2020), Fareed Zakaria escribe que la pandemia ha sido una primera señal de advertencia de la “venganza de la naturaleza” contra la voracidad humana, una de cuyas primeras víctimas son los ríos, venas y arterias de los ecosistemas terrestres.

Para construir la presa de las Tres Gargantas sobre el Yang Tsé, China utilizó 10 veces más cemento del que EEUU empleó en los años treinta para la represa Hoover sobre el Colorado, una de las obras emblemáticas del New Deal.

Un 20% de la electricidad que se consume a escala global proviene de turbinas hidroeléctricas. Más de 60 países generan la mitad de su energía de fuentes de agua. De hecho, los 20 ríos más grandes y ocho de los de mayor biodiversidad –Amazonas, Orinoco, Ganges, Brahmaputra, Zambezi, Amur, Yenisei e Indo– ya han sido represados. El coste ecológico es alto. Según escribe Fred Pearce en When the Rivers Run Dry (2018), solo el agua que se evapora cada año en el lago Nasser creado en el desierto nubio por la presa egipcia de Asuán, cubriría el consumo anual de los hogares británicos.

Zakaria sostiene que un sistema cada vez más interconectado pero que nadie controla es inherentemente inestable. El Jordán, el Ganges y el Zayandéh, entre muchos otros ríos, están siendo explotados con tal intensidad que en diversos tramos sus cauces desaparecen en las temporadas secas. Cuando para irrigar las estepas kazajas la Unión Soviética desvió las aguas del Amu Daria –el Oxus de los griegos, que lo consideraban el Nilo del Asia central–, el Aral, el cuarto mayor mar interior del mundo, se secó.

Pearce calcula que se van a necesitar 2.000 años de lluvias para que los acuíferos de las grandes praderas de América del Norte como el Ogalalla, una inmensa masa de agua que impregna el subsuelo de ocho Estados, vuelvan a tener el volumen de agua de 1900. En ese mismo lapso, Arabia Saudí ha agotado hasta secar por completo la tercera mayor reserva de agua subterránea del planeta.

 

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Fuente: National Geographic

 

La esponja humana

Según los cálculos que cita Pearce, se necesitan entre 250 y 650 galones de agua (3,7 litros) para cultivar una libra (450 gramos) de arroz, es decir, más agua de la que una familia consume en una semana en un país desarrollado.

Para una libra de trigo son 130 galones y para un hamburguesa, 3.000. Cada cucharada de azúcar para un café requiere 50 tazas de agua y 592 para el café mismo. Así, un consumidor habitual de carne, cerveza y leche absorbe cada día cien veces su propio peso en agua, entre 360.000 y 480.000 galones al año.

La franja de Gaza dispone apenas de 37 galones de agua turbia al día per cápita. Groenlandia, en cambio, de ocho millones, sin contar con los casquetes de hielo. En países áridos como Egipto, México, Pakistán o Australia, el 90% de agua que se extrae del subsuelo y otras fuentes se usa en la agricultura. India utiliza el 20% de la electricidad que consume para bombear agua de acuíferos.

 

Un pacto intergeneracional

Según escribe Fabien Cousteau en The New York Times, 2020 ha dado lecciones básicas sobre interconectitivad ecológica, recordando que Arthur C. Clarke decía que en propiedad, la Tierra debería llamarse Agua, porque sin ella el planeta sería solo una rocas sin vida como las miles de millones que flotan en el vacío del espacio.

Nombrando a John Kerry –quien como secretario de Estado negoció el Acuerdo de París– “enviado especial para el clima”, un cargo que le dará un sitio en el gabinete y en el Consejo de Seguridad Nacional, Joe Biden ha mostrado que es consciente de que no hay tiempo que perder. Desde 2016, Kerry dirige la iniciativa World War Zero para diseñar estrategias y políticas –públicas y privadas– contra el cambio climático. En la ceremonia de la firma del pacto parisino, Kerry sostuvo sobre sus rodillas a su nieta de dos años, señalando así que el acuerdo global era fundamentalmente una cuestión de justicia intergeneracional.

En la reciente cumbre de la Comunidad Andina en la que Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia suscribieron una carta ambiental, el presidente colombiano, Iván Duque, fijó como prioridad proteger los ríos amazónicos de la contaminación por mercurio de la minería aurífera ilegal.

 

Presión social e I+D

El esfuerzo para conseguir en un tiempo récord la vacuna contra el SARS-Cov-2 ha demostrado –como antes el proyecto Apolo de la NASA– lo que se puede lograr cuando una intensa presión social provoca una masiva movilización de recursos en pos de un objetivo de interés público.

Ahora, gracias a esa experiencia, el diseño de turbinas eólicas avanzadas, de reactores nucleares de torio, de tecnologías de “carbono-cero” para forjar acero o producir cemento y de energía geotérmica, parecen más al alcance de la mano. En su punto más alto, en 1966, el presupuesto de la NASA absorbió el 0,7% del PIB de EEUU. En relación al de 2019, equivaldría a unos 702.000 millones de dólares, la misma cantidad que el Pentágono ha invertido en el F-35.

 

Salvar a los ríos

Limpiar los ríos costaría mucho menos. En los años sesenta, las aguas del Hudson y casi todos sus tributarios estaban contaminadas por metales pesados, pesticidas, químicos tóxicos y vertidos de alcantarillas. Beber sus aguas, nadar en ellas o comer sus peces eran prácticas de riesgo. Las grandes corporaciones que dominaban la economía y la política de Nueva York usaban el río como una cloaca.

Durante décadas, una planta de General Motors extrajo un millón de galones diarios de agua del Hudson, que devolvía a su cauce sin tratar. Por esos años, se decía que el color del río revelaba qué pintura estaba utilizando su cadena de montaje. Todo comenzó a cambiar con la aprobación de la Clean Water Act de 1972, que obligó a las grandes corporaciones a pagar la rehabilitación del Hudson.

Para sorpresa de todos, el río se recuperó tan pronto que hoy los niños se bañan en sus orillas. En 2016, en el Upper East Side de Manhattan un turista divisó algo que nadie había visto en casi un siglo: una ballena jorobada retozando en las frías aguas del Hudson.

 

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Fuente: The New York Times

 

Las historias del Támesis, el Rin y el Sena no son menos sorprendentes. Hasta los años cincuenta, los londinenses trataron a su río como una letrina y un vertedero al aire libre, lo que lo privó de oxígeno y capacidad para sostener cualquier forma de vida. En 1957, el Museo de Historia Natural de Londres lo declaró oficialmente muerto en términos biológicos.

Hoy, en cambio, alberga más de 150 especies de peces. Garzas y cormoranes anidan en sus riberas y no es infrecuente ver delfines, focas y hasta ballenas. En Ohio, en el Cuyahoga, antes tan contaminado con disolventes que en 1952 y 1962 sus aguas se incendiaron, ahora se pescan truchas. El primer paso, subraya Wade Davis en Magdalena (2020), es dejar de contaminarlos.

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